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OPINIÓN
El estrés de las minorías LGTBI y la bandera arcoíris de la Velá
OPINIÓN
En las Ciencias Sociales tiene una amplia tradición el concepto de estrés social y en particular el de estrés de las minorías, que ha resultado ser de mucha utilidad para comprender la experiencia vital de quienes no pertenecen al grupo cultural dominante en una determinada sociedad. Hace ahora 20 años, Ilan H. Meyer formuló desde la Psicología el modelo de Estrés de las minorías LGTBI, planteando que estas sufren una presión singular, relacionada con la estigmatización y los prejuicios de los que históricamente han sido objeto, y que tiene importantes consecuencias para su salud psicológica y física. De acuerdo con este modelo, crecer en una sociedad que no reconoce ni ampara la diversidad sexual o de género somete a la población LGTBI a un estrés constante, que se agrava si el entorno más inmediato muestra hostilidad y rechazo. Esta situación les conduce con frecuencia a la ocultación de su condición, a vivir con la expectativa de sufrir rechazo y a la incorporación en su identidad de ser merecedores de él, en un proceso de LGTBIfobia interiorizada. No es difícil concluir que esta situación de estrés constante tiene efectos indeseables para su bienestar psicológico, como se ha demostrado en distintos estudios, revisados recientemente.
La cara más amable de este modelo, y de la evidencia científica en que se basa, indica que quienes viven en un entorno social en que se reconocen legalmente los derechos de las personas LGTBI y que es inclusivo de la diversidad sexual y de género muestran un bienestar psicológico indistinguible del de las personas heterosexuales o cisgénero. Así, en los países en los que se ha legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo y se han promulgado leyes de defensa y no discriminación de la población LGTBI, se ha observado cómo esa legitimidad ha llevado de la mano el incremento de la aceptación social de los derechos LGTBI, así como la mayor visibilidad y percepción de bienestar de esta población. Estos mismos resultados los hallamos en España, un país que, según estudios internacionales, se encontraba en 2019 entre quienes evidenciaban mayor aceptación de la diversidad sexual y de género, una marca de identidad de la que podemos sentir merecido orgullo.
Sin embargo, también se ha demostrado que esta situación puede cambiar cuando proliferan discursos de odio en los medios de comunicación o las redes sociales y, de modo más grave, en las instituciones de representación política. Recordemos en este sentido las recientes regulaciones limitadoras de derechos LGTBI en países europeos como Hungría, Polonia y, más recientemente, Italia. Pero también las medidas tomadas por algunas corporaciones municipales y comunidades autónomas, dentro del Estado español. En estas circunstancias, se producen un incremento del estrés y una grave percepción de inseguridad en la población LGTBI. Esto tiene particular eco en quienes han formado familia y tienen hijas o hijos menores, por cuyos derechos y bienestar temen, puesto que estos discursos crean el marco para el bullying LGTBIfóbico, como ha recordado recientemente la Red Estatal de Familias LGTBI.
Dado que se había producido un cambio reciente en el Ayuntamiento de Sevilla, en el que gobierna el Partido Popular en la actualidad, cundió la alarma por si este suceso era indicador de un cambio en las políticas hacia esta población
Permítasenos analizar ahora un suceso local desde este enfoque global. Hace unos días, en la Velá de Santa Ana de Sevilla, la policía municipal denunció que una bandera arcoíris estaba colgada en una de las casetas. La noticia levantó mucho revuelo y una importante alerta entre la población LGTBI. Dado que se había producido un cambio reciente en el Ayuntamiento de Sevilla, en el que gobierna el Partido Popular en la actualidad, cundió la alarma por si este suceso era indicador de un cambio en las políticas hacia esta población. Se pidió una reunión extraordinaria del Consejo Municipal LGTBI para aclarar los hechos y evitar situaciones similares en el futuro. Tristemente, no se consiguió que el Gobierno municipal comprendiese la necesidad de abrir un expediente que aclarara lo ocurrido, ni de pedir disculpas por la alerta causada. Tampoco le pareció necesario comprometerse a un Plan de Formación en materia de amparo de derechos LGTBI para empleados y empleadas municipales, terminando el consejo sin acuerdo alguno y con bastante frustración.
Es preferible pensar que el desencuentro se debió a la falta de contexto compartido de análisis de un suceso que pudo parecer menor a los ojos del Gobierno municipal. Y probablemente lo sería si esa bandera no representara el logro de derechos y libertades para una población históricamente perseguida y discriminada; si esa denuncia no enfrentara al colectivo LGTBI a sus peores fantasmas y no volviera a provocar un estrés que creían superado; si no volvieran a temer por su bienestar y el de sus familias.
Quienes tenemos responsabilidades en las instituciones públicas tenemos un deber de garantizar, de modo contundente e inequívoco, los derechos de los colectivos más vulnerables. Ojalá nuestros compañeros y compañeras de corporación con responsabilidades de gobierno así lo entiendan, puesto que lo que están concernidos son los derechos humanos, que siempre deben estar fuera de discusión o polémica partidista.
En las Ciencias Sociales tiene una amplia tradición el concepto de estrés social y en particular el de estrés de las minorías, que ha resultado ser de mucha utilidad para comprender la experiencia vital de quienes no pertenecen al grupo cultural dominante en una determinada sociedad. Hace ahora 20 años, Ilan H. Meyer formuló desde la Psicología el modelo de Estrés de las minorías LGTBI, planteando que estas sufren una presión singular, relacionada con la estigmatización y los prejuicios de los que históricamente han sido objeto, y que tiene importantes consecuencias para su salud psicológica y física. De acuerdo con este modelo, crecer en una sociedad que no reconoce ni ampara la diversidad sexual o de género somete a la población LGTBI a un estrés constante, que se agrava si el entorno más inmediato muestra hostilidad y rechazo. Esta situación les conduce con frecuencia a la ocultación de su condición, a vivir con la expectativa de sufrir rechazo y a la incorporación en su identidad de ser merecedores de él, en un proceso de LGTBIfobia interiorizada. No es difícil concluir que esta situación de estrés constante tiene efectos indeseables para su bienestar psicológico, como se ha demostrado en distintos estudios, revisados recientemente.
La cara más amable de este modelo, y de la evidencia científica en que se basa, indica que quienes viven en un entorno social en que se reconocen legalmente los derechos de las personas LGTBI y que es inclusivo de la diversidad sexual y de género muestran un bienestar psicológico indistinguible del de las personas heterosexuales o cisgénero. Así, en los países en los que se ha legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo y se han promulgado leyes de defensa y no discriminación de la población LGTBI, se ha observado cómo esa legitimidad ha llevado de la mano el incremento de la aceptación social de los derechos LGTBI, así como la mayor visibilidad y percepción de bienestar de esta población. Estos mismos resultados los hallamos en España, un país que, según estudios internacionales, se encontraba en 2019 entre quienes evidenciaban mayor aceptación de la diversidad sexual y de género, una marca de identidad de la que podemos sentir merecido orgullo.