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La grandeza de Emilio Lledó
En un tiempo de falta de referentes, de escasa ejemplaridad -cuando no de ejemplaridad negativa- y de toxicidad extrema, necesitamos más que nunca conocer y poner ante los ojos de nuestra sociedad aquellos seres extraordinarios que mantienen nuestra esperanza en la especie humana.
De entre quienes comparten la vida con nosotros no se me ocurre más alto ejemplo que el de Emilio Lledó (Sevilla, 1927), exponente de una sabiduría que conecta con lo mejor del pensamiento del pasado, que actualiza y aplica con lucidez al momento presente. Nacido en el emblemático año que da nombre a una generación no solo de poetas, narradores y dramaturgos excepcionales, sino también de músicos, artistas plásticos, científicos, cineastas y pensadores, como María Zambrano, en Lledó encontramos esa fórmula imprescindible para conseguir la excelencia que alcanzó nuestra Edad de Plata: el diálogo entre tradición e innovación; la atención a la condición humana, pero también a su expresión en el momento presente. Pocos pensadores han destacado tanto la importancia de la memoria (individual y colectiva): “Sin memoria, en el sentido más amplio e intenso de la palabra, no hay vida, no hay ser”.
Por ello, ahora que comienzan con tanta ilusión y oportunidad los preparativos de las importantes conmemoraciones del “Horizonte 27/29”, la celebración del centenario del nacimiento de Emilio Lledó -ojalá que con su autor vivo y lúcido, como lo está a sus 96 años-, debe ocupar un lugar muy especial.
Hablamos de quien ha mantenido un inquebrantable compromiso con la libertad y la ética. De quien ha erigido su pensamiento como un baluarte contra la opresión y la ignorancia. En un mundo donde la libertad se ve amenazada, sus palabras resuenan como un recordatorio de la importancia de defender la autonomía del pensamiento y su adecuada expresión. En su último libro, escrito con casi 95 años, Identidad y amistad (2022), sigue ofreciéndonos, como indica su subtítulo Palabras para un mundo posible.
Hablamos de quien nos insta a ir más allá del “bienestar” material y buscar el “bienser”. A trabajar por esa felicidad que expresa la palabra eudaimonía, que nos exige pagar un precio por ella. Ética. Política. Cultura. Educación. Todo lo que se asienta en la palabra y se dirime a través de ella, dià-lógos, en diálogo. Y se culmina en la creatividad (poiesis), en la palabra creadora.
Esta profunda relación entre filosofía y literatura en Lledó está basada en su amor por los libros y por la lectura: “La lectura, los libros son el más asombroso principio de libertad y fraternidad (…) La literatura no es solo el principio y origen de la libertad intelectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de infinita posibilidad (…) Las palabras son la sustancia de las que la inteligencia se nutre”. Sin esa adecuada alimentación, la libertad de expresión no vale nada, ya que debe estar cimentada en la libertad de un pensamiento crítico y creativo.
Lledó ha sabido sobreponer al pesimismo de la inteligencia, que nos dice que las cosas no son como deberían ser, el optimismo de la voluntad, que nos impulsa a trabajar por ese horizonte de una humanidad más justa, más libre, más fraternal
Hace unos años, en mi antología de aforismos y fragmentos El ave de Minerva se eleva en el crepúsculo, ofrecí el anticipo de un futuro libro, “A hombros de gigantes”, como tributo a las grandes mujeres y los grandes hombres que han inspirado lo mejor de mi vida y de mi pensamiento. Cuando cerré con Umberto Eco, me quedé con la duda de si añadir o no alguien vivo, para destacar que, aunque no sean abundantes, hay seres extraordinarios entre nosotros. Y no lo dudé: elegí a Emilio Lledó. Mi tributo -en apenas unas líneas (y por ello necesariamente apretadas y sintéticas)- insiste en sus grandes claves, valores y aportaciones: “Emilio Lledó nos ha guiado hacia los orígenes mismos de la interacción social, basada en la necesidad y en la asistencia mutua, en la solidaridad y en la philía, cuyas bases están en la philautía, el amor a sí mismo, y se configura en la pólis y en la política, en la vida compartida regulada por la ley (nómos). Cuando la polis resulta amenazada, debe ser defendida siempre por el impulso interior de nuestro ethos. Por ello resulta fundamental la educación, la paideía que, orientándonos desde niños y hasta el final de nuestros días, nos permite aspirar a los tres grandes universales de ”Verdad“, ”Bien“, ”Belleza“ (Alétheia, Agathón, Kalón). Así se alcanza la verdadera areté, esa excelencia que se basa en la virtud, en la fuerza de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos y de nuestras acciones”.
“Pasión por el conocimiento y por la vida”, titulé un breve artículo que iniciaba con la razón que Lledó nos daba para seguir viviendo con entusiasmo, a pesar de todos los pesares: “La esperanza. A pesar de todo hay que ser optimista, esperar algo positivo, creativo, verdadero. Esperanza es una hermosa palabra de la lengua”. Finalizaba recordando que “algo que cruza toda su obra es el imperativo del amor: amor a la vida, amor a los demás, amor a la naturaleza, amor a la palabra, a la verdad, la bondad y la belleza, amor a la educación, la cultura y los libros con los que dialoga, amor a la libertad”. Lledó ha sabido sobreponer al pesimismo de la inteligencia, que nos dice que las cosas no son como deberían ser, el optimismo de la voluntad, que nos impulsa a trabajar por ese horizonte de una humanidad más justa, más libre, más fraternal.
Por ello no se me ocurre más alta ejemplaridad, para estos tiempos oscuros, que la de Lledó, que él avala con el testimonio coherente de su vida y su magisterio, como testimonian grandes nombres del pensamiento como Manuel Cruz o de la comunicación y la literatura como Juan Cruz Ruiz.
Quiero concluir aplicando a Emilio Lledó las palabras con que Luis Cernuda cerraba el hermoso poema 1936: “Gracias, Compañero, gracias/ por el ejemplo. Gracias porque me dices/ que el hombre es noble. / Nada importa que tan pocos lo sean:/ Uno, uno tan sólo basta/ como testigo irrefutable/ de toda la nobleza humana”.
En un tiempo de falta de referentes, de escasa ejemplaridad -cuando no de ejemplaridad negativa- y de toxicidad extrema, necesitamos más que nunca conocer y poner ante los ojos de nuestra sociedad aquellos seres extraordinarios que mantienen nuestra esperanza en la especie humana.
De entre quienes comparten la vida con nosotros no se me ocurre más alto ejemplo que el de Emilio Lledó (Sevilla, 1927), exponente de una sabiduría que conecta con lo mejor del pensamiento del pasado, que actualiza y aplica con lucidez al momento presente. Nacido en el emblemático año que da nombre a una generación no solo de poetas, narradores y dramaturgos excepcionales, sino también de músicos, artistas plásticos, científicos, cineastas y pensadores, como María Zambrano, en Lledó encontramos esa fórmula imprescindible para conseguir la excelencia que alcanzó nuestra Edad de Plata: el diálogo entre tradición e innovación; la atención a la condición humana, pero también a su expresión en el momento presente. Pocos pensadores han destacado tanto la importancia de la memoria (individual y colectiva): “Sin memoria, en el sentido más amplio e intenso de la palabra, no hay vida, no hay ser”.