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¿Una guerra entre hermanos?

Antonio Somoza Barcenilla

Vocal de la Asociación Contra el Silencio y el Olvido y por la Recuperación de la Memoria Histórica de Málaga —
16 de octubre de 2024 05:30 h

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Uno de los lemas más recurrentes de los partidos de derecha y de extrema derecha para justificar su política de amnesia sobre la Guerra Civil es que aquello fue un enfrentamiento entre hermanos y que es mejor olvidar. Es, desde mi punto de vista, un argumento falsario pero que suele calar bien en la sociedad porque no es raro que -voluntariamente o por azar- miembros de una misma familia terminaran luchando en trincheras enfrentadas, o que jóvenes reclutas se vieran forzados a luchar a las órdenes de quienes habían encarcelado o asesinado a sus padres y hermanos (tanto en la familia de mi madre como en la del padre de mi mujer ocurrió). Hay incluso casos, más raros eso sí, de jóvenes que acabaron luchando con la República y con los golpistas. El añorado José Luis Sampedro fue uno de ellos, tal y como confesó en su obra Escribir es vivir y reiteró en una entrevista concedida poco antes de su fallecimiento.

No fue un guerra fratricida, ni siquiera una Guerra Civil. En realidad fue una guerra de clases, ejecutadas con tácticas de ejército colonial y sumamente desigual. Mientras al Ejército de la II República -constituido en buena parte por milicias populares- las democracias le negaban las armas, los golpistas recibieron todas las que necesitaron y, además, contaron con la participación directa de unidades de élite de Italia y Alemania que se estaban preparando para la guerra global en Europa y el mundo. Tampoco fue una Santa Cruzada, por más que muchos carlistas que fueron al frente “protegidos” por los “detente bala” así lo sintieran, ya que los motivos que llevaron al Ejército de África a levantarse contra la República fueron otros, mucho menos santos que lo que proclamaban los obispos. Intereses corporativos de los militares, la defensa de los privilegios de los poderosos y el odio a las clases populares son el motor del golpe de estado fallido y el combustible para prolongar tres años la guerra contra su propio pueblo.

Luciano, uno de los personajes creados por Alfons Cervera en su última novela El Boxeador lo tiene claro. Él es uno de los vecinos que hizo y perdió la guerra, y tiene muy claro que el argumento de los defensores de las “leyes de concordia” es falso: “Ahora dicen que aquella fue una guerra entre hermanos. No se por qué dicen eso. No eran hermanos los que pegaban tiros en un lado u otro de la guerra. Unos defendíamos la República y otros defendían a los militares que, con la ayuda de los ricos, se habían sublevado en los cuarteles de África. Todos no éramos lo mismo, claro que no éramos lo mismo”.

Pienso que hay obras de ficción que se ajustan mucho más a la verdad que algunos ensayos basados en documentos parciales elaborados por los vencedores de la guerra y, por supuesto, mucho más fiable que las declaraciones de políticos actuales de la derecha que no quieren de ninguna manera que se conozca lo que realmente pasó durante la II República, la Guerra y el Franquismo

Alguien puede pensar que recurrir a un personaje de ficción, y enmarcado en las filas republicanas, es un argumento de poco peso para mantener mi tesis. Yo pienso que hay obras de ficción que se ajustan mucho más a la verdad que algunos ensayos basados en documentos parciales elaborados por los vencedores de la guerra y, por supuesto, mucho más fiable que las declaraciones de políticos actuales de la derecha que no quieren de ninguna manera que se conozca lo que realmente pasó durante la II República, la Guerra y el Franquismo. Por ello, voy a recurrir a un personaje real: Gonzalo de Aguilera Munro, capitán del Ejército franquista, aristócrata y terrateniente -fue conde de Alba de Yeltes- que llegó a desempeñar el cargo de Jefe de Prensa de Emilo Mola, primero, y del propio Francisco Franco tras el fallecimiento del director del golpe en accidente de aviación.

Las alcantarillas del capitán Aguilera

Gracias a su exquisita educación y su vertiente políglota (hablaba fluidamente en inglés, francés y alemán), Aguilera fue el encargado de atender a los corresponsales extranjeros que cubrían la contienda y en esa función es autor de una serie de declaraciones que pueden aportar mucha luz sobre los verdaderos motivos de la guerra: “Todos nuestros males –explicaba a un periodista norteamericano- vienen de las alcantarillas. Las masas de este país no son como sus americanos, ni como los ingleses. Son esclavos. No sirven para nada, salvo para hacer de esclavos. Pero nosotros, las personas decentes, cometimos el error de darles casas nuevas en las ciudades en donde teníamos nuestras fábricas. En esas ciudades construimos alcantarillas, y las hicimos llegar hasta los barrios obreros. No contentos con la obra de Dios, hemos interferido en su voluntad. El resultado es que el rebaño de esclavos crece sin cesar. Si no tuviéramos cloacas en Madrid, Barcelona y Bilbao, todos esos líderes rojos habrían muerto de niños, en vez de excitar al populacho y hacer que se vierta la sangre de los buenos españoles. Cuando acabe la Guerra destruiremos las alcantarillas. El control de natalidad perfecto para España es el que Dios nos quiso dar. Las cloacas son un lujo que debe reservarse a quienes las merecen, los dirigentes de España, no el rebaño de esclavos”

Esta visión tan poco fraternal de los señoritos sobre las condiciones higiénicas de sus hermanos pobres pudo ser determinante para el trágico destino de Miguel Alba Luque. Tenía 34 años y había sido alcalde republicano de Alfarnatejo, un pequeño municipio del noroeste de la provincia de Málaga. Durante su mandato tuvo una iniciativa que le costaría la vida: se propuso acometer la traída de agua potable al municipio y para lograrlo tuvo que pasar las tuberías por unos terrenos comunales que un terrateniente reclamaba como suyos. A pesar del evidente beneficio para todo el pueblo, o quizás precisamente por ello, el vecino rico no se lo perdonó y, tras la entrada de los fascistas en Alfarnatejo, le señaló y pidió un castigo ejemplar. Finalmente, Miguel fue asesinado junto a su padre en las tapias del cementerio de San Rafael de la capital y el señorito se apropió del terreno comunal.

En su charla, titulada 'Esclavos, alcantarillas y el capitán Aguilera: racismo, colonialismo y machismo en la mentalidad de los oficiales nacionalistas a su paso por Andalucía', Preston nos descubrió a este inigualable portavoz de los planes de exterminio de las clases populares que el bando fascista aplicó con disciplina militar

Los análisis del Capitán Aguilera, por increíble que parezca, eran compartidos por muchos de los que apoyaban el golpe de estado, como el terrateniente que señaló a Miguel Alba, y por los militares golpistas, incluido el propio Franco, que nunca desautorizó ni sustituyó de su cargo a tan aristócrata e ilustrado portavoz. Mi primer conocimiento de este personaje me lo facilitó hace casi 20 años Paul Preston. El 22 de febrero de 2005, el hispanista británico fue el encargado de inaugurar el congreso 'Andalucía y España. Identidad y conflicto en la historia contemporánea', celebrado en la Universidad de Málaga y organizado por los profesores Fernando Arcas y Cristóbal García Montoro. En su charla, titulada 'Esclavos, alcantarillas y el capitán Aguilera: racismo, colonialismo y machismo en la mentalidad de los oficiales nacionalistas a su paso por Andalucía', Preston nos descubrió a este inigualable portavoz de los planes de exterminio de las clases populares que el bando fascista aplicó con disciplina militar. En el momento de celebrarse ese congreso llevaba poco más de un año funcionando la Asociación de Memoria Histórica de Málaga y estaba muy interesado en la charla de Preston. Tuve suficiente. Además, he tenido la suerte de encontrar una crónica del periodista Sergio Mellado en El País de la que he tomado la frase textual que compartió el hispanista británico ante un auditorio sorprendido por la brutalidad de las palabras de un personaje convenientemente ocultado durante el Franquismo y la Transición.

Corresponsales extranjeros

John T. Whitaker, corresponsal del New York Herald Tribune, conoció de primera mano la receta perfecta del capitán Aguilera para acabar con la enfermedad que asolaba España: “Tenemos que matar, matar; ¿sabe usted? Son como animales, ¿sabe?, y no cabe esperar que se libren del virus del bolchevismo. Al fin y al cabo, ratas y piojos son los portadores de la peste. Ahora espero que comprenda usted qué es lo que entendemos por regeneración de España... Nuestro programa consiste... en exterminar un tercio de la población masculina de España. Con eso se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado. Además también es conveniente desde el punto de vista económico. No volverá a haber desempleo en España, ...¿se da cuenta?”. Una receta muy propia del amor fraterno.

El mismo Whitaker, uno de los reporteros de mayor prestigio de su época, tuvo la oportunidad de comprobar el humanismo de los militares que, según los obispos, eran los protagonistas de una Santa Cruzada cuando entrevistó al general Yagüe poco después de la toma de Badajoz. El periodista preguntó al militar africanista si era cierto que habían fusilado a unas 4.000 personas. El general falangista de Franco respondió “Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar 4.000 rojos conmigo mientras mi columna avanzaba contrarreloj? ¿Suponía que iba a dejarles sueltos a mi espalda y dejar que volvieran a edificar una Badajoz roja?”. Es curioso que hoy en día, portavoces de la derecha pongan en duda la matanza de Badajoz, en contra de la palabra de quien la ordenó y justificó su ejecución.

Pero quizás las declaraciones más clarificadoras sobre el pensamiento de Aguilera y de los militares de los que era portavoz fueron las que concedió a Hubert R. Knickerbocker, premio Pulitzer de 1931 y enviado especial del grupo Hearst a la Guerra de España. En ellas avanza sus planes a corto plazo “Vamos a ejecutar a cincuenta mil personas en Madrid. Y no importa adónde intenten escapar Azaña y Largo Caballero y el resto, pues, aunque tengamos que estar años buscándoles por el mundo entero, les atraparemos y mataremos a todos y cada uno de ellos...”.

Las declaraciones del capitán Aguilera podrían tomarse por una salida de tono del jefe de prensa de Emilio Mola y Francisco Franco, pero por propia experiencia puedo asegurar que cualquier responsable de prensa, por muy jefe que sea, no dura ni un día en el cargo si su mensaje se aparta del pensamiento de quien le paga

También deja bastante claros sus odios y simpatías entre las democracias y las dictaduras: “De lo que no te das cuenta es de que cualquier demócrata estúpido, o como quieran llamarse, se presta a ciegas a los fines de la revolución roja. Los demócratas sois todos siervos del bolchevismo. Hitler es el único que sabe reconocer a un rojo cuando lo ve...”  y avanza algunas líneas sobre lo que debería ser la acción política a medio plazo sobre educación -“Debemos destruir la prole de escuelas rojas que la llamada república instaló para enseñar a los esclavos a rebelarse. A las masas les basta con leer lo suficiente como para entender órdenes”-, sobre el papel de la Iglesia en el nuevo estado –“Debemos restaurar la autoridad de la Iglesia. Los esclavos la necesitan para que les enseñe a comportarse...”- y expresa su opinión sobre las mujeres y el voto -“Es deplorable que las mujeres voten. Nadie debería votar, y mucho menos las mujeres... En nuestro estado, la gente tendrá libertad para callarse la boca”-.

Las declaraciones del capitán Aguilera podrían tomarse por una salida de tono del jefe de prensa de Emilio Mola y Francisco Franco, pero por propia experiencia puedo asegurar que cualquier responsable de prensa, por muy jefe que sea, no dura ni un día en el cargo si su mensaje se aparta del pensamiento de quien le paga. Es así en democracia y mucho más en una dictadura. Si fue jefe de prensa de Franco es porque su discurso se ajustaba al pensamiento del dictador. Pero hay más datos de esa sintonía, no solo con Franco, sino también con otros militares. La coincidencia de conceptos con otros discursos de Emilio Mola –sembrar el terror- o Queipo de Llano –incitando a la violación de las mujeres-, ya abordados en otros artículos, así lo corroboran.

Pero aún hay más pruebas de hasta que punto las proclamas de Aguilera se ajustaban al programa de actuación de los golpistas. No hay mejor prueba que los hechos, lo que hicieron durante la guerra y en la postguerra. En anteriores entregas de esta serie hemos analizado la abolición del voto, el trabajo esclavo, el sometimiento de la mujer, el adoctrinamiento de un país, el robo de niños, la siembra del terror o el secuestro de la justicia. Para el próximo, dejamos pendiente cómo ejecutaron la destrucción de “la prole de escuelas rojas” que tanto molestaba a Aguilera y ya, de paso, el castigo ejemplar reservado para los maestros y maestras que cometieron el terrible delito de dar educación y cultura a los hijos de las clases populares por primera vez en la historia de España.

Uno de los lemas más recurrentes de los partidos de derecha y de extrema derecha para justificar su política de amnesia sobre la Guerra Civil es que aquello fue un enfrentamiento entre hermanos y que es mejor olvidar. Es, desde mi punto de vista, un argumento falsario pero que suele calar bien en la sociedad porque no es raro que -voluntariamente o por azar- miembros de una misma familia terminaran luchando en trincheras enfrentadas, o que jóvenes reclutas se vieran forzados a luchar a las órdenes de quienes habían encarcelado o asesinado a sus padres y hermanos (tanto en la familia de mi madre como en la del padre de mi mujer ocurrió). Hay incluso casos, más raros eso sí, de jóvenes que acabaron luchando con la República y con los golpistas. El añorado José Luis Sampedro fue uno de ellos, tal y como confesó en su obra Escribir es vivir y reiteró en una entrevista concedida poco antes de su fallecimiento.

No fue un guerra fratricida, ni siquiera una Guerra Civil. En realidad fue una guerra de clases, ejecutadas con tácticas de ejército colonial y sumamente desigual. Mientras al Ejército de la II República -constituido en buena parte por milicias populares- las democracias le negaban las armas, los golpistas recibieron todas las que necesitaron y, además, contaron con la participación directa de unidades de élite de Italia y Alemania que se estaban preparando para la guerra global en Europa y el mundo. Tampoco fue una Santa Cruzada, por más que muchos carlistas que fueron al frente “protegidos” por los “detente bala” así lo sintieran, ya que los motivos que llevaron al Ejército de África a levantarse contra la República fueron otros, mucho menos santos que lo que proclamaban los obispos. Intereses corporativos de los militares, la defensa de los privilegios de los poderosos y el odio a las clases populares son el motor del golpe de estado fallido y el combustible para prolongar tres años la guerra contra su propio pueblo.