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Un ilustrado en el siglo XXI

Álvaro Campos Suárez

Conocí a Juan Campos Reina una madrugada de noviembre de 1981, en los inicios de la democracia en España. Había llegado a Málaga hacía unos años después de un largo periplo que por estudios universitarios lo condujo a dejar su pueblo, Puente Genil, y más tarde por circunstancias laborales, su amor de juventud, la ciudad de Sevilla. Tras Lugo, Mallorca y Barcelona, recalaba en la Costa del Sol y por ende, de vuelta al Sur, que tan fundamental sería en toda su obra literaria.

Por aquel tiempo, y por extraño que parezca, sabía poco de su literatura. Este hecho, junto a la inexcusable circunstancia de hallarme todavía por los seis o siete años de vida, llevaron a que no me percatara del éxito abrumador de su ópera prima, Santepar, publicada en la prestigiosa Seix Barral gracias a las gestiones de Carmen Balcells, la «mamá grande» -como en su día la bautizara Mario Vargas Llosa en referencia a un conocido relato del también Premio Nobel Gabriel García Márquez, ambos asimismo representados por la agente-.

El estreno novelístico, además, vino acompañado de los parabienes de la crítica especializada en los principales diarios y revistas. Las plumas de J. J. Armas Marcelo, Javier Goñi o José Luis Conde se deshacían en elogios ante la inventiva y saber hacer de un autor que, «con admirable destreza» y una literatura «de alta graduación estilística» (Domingo Ródenas de Moya), retomaba desde la herencia barroca la comicidad y el erotismo –un juego impensable durante la dictadura franquista- desde el máximo rigor. Juan de Dios Ruiz-Copete, para el diario ABC, subrayaba que Campos Reina era «un autor excepcional» y lo situaba junto a Quevedo, Mateo Alemán y Cela.

Ya estaban dispuestas las tablas, y la obra, literaria, en sus primeras escenas. Santepar sería la pieza inicial de un recorrido que tendría su corolario en la primera colección de relatos del autor: un diálogo con la España negra que vio la luz en Edhasa con el título de Tango rojo, y que Javier Cercas describió en 1992 para la revista Babelia como «una visión […] emparentada con la que nos legaron Francisco de Goya, Valle o Luis Buñuel». Juan -y quizá habría que haber empezado por aquí- tenía el grueso de su escritura organizada en torno a un diseño preestablecido, en el que trazaría un recorrido simbólico por la historia desde el siglo XVIII hasta nuestros días -y que, especialmente en el último decenio de su carrera, cruzaría las miradas, opuestas y a la vez tan cercanas, de Oriente y Occidente-. Así lo comunicó a sus editores, Pere Gimferrer y Mario Lacruz, tras presentar a su agente el manuscrito de Un desierto de seda, primera parte de su segundo gran ciclo: la tetralogía Cuarteto de la decadencia –finalmente, Trilogía del Renacimiento-.

Seis años después, la prosa tendría continuación en la que sería su obra más difundida tanto en España como en el extranjero, El bastón del diablo -que le hizo ser merecedor del Premio Andalucía de la Crítica 1997-, traducida al neerlandés como De duivelsstok (Uitgeverij IJzer, 2001). La recepción del libro por parte de la prensa -«La más bella novela de realismo mágico proviene de España y es de Campos Reina», De Volkskrant- parecía augurar la popularidad del escritor en Bélgica y los Países Bajos: el diario NRC Handelsblad, a través de su suplemento literario NRC Boeken, difundió en octubre de 2013 un estudio de la Universidad de Gante -firmado por los investigadores M. Brysbaert, P. Mandera y E. Keuleers- sobre el grado de conocimiento de una selección de escritores de ficción de todos los tiempos, nacionales y foráneos, y otras personalidades del mundo de las letras; habiéndose preguntado a unos 25.000 holandeses y flamencos, la investigación posicionó a Campos Reina en un nivel de popularidad similar al de Don Winslow, Claudio Magris o Jorge Volpi, entre otros.

Pero todavía quedaba un peldaño. Dos años después de la publicación en la antigua Flandes, se abriría por el grupo (Penguin) Random House -por aquel tiempo, asociado con Mondadori- la Biblioteca Campos Reina, que publicaría a través del sello Debolsillo la edición definitiva de la mencionada trilogía -que se cerraba con la novela inédita La góndola negra- y los títulos posteriores más reseñables del autor: en 2006, el díptico La cabeza de Orfeo, compuesto por las novelas Fuga de Orfeo y El regreso de Orfeo, que dejaba finalmente en cinco volúmenes la saga de su familia literaria, los Maruján; y en 2011, Dulces tormentos, su segundo libro de cuentos –presentado en la forma de Relatos completos junto a Tango rojo- y que daría también nombre al estuche con el que salió a la luz con el propósito de que se recogiera la obra breve del autor. Quedaron integrados en el mismo su novela de menor extensión -Santepar- y una recopilación de ensayo corto.

Si bien el corpus literario de Campos Reina publicado hasta la fecha es de por sí notorio, ciertos trabajos permanecen inéditos. En los meses previos a su fallecimiento, Juan escribía una pieza de teatro como colofón a su tercer gran proyecto: tras la mirada marcadamente española y europea de los dos primeros, era el turno del espejo multicultural -con especial atención a Oriente, y en particular a Japón-, que dibujaría una nueva trilogía ya abierta en el presente con el ensayo largo De Camus a Kioto (Siruela, 2010), y continuaría un libro de poemas, de próxima aparición.

Todo un mundo –una vida- cosmopolita, de libertad, compromiso, erudición y tolerancia, desarrollado a través de «una prosa magnífica» (Antonio Hernández) desde la que vino a narrar –y rescatar- la memoria de un tiempo ido. La nuestra.

[Este texto, en su primera versión, fue publicado como parte del libro colectivo Un lustro sin su mirada. En recuerdo a Campos Reina (1946-2009), editado en 2015 por el Ayuntamiento y la Diputación de Córdoba con el apoyo de la ACE - Sección Andalucía].

Conocí a Juan Campos Reina una madrugada de noviembre de 1981, en los inicios de la democracia en España. Había llegado a Málaga hacía unos años después de un largo periplo que por estudios universitarios lo condujo a dejar su pueblo, Puente Genil, y más tarde por circunstancias laborales, su amor de juventud, la ciudad de Sevilla. Tras Lugo, Mallorca y Barcelona, recalaba en la Costa del Sol y por ende, de vuelta al Sur, que tan fundamental sería en toda su obra literaria.

Por aquel tiempo, y por extraño que parezca, sabía poco de su literatura. Este hecho, junto a la inexcusable circunstancia de hallarme todavía por los seis o siete años de vida, llevaron a que no me percatara del éxito abrumador de su ópera prima, Santepar, publicada en la prestigiosa Seix Barral gracias a las gestiones de Carmen Balcells, la «mamá grande» -como en su día la bautizara Mario Vargas Llosa en referencia a un conocido relato del también Premio Nobel Gabriel García Márquez, ambos asimismo representados por la agente-.