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La muerte de Ekai: en el espejo de la experiencia de los campos de concentración

Juan Gavilán / Juan Gavilán

Filósofo y antropólogo —

Los campos de concentración alemanes representan uno de los episodios privilegiados de la historia de la infamia. El ingreso del prisionero en estos campos iba unido, según la narración de Primo Levi, a una serie de ritos violentos, gritos, insultos, golpes; una estrategia planificada de rituales siniestros con los que se vencía su resistencia y se anulaba su voluntad. Con la pérdida de su ropa, con el rapado de sus cabellos, dejándolos desnudos a la intemperie, fumigándolos y con los uniformes de rayas conseguían que se derrumbaran, que perdieran lo que los identificaba como individuos, o lo que es lo mismo, que dejaran de ser humanos.

La experiencia extrema de la crueldad logra terminar con la individualidad y la humanidad. La vida de un prisionero ha de consistir en trabajar, dormir, comer, enfermar, curarse o morir. Su vida le pertenece a los carceleros, que se encargan de que tenga una existencia repleta de sufrimiento. De golpe, y sin ninguna razón aparente, la vida del ser humano se introduce en un túnel lleno de zafiedad y horror. Alguien al que le arrebatan sus posesiones, lo separan de sus familiares, sus amigos y su vida cotidiana, se convierte en un ser vacío y sin valor, un ser sin dignidad que ve cómo se destruye su identidad para convertirse en un despojo, en una especie de nada con un número tatuado en su brazo. Como decía Primo Levi, la mirada, solo aquella mirada, con que aquel oficial lo miró en el campo de concentración lo dejó convertido en una piltrafa. Ante la mirada del oficial nazi perdió su valor y su dignidad y se vio despojado de su humanidad.

Lo interesante de la narración que hace Primo Levi de la vida en Auschwitz es que no se restringe solo al relato de los horrores, del sufrimiento generalizado, de la tortura continuada y de la muerte por las condiciones aberrantes en las que viven los prisioneros, sino que se extiende a la denuncia contra la violencia, la intolerancia, la opresión, las perversas manifestaciones del microfascismo en la vida cotidiana y, sobre todo, plantea la necesidad de pensar sobre el sentido de la vida del hombre y de la humanidad.

En el campo de concentración, el prisionero se repliega, ha de vivir bajo mínimos, sometido a las condiciones más duras, el hambre, el barro, el frío y la congelación. La vida se aleja de ellos, se oscurece e imposibilita el más mínimo reflejo de vida interior. Todos han de guardar las fuerzas para resistir al rigor del clima, la violencia, el dominio salvaje y cruel de la bestialidad, la muerte y la podredumbre.

Giorgio Agamben cree que los prisioneros de los campos de concentración y los refugiados que soportan una vida sin los derechos humanos representan el cuerpo despojado de la humanidad. El totalitarismo arrebata a estos hombres su humanidad, reduciéndolos a la vida desnuda, despojándolos de su capacidad afirmativa y creadora, formando así un cuerpo muerto y una negatividad concentrada.

En los campos de concentración, según cuenta Primo Levi, había unos prisioneros que se encogían en un rincón, abrazados a sus tobillos y se balanceaban desde adelante hacia atrás con un movimiento rítmico y pausado hasta que desaparecían. Jorge Alemán relacionaba a estos prisioneros con el fenómeno de la anorexia. El prisionero se encoge, se retrae y se aísla hasta que desaparece sin que nadie lo advierta.

Por lo demás, hay un paralelismo estrecho con la experiencia de todas aquellas personas que han tenido que soportar las condiciones extremas del rechazo, la soledad, la incomprensión, la marginación y la segregación desde edades muy tempranas. A las personas transexuales les pasa algo parecido. Ante los gritos y las amenazas, ante la incomprensión de su familia, se encogen, crean muros de silencio y aislamiento a su alrededor y desaparecen en una prisión invisible que se crea al margen de su voluntad. Son prisioneros y refugiados sin necesidad de salir de su hábitat.

Su vida consiste en sufrir el rechazo, en constatar que su identidad no coincide con lo que se espera de ellos, en desconectar, en retraerse, encogerse y desaparecer. Si los prisioneros del Lager sentían el dolor del exilio, la separación del hogar, la familia y los amigos, las personas transexuales se ven obligadas a excluirse, aislarse, refugiarse en un mundo de soledad y abandono. El poder impone un conjunto de normas que oprimen a las minorías excluidas y las deshumaniza. En realidad, es como si se mantuviera en guettos a la amplia diversidad de personas que asumen identidades sexuales y formas de vida ajenas o contrarias a la heteronormatividad y la cisnormatividad, como si se les encerrara en un apartheid, como si se los mantuviera en calidad de refugiados en el interior de su ciudad y su nación.

La violencia expulsa a las personas transexuales de la sociedad. Los insultos, las coacciones, el acoso y los golpes deshumanizan sus vidas. De la misma forma que en los campos de concentración se destruye al ser humano, la crueldad y la intransigencia terminan destruyendo a unas personas inocentes. El ambiente irrespirable del entorno los lleva a la muerte física o la muerte social. La discriminación, como decía Hanna Arendt, es una forma de matar sin necesidad de derramar sangre.

El ser apaleado por el sufrimiento, ya sea el prisionero o el excluido por motivos sexuales, se desvanece asfixiado, vacío, atrofiado. No basta con resistir, con sobrevivir y adaptarse a los tiempos de penuria y a las condiciones deprimentes de unas normas restrictivas y mutilantes. Hay un momento en que, después de la pesada carga del estigma, el dolor y la humillación, el individuo tiene que inventarse de nuevo desde la ruina y los despojos. Las personas transexuales tienen que reconstruir su identidad, necesitan traspasar las fronteras del dolor y el ostracismo.

En el ambiente asfixiante del zulo se gesta la identidad de la resistencia. El mismo carácter de constricción y subordinación, los límites impuestos a la identidad se convierten en la fuerza que genera la resistencia.

En el relato que construye Primo Levi sobre la experiencia concentracionaria resulta sorprendente que, después de haber conocido la cara del horror y la muerte, de haber vivido en las peores condiciones en que puede vivir un ser humano, cuando los aliados lo liberan, aun estando descalzo, hambriento y desesperado, el novelista descubre que en el fondo de sí mismo se ha mantenido muy débil la llama del sujeto. La vida sigue generando la subjetividad y la conciencia. Cuando menos lo esperaba, durante el largo viaje de vuelta, había renacido con el olor de la hierba del campo, con las ramas de los árboles mecidas por el aire y con la energía salvaje de la naturaleza que sentía bajo sus pies. A pesar del hundimiento, el ser humano mantiene el optimismo al creer que se puede seguir creando un espacio de libertad.

En ese libro impresionante de Primo Levi se nos ofrece la experiencia terrorífica de los campos de concentración, pero también se nos muestra la liberación como una alegría, un motivo de entusiasmo, que se eleva sobre un fondo de angustia y sufrimiento. Abandonar el campo de concentración abre un periodo de sufrimiento tan intenso como el del encierro; enfrenta al prisionero a una marea que amenaza con ahogarlo, lo atenaza la culpa de no haber hecho más, de no haber sido más solidario, de haber sobrevivido en lugar de otro que se lo hubiera merecido más. La dificultad consiste en encontrar la manera de ser humano de nuevo, de conseguir la forma de incorporarse a la vida. Y en esa misma tesitura se encuentran las personas que tuvieron que atravesar el desierto de una infancia y una adolescencia llenas de todo tipo de golpes, insultos, gritos, encierro, dificultades y soledad.

La discriminación, el acoso, los agravios, la violencia y la transfobia institucionalizada han sumergido la vida de las personas transexuales en una existencia que se encuentra por debajo de lo humano o incluso de vidas que se asumen como algo inconcebible e inhabitable. Y aun así, en la propia dinámica social se forma el empoderamiento de los desposeídos y los excluidos que exigen la aceptación de sus cuerpos, el reconocimiento de sus identidades y sus derechos. La multiplicidad de los cuerpos, las distintas formas de enfocar el deseo y las diferentes maneras de concebir las identidades pasan a ser una forma más de concebir la diversidad. Mientras tanto, la persona transexual se ha acostumbrado a vivir en las ruinas de la vida, ha tenido que soportar la existencia de un yo vacío, sin sentido, debilitado y casi destruido en el que se contempla el suicidio como una salida.

 

 

Los campos de concentración alemanes representan uno de los episodios privilegiados de la historia de la infamia. El ingreso del prisionero en estos campos iba unido, según la narración de Primo Levi, a una serie de ritos violentos, gritos, insultos, golpes; una estrategia planificada de rituales siniestros con los que se vencía su resistencia y se anulaba su voluntad. Con la pérdida de su ropa, con el rapado de sus cabellos, dejándolos desnudos a la intemperie, fumigándolos y con los uniformes de rayas conseguían que se derrumbaran, que perdieran lo que los identificaba como individuos, o lo que es lo mismo, que dejaran de ser humanos.

La experiencia extrema de la crueldad logra terminar con la individualidad y la humanidad. La vida de un prisionero ha de consistir en trabajar, dormir, comer, enfermar, curarse o morir. Su vida le pertenece a los carceleros, que se encargan de que tenga una existencia repleta de sufrimiento. De golpe, y sin ninguna razón aparente, la vida del ser humano se introduce en un túnel lleno de zafiedad y horror. Alguien al que le arrebatan sus posesiones, lo separan de sus familiares, sus amigos y su vida cotidiana, se convierte en un ser vacío y sin valor, un ser sin dignidad que ve cómo se destruye su identidad para convertirse en un despojo, en una especie de nada con un número tatuado en su brazo. Como decía Primo Levi, la mirada, solo aquella mirada, con que aquel oficial lo miró en el campo de concentración lo dejó convertido en una piltrafa. Ante la mirada del oficial nazi perdió su valor y su dignidad y se vio despojado de su humanidad.