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Que nadie se aburra de nosotros
Que nadie se aburra de nosotros. Como idea, puede parecer básica, pero hay momentos en los que toca aunar esfuerzos en torno a aquellos valores que puedan generar una sensación compartida de responsabilidad. Y atravesamos una etapa histórica en la que toca ser responsables. Y fiables.
Hay un riesgo cierto, evidente, de retroceso en términos democráticos. La consolidación de una apuesta a las bravas por parte de las derechas -extremas o extremadas- para recuperar el poder evoluciona hacia parámetros cada vez más alejados del marco institucional y democrático. Podríamos ahondar en las diversas razones que explican este fenómeno, ya sean aquellas que se imbrican en la escasa tradición democrática del reaccionarismo español, la debilidad de nuestro propio artefacto institucional necesitado de consensos para su renovación, o las que superan nuestra realidad cercana y se relacionan con lo que está pasando allende nuestras fronteras. Todo suma en un retrato de época que invita a pocas certezas y que requiere de análisis algo más complejos que los acostumbrados en un mundo proyectado en torno a la inmediatez, la desconfianza hacia el matiz y la escasa altura de miras.
No está escrito cómo nuestras sociedades gestionarán, con herramientas al uso y un afloramiento de emociones permanente, el momento presente. Los procesos históricos siempre se han desenvuelto en torno a conflictos de intereses contrapuestos, pero quizás en el momento actual la diversidad de conflictos y su simultaneidad hacen aún más difícil su comprensión. Hay transformaciones de enorme trascendencia en marcha –climática, tecnológica, demográfica, etc- y todas son simultáneas y se interrelacionan. Esto incrementa el riesgo de que aumenten las brechas de desigualdad entre unos y otras, y se intensifican las sensaciones de desamparo, incertidumbre, fragilidad…y desafección ante lo que no funciona.
La desafección democrática avanza fruto de este desorden planificado, proyectado de forma cotidiana con recursos y herramientas poderosas, y no está escrito hasta dónde lo hará
Y ahí se ubica el mayor asidero para aquellos proyectos políticos de involución que, aprovechando el sinfín de descontentos acumulados en las percepciones de cada cual, presenta una oferta atractiva y demoledora en términos democráticos. Se selecciona, así, cuáles de los colectivos agredidos pasan a ser amenazas para el resto; se reescriben los hitos de conquista democrática que dieron sentido digno a nuestra historia presente para implantar un estado de opinión que solo admite como posible aquello que concuerda con su proyecto político; se deslegitima el funcionamiento ordinario de las instituciones, de los mecanismos y procedimientos democráticos cuando estos no obedecen al único relato permisible. Y funciona. La desafección democrática avanza fruto de este desorden planificado, proyectado de forma cotidiana con recursos y herramientas poderosas, y no está escrito hasta dónde lo hará.
Y nosotros qué. La capacidad de cooptar descontentos precisa de la falta de propuestas veraces y aglutinantes al otro lado. Mucho del vacío de alternativas -por más que las haya y bien diversas unas de otras- pasa por la percepción habitual de que las propuestas políticas hablan de forma sesgada o incomprensible de lo que cada cual sufre en su entorno, lo cual evidencia cierta incapacidad para interpretar qué está pasando.
No pocas veces se advierte que los sujetos sociales llamados a organizar la alternativa -transformar la frustración en ilusión participada- invierten mayor energía en disputar el control de espacios ya de por sí limitados que en fraguar consensos imprescindibles. La mayoría de las personas que potencialmente desean poner algo de su parte al servicio de una causa común cuenta para ello con recursos escasos -temporales, económicos, propositivos- y la sensación de fiasco que a veces pueden provocar las contiendas corporativas acaban por agotar a cualquiera. La gente ya atraviesa de forma cotidiana un sinfín de adversidades para llevar adelante una vida digna, sus preocupaciones requieren de un contexto ilusionante, amable y franco para poder desenvolverse hacia la participación política.
La gente común, maltratada durante años de austericidio y múltiples sinsabores acumulados, acudió a votar contra pronóstico para lanzar un mensaje de doble significado
No se pide gran cosa, cierto sentido de responsabilidad compartida para disputar una etapa histórica en la que nos jugamos mucho de lo importante y casi nada de lo accesorio. Hace apenas un cuatrimestre se produjo un fenómeno electoral de enorme significado político. La gente común, maltratada durante años de austericidio y múltiples sinsabores acumulados, acudió a votar contra pronóstico para lanzar un mensaje de doble significado. La lectura más evidente, la del rechazo y temor a que este cambio de época sea gobernado por la opción reaccionaria, cuya apuesta por extremar sus discursos ha sido ya presentada abiertamente.
Pero hay una lectura también necesaria, que interpela la sutil necesidad de hacer política con altura de miras. Durante estos años ha habido muchas personas, protagonistas de vidas precarias, cuyos trabajos -remunerados o no- se visualizaron como esenciales para la vida. Muchas de esas personas se han sentido protagonistas del Boletín Oficial del Estado por vez primera en sus puñeteras pero muy dignas vidas. Esas personas acudieron a votar con sentido de responsabilidad, priorizando lo importante sobre lo accesorio. No están de acuerdo en muchas cosas, pero sí en las importantes. Saben cuáles son. Detestan el ruido, porque imposibilita la versión política de la que depende su bienestar futuro. Su paciencia es finita, y el riesgo enorme.
Que nadie se aburra de nosotros. Como idea, puede parecer básica, pero hay momentos en los que toca aunar esfuerzos en torno a aquellos valores que puedan generar una sensación compartida de responsabilidad. Y atravesamos una etapa histórica en la que toca ser responsables. Y fiables.
Hay un riesgo cierto, evidente, de retroceso en términos democráticos. La consolidación de una apuesta a las bravas por parte de las derechas -extremas o extremadas- para recuperar el poder evoluciona hacia parámetros cada vez más alejados del marco institucional y democrático. Podríamos ahondar en las diversas razones que explican este fenómeno, ya sean aquellas que se imbrican en la escasa tradición democrática del reaccionarismo español, la debilidad de nuestro propio artefacto institucional necesitado de consensos para su renovación, o las que superan nuestra realidad cercana y se relacionan con lo que está pasando allende nuestras fronteras. Todo suma en un retrato de época que invita a pocas certezas y que requiere de análisis algo más complejos que los acostumbrados en un mundo proyectado en torno a la inmediatez, la desconfianza hacia el matiz y la escasa altura de miras.