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La pesadilla aún no ha acabado

Recibimiento de héroes para los bomberos juzgados en Lesbos

Verónica Pérez

“Contadlo, por favor, contad lo que aquí pasa”. Ese era el mensaje en el que reiteradamente nos insistía Julio, un español de un pueblecito de Guadalajara, cocinero profesional que, una vez jubilado, decidió irse hasta Lesbos para ayudar a los que no tienen nada. Allí ha fundado la asociación Acción Directa Sierra Norte, que cada día le da de comer a unos 200 refugiados del campo de Karatepe. Atiende a los más vulnerables, sobre todo menores y familias con necesidades nutricionales específicas porque la comida que él proporciona es sustancialmente de mayor calidad y más nutritiva que las que distribuyen las autoridades griegas.

Lo sé porque lo comprobé el lunes por la noche, cuando fuimos a la sede de su entidad a celebrar la alegría de saber que se había hecho justicia con Quique, Julio y Manolo. Allí cenamos la comida que Julio había cocinado ese día para los refugiados porque hasta la celebración fue un baño de realidad. Una ensalada con taboulé, pollo y huevo que estaba francamente buena. Para poder comprobar la diferencia entre una comida y otra también probamos las raciones que se les da al resto de refugiados, tanto de Karatepe como de Moira. Incomestible, sólo soportable cuando el hambre agudiza.

La Unión Europea paga por la comida de cada refugiado 1,50 euros a Grecia, sin embargo nadie controla que realmente las empresas encargadas de suministrar esa comida cumplan con unas garantías nutricionales en cada ración y que esa cuantía se invierta íntegramente para la finalidad para la que se concede.

Aquella noche todo nos sabía bien porque degustábamos el sabor de la felicidad, el sabor de la justicia. Felicidad saboreada después de un día duro, muy duro. De mucha tensión y nerviosismo. Un día que, sin duda, jamás olvidaremos.

Entrar en los juzgados de Lesbos es ya, en sí mismo, un baño de realidad. No sólo por el estado en el que se encontraban las instalaciones o porque no hubiera ni un solo ordenador, sino por la improvisación y falta de organización que se traducía en una enorme sensación de indefensión. Reconozco que no estaba emocionalmente preparada para que el resultado del juicio no fuera feliz, pero presenciar aquello me hizo temer lo peor en algún momento.

La larga espera hasta que empezó el juicio la pasamos en una especie de patio posterior donde la hierba crecía a sus anchas. Por allí esperaban los que tenían juicios después. Acusados, familiares, abogados... todos juntos y mezclados, mientras paseaban policías con detenidos esposados para llevarlos a los aseos, que no describiré en el lamentable estado higiénico en el que se encontraban.

Cuando por fin entramos en la sala de vistas para que el juicio comenzara, la sensación no fue mejor. Durante el juicio, íntegramente en griego excepto las intervenciones de los acusados, vivimos situaciones realmente sorprendentes: gente entrando y saliendo continuamente sin el menor reparo de hacer ruido, presos esposados sentados junto al público, policías que nos trataban como si fuéramos ganado o, incluso, un perro deambulando por la sala.

Los interrogatorios fueron muy duros, tanto como la posición de la fiscal, así que la espera se nos hizo realmente larga. Sólo hubo un momento de relajación cuando en uno de los recesos, casi a las cuatro de la tarde, el incombustible de Lolo, voluntario de Proemaid, apareció con una caja de manzanas que repartió a todos los que seguíamos esperando en la sala a que se reanudara el juicio. Bendita manzana que nos hizo más dulce la espera.

Y la justicia llegó. Tardó en llegar, pero llegó. Y el júbilo nos invadió. Nunca debimos vivir ese día porque nunca debió haber juicio. No había crimen. No había caso. No había nada. Pero allí estábamos. Han sido dos años de sufrimiento para Manolo, Julio y Quique y para sus familias. Un sufrimiento que no se debía haber provocado porque salvar vidas nunca puede ser un delito. El 7 de mayo no sólo se juzgaba a tres buenas personas, servidores públicos que habían abandonado su zona de confort y que habían pedido días de vacaciones en sus trabajos para viajar a miles de kilómetros para salvar vidas. El 7 de mayo se estaba juzgando la acción humanitaria al completo en un proceso que ha sido un despropósito.

Triunfó el sentido común, triunfó la justicia y se puso fin a una pesadilla de dos años, pero la realidad sigue allí y sigue siendo igual de dura. De hecho, en sus primeras declaraciones, los tres héroes de Lesbos han reclamado que no desviemos la mirada sobre lo que allí sucede porque sigue pasando y, por eso, en su generosidad extrema han anunciado que volverán a viajar a Lesbos para ayudar a toda esa gente que huye de la guerra, del hambre y de la miseria a través del Mediterráneo.

La misma noche que la representación institucional tanto del Parlamento como del Gobierno andaluz llegamos a Lesbos, lo hicieron también 245 personas a la costa. 245 realidades, 245 dramas que podríamos ser cualquiera de nosotros o de nuestras familias. Y no podemos olvidarnos de ellos, no podemos mirar hacia otro lado. En aquella isla griega sigue habiendo dos campos de refugiados: el de Moria con más de 7.000 personas y el de Karatepe con más de 2.000. Son mujeres, hombres, niños, mayores con nombres y apellidos, de carne y hueso. Son personas que necesitan una respuesta de la UE que no llega. Porque vivir allí no es vida, es sobrevivir. Y si no fuera por la acción humanitaria, muchos de ellos ya ni siquiera sobrevivirían.

Campos de refugiados que son, además, terreno abonado para las mafias y los abusos. Han sido muchas las historias que en las escasas horas que hemos estado allí nos han contado, historias que hacen estremecer de dolor a cualquier ser humano. Historias de vida que nos deben hacer reaccionar, ante las que no podemos quedar impasibles como meros espectadores. Eso fue lo que hicieron Quique, Manolo y Julio, reaccionar ante un drama humanitario y ante la pasividad de la UE y ha estado a punto de costarles su libertad. Una libertad puesta en riesgo por ayudar, por ser buenas personas, por hacer lo que las autoridades deberían asumir y no hacen, por no querer resignarse ante las injusticias.

La pesadilla para estos tres bomberos sevillanos ha acabado. La historia ha tenido final feliz y los tres están, por fin, en casa. Ahora tenemos que poner el altavoz para que no olvidemos que la pesadilla para todos aquellos que siguen malviviendo allí aún no ha acabado.

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