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Pongamos que hablo de Kabul
Una noche de canícula y calima, hará algo más de una semana, me despertó mi propio grito. Había tenido una horrible pesadilla. Soñé que sufríamos en pleno 2021 un golpe militar. Quienes tomaban el poder habían hablado de fusilar a “26 millones de hijos de puta” (recuerdo exactamente el número y el apelativo), controlaban las redes sociales, y en la radio sólo se escuchaban sus puñeteras voces, ora agresivas, ora beatíficas. Decían no sé qué de una Cruzada. Juraban ser los buenos, no hacer daño, salvarnos, cosas de esas. Y tenían, cómo no, una lista negra de escritores y periodistas enemigos de la patria. Yo estaba en ella.
Mi padre me llamó para pedirme que volviera urgentemente al pueblo. Pero me acordé de Lorca y le dije que no era buena idea. Pedí ayuda a mi hermana, pero ella me explicó que, si me escondía, podrían asesinar a su hijo pequeño. Ni ella ni yo podíamos asumir ese riesgo. Desesperada, quise salir del país, y no podía. Qué iba a ser de mí.
Me libró de todo un simple grito. Pude levantarme, prender la luz, saber que sólo era un mal sueño, echarme agua por el cuello, consolarme. “Tranquila, algo así no se volverá a repetir jamás”. Pocos días después, en una ciudad a 8.000 kilómetros de la mía, hay cientos de miles de personas viviendo en carne propia esta puñetera pesadilla. Pongamos que hablo de Kabul. Gritar con todas sus fuerzas no les servirá para salir de ella. Los talibanes han tomado el gobierno de Afganistán, hablan de reconquista; las afganas, que ya estaban en uno de los peores lugares del mundo para vivir si eres mujer, han perdido de un plumazo lo que habían conquistado; activistas y colaboradores con entidades internacionales temen por su vida; la gente corre despavorida, lucha por salir del infierno que viene. ¿Qué ha sucedido?, ¿han brotado talibanes como setas?, ¿esto no se veía venir?
Como todo lo que cae generalmente fuera de la agenda cotidiana de la mayoría de los medios, pareciera que estas cosas surgen por generación espontánea, que suceden en lugares remotísimos, que a quienes vivimos a este lado del mundo en nada nos afecta, que mañana será otro día, y que la habitual carencia informativa sobre lugares más o menos ciegos del mundo (hay muchos) nos impiden hablar de ello más que con trazo grueso y con mucho cuidado de no caer en fatuos etnocentrismos. Todos estos factores desactivan el interés por la situación trágica de millones de seres humanos en el mundo. Hasta que las situaciones llegan al colmo. Entonces sí, entonces se hacen virales las imágenes de hombres cayendo al vacío desde trenes de aterrizaje de aviones que despegan. En el Telediario, Alejandra Herranz da paso a una pieza informativa en la que se ve a los talibanes retratándose en los despachos, como cuando aquellos trumpistas tomaron el Capitolio.
De pronto, las imágenes se me antojan de otra década, extemporáneas, no cuadran en esta pantalla de portátil sino en un televisor catódico, cargado de espaldas. A continuación, llegan imágenes de Haití. Por instantes no sé en qué siglo estoy. Tenemos la fe inconsciente de que la historia siempre camina hacia adelante. Error. Nadie está ajeno al avance del retroceso, válgame el oxímoron. En el apartado nadie incluyo por supuesto al llamado Primer Mundo. Los derechos humanos de buena parte de la población mundial ya están al filo, como siempre, e incluso más que nunca en muchos lugares. No es posible bajar la guardia.
Lo que enerva de Estados Unidos realmente es que usen en vano el nombre de los derechos humanos y los valores democráticos cada vez que se les antoja
Pero ojito con los garantes de la vigencia democrática en el mundo, con los liberadores a base de embargos e invasiones a países que vulneran los derechos humanos. Pongamos que hablo de Estados Unidos. Larga es su trayectoria de intervención en países de medio mundo. No se les ve invadiendo a sus amigos los monarcas petroleros del Golfo, que son de todo menos iconos de la democracia y garantes de la igualdad, ni parece dolerles la situación del pueblo saharaui, pongo por caso. Precisamente ahora se retiran abruptamente de Afganistán, al que entraron después del 11-S. Joe Biden se está luciendo. Todo resulta tan evidente que prácticamente no molesta (más bien agradezco) que no disimulen siquiera; lo que enerva realmente es que usen en vano el nombre de los derechos humanos y los valores democráticos cada vez que se les antoja. Pensarán –pensaremos– que nada de esto nos salpica. Los totalitaristas, fundamentalistas, guardianes de las esencias y sus prosélitos envenenadores de la verdad y la inteligencia siempre nos salpican, vivan donde vivan, sean del credo y la ideología que sean, estén donde estén. Lo reaccionario, en los peores casos, engendra posturas ideológicamente opuestas, pero idénticamente reaccionarias. Mal ejemplo, mala idea.
“Las mujeres piensan que se van a morir, si no físicamente, emocionalmente”, escucho decir, también en el Telediario, a Charlemagne Gómez, consultora internacional en derechos humanos. Al oírla, tomo inmediatamente de mi biblioteca El suicidio y el canto, una recopilación de la poesía popular de las mujeres pastún de Afganistán realizada por Sayd Bahodín Majruh, con presentación y adaptación del pastún por André Velter y el autor, y en versión de Clara Janés. Compila landays, es decir, poemas de dos versos libres de nueve y trece sílabas, que cantan estas mujeres que viven en situaciones particularmente duras, encargadas de las labores domésticas más agotadoras, obligadas a casarse con quienes eligen para ellas, apaleadas tantas veces. “De esta protesta ahogada, endurecida día a día” –explica la introducción–, estas mujeres sólo pueden escapar de dos maneras: suicidándose o entonando de viva voz estos poemas creados anónimamente por ellas mismas. No hay otra salida. “Mi amante quiere retener mi lengua en su boca –dice uno de estos landays–. No por placer, sino para establecer sus derechos constantes sobre mí”.
En estos días, amigos con quienes he compartido alguna vez este libro me mandan sus propios landays, esos que nunca lo serán del todo porque para ello habría que vivir y morir como ellas. Me los envían con propósito de alzar voces y sumarlas a la de la población afgana, especialmente a la de las mujeres. Por gritar, como en mi pesadilla. Una amiga, Manuela Montes, me enviaba esta mañana algunos poemas propios recién escritos, con forma de landays, en los que se conmueve al hacerse la idea de cómo ha de ser estar bajo la piel y el burka de las afganas. Dos de ellos dicen así: “¿Quién nos recordará mañana?/ Una losa negra caerá sobre nosotras”. “¿Cuánto durará este infierno?, / ¿verán mis hijas de nuevo la luz un día?”.
Una noche de canícula y calima, hará algo más de una semana, me despertó mi propio grito. Había tenido una horrible pesadilla. Soñé que sufríamos en pleno 2021 un golpe militar. Quienes tomaban el poder habían hablado de fusilar a “26 millones de hijos de puta” (recuerdo exactamente el número y el apelativo), controlaban las redes sociales, y en la radio sólo se escuchaban sus puñeteras voces, ora agresivas, ora beatíficas. Decían no sé qué de una Cruzada. Juraban ser los buenos, no hacer daño, salvarnos, cosas de esas. Y tenían, cómo no, una lista negra de escritores y periodistas enemigos de la patria. Yo estaba en ella.
Mi padre me llamó para pedirme que volviera urgentemente al pueblo. Pero me acordé de Lorca y le dije que no era buena idea. Pedí ayuda a mi hermana, pero ella me explicó que, si me escondía, podrían asesinar a su hijo pequeño. Ni ella ni yo podíamos asumir ese riesgo. Desesperada, quise salir del país, y no podía. Qué iba a ser de mí.