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Universidad Pública y enseñanza virtual: más allá de la encrucijada de la COVID-19

Imagen de Archivo.

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Para la universidad pública, la COVID-19 es mucho más que una coyuntura sanitaria, va camino de convertirse en un punto de inflexión sobre su naturaleza, carácter y funcionalidad social. Nada de esta crisis de identidad universitaria es nueva, el virus no ha hecho sino añadir más incertidumbre a la incertidumbre que ya existía. Más allá del evidente problema sanitario que afecta a nuestros campus y que debe ser tratado convenientemente, el verdadero efecto universitario de la pandemia es que las estrategias utilizadas para combatirla pronto se conviertan en argumentos que contribuyan a cuestionar la propia institución pública de educación superior.

No podemos olvidar, a pesar de la urgencia de la pandemia, que la universidad pública es cuestionada y sufre críticas y ataques explícitos o implícitos hace ya mucho tiempo, e incluso se deslizan desde comunidades autónomas y ministerios modelos alternativos que la “modernicen”. Como está ocurriendo en otros ámbitos, esta coyuntura sanitaria es el mejor momento para “procurar esa renovación”. Y una de las piedras angulares de esta estrategia no es otra que la aparentemente inocua y aséptica enseñanza virtual.

La universidad no cumple una función de conciliación social en lo laboral, la presencialidad de los estudiantes universitarios no tiene un carácter estratégico como pueda ocurrir con los alumnos de colegios e institutos. Es fácil sugerir un grado de cumplimiento de distancias y protecciones que hagan ineludible el recurso a lo online, mande a los estudiantes a casa y vacíe los campus públicos. Con esto no cuestiono lo oportuno de evitar contactos para luchar contra el contagio, solo apunto sus “efectos secundarios”.

Claro que hay que tomar medidas sanitarias en el ámbito universitario que protejan a estudiantes, personal administrativo y profesorado, y de camino prevenga el contagio más allá de los campus. ¿Cómo podría cuestionarse esto? Pero es muy fácil deslizar la medida coyuntural hacia una nueva normalidad estructural para el “día después” que, sin darnos apenas cuenta y barnizado con la laca de la modernización, vaya trasmutando la universidad hacia otra cosa. Y lo más interesante del proceso es que ni siquiera hace falta que desde fuera del mundo universitario se anime.

Corremos el peligro de convertir la pantalla (y no el aula) en el centro de la vida universitaria, confundiendo la medida sanitaria con modernidad porque lo virtual siempre será más “auténtico” que la interacción cara a cara en estos tiempos que corren. Insisto, es estrictamente necesaria la docencia virtual en una coyuntura sanitaria como la que vivimos y debemos estar contentos de usarla. El problema es que deslicemos lo extraordinario hacia lo estructural, y a la vuelta de la esquina nos encontremos con una “nueva normalidad universitaria” en que, efectivamente, la pantalla sustituya, en vez de ser herramienta complementaria, al aula y la interacción presencial. Las consecuencias de esto —por ahora solo una lectura agorera— para el futuro de nuestras universidades públicas y lo que significan social y culturalmente son fácilmente imaginables.

Corremos el peligro de convertir la pantalla (y no el aula) en el centro de la vida universitaria, confundiendo la medida sanitaria con modernidad porque lo virtual siempre será más “auténtico” que la interacción cara a cara en estos tiempos que corren.

Lo virtual es innovación (sujeto a un fabuloso negocio de hardware y software), pero nunca un sustitutivo del aprendizaje cara a cara, sustentado en la interacción humana de la cual los medios técnicos son un sucedáneo, muy útil pero sucedáneo. Pudiera parecer que aprender a través de una pantalla es cuando menos inocuo o incluso más ventajoso que hacerlo en presencia de la docente y de los compañeros de clase. Nos centramos en los contenidos y desdeñamos la propia interacción y la convivencia académica. El aula no es lo mismo que mi habitación, el salón de mi casa o el despacho de la profesora. El aprendizaje, como hecho social, como marco de relación colectiva, confiere a sus contenidos muchos elementos que se pierden si el contexto cambia y la presencialidad se sustituye por la imagen (una vez más). Y si eso ocurre y además estamos convencidos de que es más flexible, cómodo y barato, ¿para qué mantener la presencialidad si podemos ser modernos a través de pantallas? Pero ¿cuánto del aprendizaje y de sus valores intrínsecos se pierde? ¿qué se gana realmente en cuanto al propio aprendizaje? No pretendo hacer una reivindicación nostálgica sino una apuesta pedagógica. Los medios telemáticos son un complemento a la transmisión personal, de eso no me cabe ninguna duda, yo los utilizo, no profeso una postura anti-técnica o contra la innovación. No obstante, como ya hemos vivido otros procesos de “modernización eufórica”, no puedo callar ante los indicios de que lo virtual pueda convertirse en un sustitutivo de lo presencial.

Quiero solo señalar la euforia on-line que hoy por hoy percibo en ciertos contextos universitarios, y la sonrisa complaciente que se dibuja en muchas caras de fuera de la universidad, o en universidades diferentes de las clásicas universidades públicas. De esto deben ser conscientes no solo los gobiernos universitarios, también los estudiantes y sus profesores. Para las universidades públicas la encrucijada de la COVID-19 va más allá de su resolución sanitaria… Lo online no es el futuro de la universidad, más bien pudiera ser su final si no se entiende y calibra bien su dimensión y su uso: el aula y no la pantalla debe ser el eje de la enseñanza universitaria. Si no somos conscientes de todo esto, la institución, en su actual configuración y papel social, dejará de ser lo que es y no tengo muy claro si será para bien.

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