Una relación de amor odio. Así ha sido el vínculo que Sevilla ha mantenido con su río a lo largo de su historia. Inundaciones, conquistas, invasiones, comercios y logros han navegado por el Guadalquivir durante milenios. No fue hasta el siglo XII cuando el califa Abu Yaqub Yusuf construyó el primer puente, de barcas, a la otra orilla, uniendo por fin Triana con Sevilla: el Puente de Isabel II adquirió aires de permanencia en el siglo XIX.
El siglo XX supuso una revolución para Sevilla y su río, que tendió hasta 10 puentes para alcanzar la otra orilla. Más de la mitad de ellos se construyeron de cara a la Exposición Universal, que pretendía acabar, de una vez por todas, con el aislamiento de la Isla de la Cartuja y las miraditas suspicaces entre las aguas del Guadalquivir y su ciudad.
Los seis puentes de la Expo tienen, cada uno, su propia historia, sus propios hitos, sus propias conquistas. Si navegáramos a contracorriente, dejando atrás Sanlúcar de Barrameda, la desembocadura del Guadalquivir, los arrozales y las esclusas, el primer puente que encontraríamos sería el Puente del Quinto Centenario, también conocido como el del Paquito. Cosas de la guasa sevillana, que lo apodó así por recordarle al célebre puente de San Francisco... pero en chico: Paquito.
Este puente atirantado, obra de los ingenieros Fernández Ordónez y Martínez Calzón, se inauguró en noviembre de 1991, con la Expo a la vuelta de la esquina. Por fin, se podía conducir hasta Huelva sin atravesar Sevilla. Se convirtió, por aquel entonces, en el puente más largo de España y cometió el pecado de superar, en 10 metros, el techo invisible de la ciudad: la Giralda.
Si seguimos avanzando con nuestro barco imaginario aguas arriba, nos encontraremos el Puente de las Delicias. La obra de ingeniería de Leonardo Fernández Troyano se trata, en realidad, de dos puentes levadizos construidos sobre una base común, uno para el tráfico y otro para transporte de mercancías.
“Rema, rema, rema...”, que cantaría Jorge Drexler, mientras quedan atrás el Puente de los Remedios, San Telmo y Triana, llegamos al Puente de Chapina. No se confundan: el de El Cachorro o, más bien, el de Los Leperos... porque primero pusieron el puente y después el río.
A mediados del siglo XX, se quiso acabar con el problema de las inundaciones con el tapó de Chapina, cuyas arenas fueron removidas para que Sevilla se reencontrara con su río. Sobre el antiguo tapón, José Luis Manzanares diseñó un puente “a la medida de mi ciudad, un puente que dialogue con el Puente de Triana, que va a ser su hermano mayor”, según consta en un reportaje de de la época en Los Reporteros (Canal Sur). Su arco rebajado sostiene un paseo con toldos de lona, que protegen a los peatones de los rayos del sol.
“Creo que he visto una luz al otro lado del río”. Nuestra embarcación está a punto de arribar a la Pasarela de la Cartuja, el primer puente que une la ciudad con la isla. Si hay alguna luz encendida, esa debe ser la del Monasterio de Santa María de las Cuevas, que con la Expo fue restaurado para que Sevilla lo redescubriera.
Se construyó en tierra firme y luego se giró hasta alcanzar la otra orilla. Sus dimensiones lo convierten en el puente más esbelto del mundo, ya que es capaz de salvar 170 metros con un ancho de apenas 11 metros. Todo un récord Guinness.
Apenas a un kilómetro, se encuentra una de los joyas de la corona que cruzan hasta el corazón de la Cartuja: el Puente de la Barqueta. Al igual que la Pasarela, se construyó en un margen del río y luego se giró... con la mala suerte de que una racha de aire dio al traste con la operación el 30 de mayo de 1989. El problema se subsanó durante la madrugada y Sevilla amaneció aquel 31 de mayo con su puente en arco de 168 metros diseñado por los ingenieros Juan José Arenas y Marcos Pantaleón.
Y es así, con una racha de viento suroeste, como la que acabó con la Operación Barqueta, como nos vemos empujado hasta nuestro destino final: el Puente del Alamillo. Sevilla se hizo hace 25 años con su calatrava... sí, su puente diseñado por Santiago Calatrava, que, antes de verse acosado por las polémicas, estaba en la cresta de la ola. El arquitecto valenciano, quien también dibujó el pabellón de Kuwait, dejó para la posteridad el puente más alto y largo de Sevilla. Hasta la construcción de la Torre Pelli, fue también el edificio más alto de la ciudad. Su puente atirantado con un único pilar planteó todo un reto arquitectónico al no contar, al otro lado, con tirantes que contrarrestaran fuerzas.
De ese modo, el puente debía mantenerse en su posición, por el equilibrio de fuerzas entre el peso de su extremo más alto y el de la punta del otro extremo, el que da a Sevilla, sumándole a todo esto la variación de pesos producidas por el tráfico. Como los ingenieros no las tenían todas consigo, y no estaban dispuestos a arriesgarse, optaron por la solución más simple (quisiera Calatrava o no): enterraron miles de toneladas de hormigón bajo la base del mástil, para impedir que el puente basculase.
“Clavo mi remo en el agua / Llevo tu remo en el mío / Creo que he visto una luz al otro lado del río”, termina Drexler en este paseo imaginario por un Guadalquivir que nunca más dividió la ciudad.