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Comer anguila hasta que no quede ni una

Estación Biológica de Doñana (EBD/CSIC) —
14 de marzo de 2024 20:24 h

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Los humanos hemos hecho desaparecer del planeta una enorme cantidad de especies, tantas que es difícil llevar la cuenta. Unas 1500 sólo de aves, según un estudio reciente. Buena parte de estas extinciones se deben a nuestra dieta. Nos comimos esas especies hasta que no quedó un solo individuo. Nos comimos los mamuts, nos comimos la megafauna americana tan pronto pusimos el pie allá, nos comimos las aves elefante de Madagascar y los moas de Nueva Zelanda, los dodos de Reunión y las enormes vacas marinas de Steller.

Habrá quien piense que esas son cosas de pasados remotos. Que hoy podemos evaluar nuestro impacto sobre el medio y regular nuestra actividad en base a ese conocimiento, en pro de la sostenibilidad, ese palabro. Pero no.

Seguimos comiendo especies a sabiendas de que hacerlo llevará a su desaparición. A menudo se trata de organismos cuya rareza sobrevenida (la sobreexplotación es lo que tiene) ha hecho que se hagan extraordinariamente caros, por ese impulso que tenemos los humanos de sentirnos especiales al poseer, o comer, lo que la mayoría no puede. Se forma así una espiral de rareza, deseo y precio que acaba en la extinción. En ese camino se encuentra, ya en descenso vertiginoso, la anguila europea (Anguilla anguilla).

Si no conoces a la anguila, solo puedo animarte a hacerlo. Descubrirás un animal fascinante, que en el momento de reproducirse habrá recorrido unos 15000 kilómetros por el océano. La primera mitad de ese viaje dura unos dos años y lo realizan pequeñas larvas planas, arrastradas desde el Mar de los Sargazos por la Corriente del Golfo, que se transforman en angulas al acercarse a la costa. Después de vivir entre 5 y 20 años en ríos y humedales, las anguilas vuelven a cruzar el Atlántico, esta vez por un camino más sureño, que recorren sin comer, sin parar de nadar un solo momento y cambiando la profundidad más de 1000 metros entre cada día y cada noche del trayecto.

La proliferación de embalses ha hecho que la anguila haya perdido más del 80% de su área de distribución ibérica en un siglo

Hemos tardado milenios en conocer las idas y venidas de la anguila, y aún estamos enfrascados en ello, lo que ha rodeado a esta especie de un halo de misterio y fascinación. Pero tanto halo no ha impedido que nos la comamos. Nos la hemos comido muchísimo y de muchas formas. Diferentes aprovechamientos de un recurso que fue extraordinariamente abundante y que estaba por todas partes. Cualquiera que frecuentase las desembocaduras de los ríos hace unos 50 años sabrá de las llegadas de masas densas e inabarcables de angulas. Y si mantuviésemos viva la memoria durante solo un siglo, anteayer, sabríamos que la anguila era una especie común en Palencia, Teruel, Ávila o Jaén. Ya no.

La proliferación de embalses ha hecho que la anguila haya perdido más del 80% de su área de distribución ibérica en un siglo. Desde finales de los 1970s, además, la abundancia de la anguila no ha dejado de caer, tanto la llegada de angulas a las costas europeas como la cantidad de anguilas que habitan cualquier sistema acuático. En general, estas pérdidas de abundancia superan, a menudo ampliamente, el 90%. Un auténtico colapso. Y muy bien conocido.

En 2003 se lanzó la Declaración de Quebec, un llamamiento urgente para la conservación de la anguila europea y otras especies del género Anguilla. Hace más de 20 años que el grupo de expertos de anguila de ICES (organismo de referencia en la evaluación de stocks pesqueros) aconseja que cese la explotación de la anguila europea. Desde 2007 la anguila cuenta con una legislación europea única, que tiene como objetivo la recuperación de la especie. Desde 2008 la IUCN considera a la anguila europea una especie en peligro crítico de extinción, la categoría de amenaza más extrema, paso previo a la extinción. Décadas después de estos posicionamientos, estrategias y evaluaciones la situación de la anguila no ha hecho más que empeorar. ¿Qué podemos hacer?

El día que no haya anguilas, cuando no quede ni una ni vaya a haberla nunca más (lo que viene siendo la extinción), no podremos decir que no sabíamos qué iba a pasar

Seguir comiéndola, claro. Comernos especies hasta que no existan quizás nos haga humanos, y parece que estamos decididos a llegar hasta el final con la anguila. Europa sigue permitiendo la explotación comercial de la especie, con España y buena parte de sus Comunidades Autónomas presionando para mantener y aumentar las capturas (con la honrosa excepción de Andalucía, donde no se pesca desde 2011). No hace ni dos semanas tenía lugar en San Juan de La Arena, Asturias, el 37º Festival de la Angula. Una celebración demencial en la que a 90 euros la cazuela (unos 1000 euros el kg) podían comerse angulas traídas de no se sabe dónde. Porque esa lonja asturiana recibe hoy un 98% menos de angulas de las que vendía a finales de los 1970s. En el Mar Menor se siguen capturando 25 toneladas de anguila al año, mientras muchas otras se pescan en l’Albufera, el Delta del Ebro y otros lugares.

La situación de la anguila es tan extrema que dejar de pescarla, de comerciar con ella y de comerla no garantiza que la especie vaya a recuperarse. Pero no parar esa explotación sí que es garantía de que la recuperación no va a tener lugar. Debemos dejar de vender y consumir anguila, en todas sus formas, para dar una oportunidad a esta maravillosa especie. Parar tan pronto como sea posible la espiral que la está llevando a la extinción. El día que no haya anguilas, cuando no quede ni una ni vaya a haberla nunca más (lo que viene siendo la extinción), no podremos decir que no sabíamos qué iba a pasar.

Los humanos hemos hecho desaparecer del planeta una enorme cantidad de especies, tantas que es difícil llevar la cuenta. Unas 1500 sólo de aves, según un estudio reciente. Buena parte de estas extinciones se deben a nuestra dieta. Nos comimos esas especies hasta que no quedó un solo individuo. Nos comimos los mamuts, nos comimos la megafauna americana tan pronto pusimos el pie allá, nos comimos las aves elefante de Madagascar y los moas de Nueva Zelanda, los dodos de Reunión y las enormes vacas marinas de Steller.

Habrá quien piense que esas son cosas de pasados remotos. Que hoy podemos evaluar nuestro impacto sobre el medio y regular nuestra actividad en base a ese conocimiento, en pro de la sostenibilidad, ese palabro. Pero no.