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Opinión - Ábalos aprieta pero no ahoga. Por Esther Palomera

Los oceanógrafos y el mar

Instituto Español de Oceanografía (IEO-CSIC) —

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Creo que a todos nos ha pasado en alguna ocasión que la nostalgia y la añoranza se han apoderado de nosotros y, con cierto aire de resignación, e incluso de autocompasión, hemos parafraseado a Jorge Manrique afirmando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esta afirmación es, como digo, relativamente frecuente, especialmente entre los que ya vamos cumpliendo algunos años. Pero no por usual se convierte en algo cierto. Más bien al contrario. Seguramente, desde que el ser humano desarrolló el lenguaje hablado, cada generación ha mirado con recelo a “los nuevos tiempos” y ha considerado que antes se hacían mejor las cosas. Si esto fuera cierto, y si me permiten la broma, este empeoramiento paulatino de nuestros usos y costumbres nos habrían llevado ya a la extinción. En el otro extremo se encuentran los que han desarrollado una fe ciega en el desarrollo científico y tecnológico, hasta el punto de considerar que los avances en estos campos serán capaces de dar solución a cuantos problemas tiene en la actualidad nuestra civilización. Esta creencia ha dado origen a un nuevo concepto: los tecno-optimistas.

Posiblemente no sea cierto ni lo primero ni lo segundo, y como decían los clásicos “aurea mediocritas”, o dorado punto medio, en el que se encuentra la virtud. Pero, el paciente lector se estará preguntando: ¿en qué afecta todo esto a los oceanógrafos y al estudio de los océanos?

Si volvemos la vista atrás podemos decir que el interés del hombre por la observación de los mares es tan antiguo como su propia historia. Observar los cambios que se producían en el estado del mar, interpretar los signos que ofrecía la atmósfera y los mares era fundamental para garantizar el éxito de los viajes en los que se aventuraban nuestros ancestros para descubrir nuevas tierras. Avanzando más en el tiempo, podríamos fijar a finales del Siglo XIX, con la expedición del buque “Challenger”, el inicio de la oceanografía moderna. En esta, y otras expediciones que se realizaron a lo largo de todos los océanos del planeta durante el siglo XIX y principios del XX, los naturalistas recogían datos y muestras de muy diversa índole en un impresionante esfuerzo por conocer el mundo natural que nos rodea. Y dentro de estas medidas, cómo no, se encontraban medidas de temperatura y salinidad que ayudaron a hacernos una primera idea de cómo se distribuyen estas propiedades a lo largo y ancho del planeta. La recopilación de observaciones meteorológicas y los datos recogidos en los cuadernos de bitácora de estos buques, o de aquellos que realizaban rutas comerciales, permitieron componer los primeros atlas de corrientes para los océanos.

La botella y las muestras de agua

Esas primeras medidas de temperatura y salinidad se realizaban mediante botellas oceanográficas y termómetros reversibles. Expliquemos el procedimiento de forma muy resumida: Los oceanógrafos debían desplazarse usando un buque oceanográfico hasta un cierto lugar del océano en el que deseasen realizar las medidas. A este lugar, definido por su latitud y longitud, se le llama estación oceanográfica. Una especie de cilindro, abierto en sus dos extremos, al que se denomina botella oceanográfica, era bajado, atado a un cable de acero hasta la profundidad deseada. Esa botella llevaba incorporado un termómetro. A continuación, se lanzaba un peso a lo largo del mismo cable, el cual, al llegar a la botella, activaba mediante el impacto un sistema mecánico que cerraba los dos extremos de la botella, atrapando en su interior el agua de la profundidad a la que se encontraba. Al mismo tiempo, el termómetro giraba y la columna de mercurio quedaba interrumpida, de tal forma que, al subir el termómetro a bordo, la temperatura no cambiaba y se podía leer la temperatura de la profundidad a la que se encontraba inicialmente la botella. Las muestras de agua eran analizadas en el laboratorio, y así se determinaba la salinidad del mar. Si a lo largo del cable situábamos varias botellas a varias profundidades, por ejemplo, en la superficie del mar, a 10 metros de profundidad, a 50 metros, etc. Se podía conocer la temperatura y salinidad de todas esas profundidades en esa estación oceanográfica.

A partir de la década de 1970 se empezaron a desarrollar instrumentos electrónicos capaces de medir la profundidad, la temperatura y la salinidad del mar automáticamente. No obstante, aún seguíamos necesitando un barco para desplazarnos hasta el lugar en el que queríamos realizar las medidas. Una vez situados en la estación oceanográfica, la sonda era bajada hasta el fondo del mar mediante un cable de acero. A lo largo de su viaje hasta las profundidades, este instrumento registraba la temperatura y la salinidad, metro a metro, desde la superficie hasta el fondo. Una vez abordo, los datos registrados eran descargados en un ordenador.

A lo largo de más de 100 años los oceanógrafos han surcado todos los mares del planeta realizando incontables estaciones oceanográficas y tomando datos de temperatura y salinidad a lo largo y ancho del océano global. Estas expediciones, y las personas que decidían dedicarse a la oceanografía, tenían una cierta componente romántica o de aventura. Los físicos, químicos, biólogos y geólogos que embarcaban en las campañas oceanográficas recorrían grandes distancias, visitaban mares remotos y, en ocasiones, se enfrentaban a auténticas aventuras al desafiar temporales y otras vicisitudes. Aquí aparece la nostalgia de la que hablábamos al principio.

Aunque el efecto invernadero de algunos gases era ya conocido desde el siglo XIX, las medidas realizadas durante este siglo y la mayor parte del siglo XX no iban dirigidas a estudiar los efectos del cambio climático en los océanos, tema del que prácticamente no se hablaba. Sin embargo, la recopilación de toda esa información recogida en numerosísimas campañas oceanográficas a lo largo de más de 100 años, nos ofrece hoy en día una herramienta valiosísima para entender como están cambiando nuestros mares.

Información vía satélite

El increíble desarrollo tecnológico experimentado por la humanidad en los últimos 30 años ha permitido nuevos sistemas de observación del planeta, incluyendo, cómo no, los océanos. Estos sistemas nos permiten, no solo hacer un seguimiento de los efectos del cambio climático, sino entender mejor el funcionamiento de la atmósfera y los mares. Desde satélites artificiales podemos medir la radiación emitida por la superficie del mar (como todos los cuerpos) y, a partir de ella conocer la temperatura y salinidad de la superficie del océano. Tenemos dispositivos que vagan libremente por los mares a unos 1000 metros de profundidad (sin necesidad de la utilización de barcos) y que cada diez días miden la temperatura y salinidad del mar desde los 2000 metros de profundidad hasta la superficie del mismo.

Una vez en la superficie, transmiten esa información vía satélite a un centro de datos donde es analizada por los oceanógrafos. Disponemos de boyas que son ancladas al fondo del mar y que están equipadas con sensores que monitorizan continuamente las propiedades del mar, transmitiendo esta información de nuevo a través de satélites o simplemente por telefonía móvil. Y, por si fuera poco, nuestra capacidad de computación, con los nuevos supercomputadores, ha mejorado tanto que podemos incorporar toda esa información en tiempo real y realizar predicciones de la evolución de los océanos de la misma forma que hacemos con el tiempo atmosférico. Si caemos en el segundo de los extremos con el que empezábamos estas líneas y nos dejamos llevar por la euforia tecnológica, podríamos pensar que los oceanógrafos ya no necesitan salir al mar. La tecnología nos acerca los datos hasta nuestros cómodos despachos y los modernos ordenadores hacen el resto. Como en otros campos del conocimiento, ya se habla de gemelos digitales de los océanos. Sin duda, el modelo de evaluación científica actual nos empuja a los oceanógrafos a abrazar estos nuevos usos, pero eso es otra historia.

“Aurea mediocritas”, o como diría un castizo, ni calvo ni con tres pelucas. Las oportunidades tecnológicas actuales son maravillosas y, en parte gracias a ellas, las próximas décadas alumbrarán grandes descubrimientos sobre esos mares que cubren la mayor parte de nuestro planeta. Pero, al menos a corto y medio plazo, la tecnología no es capaz de realizar todas las medidas que necesitamos, y los modelos, aunque muy valiosos, son solo modelos. Como se decía en la serie televisiva de la década de 1990 “Expediente X”, “la verdad está ahí fuera”, y los oceanógrafos tendrán que seguir saliendo al mar.

Creo que a todos nos ha pasado en alguna ocasión que la nostalgia y la añoranza se han apoderado de nosotros y, con cierto aire de resignación, e incluso de autocompasión, hemos parafraseado a Jorge Manrique afirmando que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esta afirmación es, como digo, relativamente frecuente, especialmente entre los que ya vamos cumpliendo algunos años. Pero no por usual se convierte en algo cierto. Más bien al contrario. Seguramente, desde que el ser humano desarrolló el lenguaje hablado, cada generación ha mirado con recelo a “los nuevos tiempos” y ha considerado que antes se hacían mejor las cosas. Si esto fuera cierto, y si me permiten la broma, este empeoramiento paulatino de nuestros usos y costumbres nos habrían llevado ya a la extinción. En el otro extremo se encuentran los que han desarrollado una fe ciega en el desarrollo científico y tecnológico, hasta el punto de considerar que los avances en estos campos serán capaces de dar solución a cuantos problemas tiene en la actualidad nuestra civilización. Esta creencia ha dado origen a un nuevo concepto: los tecno-optimistas.

Posiblemente no sea cierto ni lo primero ni lo segundo, y como decían los clásicos “aurea mediocritas”, o dorado punto medio, en el que se encuentra la virtud. Pero, el paciente lector se estará preguntando: ¿en qué afecta todo esto a los oceanógrafos y al estudio de los océanos?