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El origen del bulo que relaciona el autismo con las vacunas

Instituto de Biomedicina de Sevilla (IBiS) —
23 de febrero de 2023 21:00 h

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Este 28 de febrero se cumplen 25 años de uno de los mayores fraudes científicos de la medicina y que ha tenido graves consecuencias para la salud pública. En 1998, el médico británico Andrew Wakefield, (con licencia ahora revocada) y sus colegas publicaron un artículo (más tarde retractado) en la prestigiosa revista médica The Lancet sugiriendo que la vacuna triple vírica, que protege contra el sarampión, la rubéola y las paperas, estaba asociada a los trastornos del desarrollo (autismo en particular) en niños. El estudio de Wakefield es un caso clásico de fraude científico en la comunidad médica, plagado de malas prácticas científicas y éticas y conflictos de interés, pero también ilustra perfectamente la dificultad de combatir la desinformación en ciencia y salud. Veinticinco años después de la publicación de este artículo, no hay evidencia científica de que las vacunas causen autismo. De hecho, hay pruebas abrumadoras de que no lo hacen. Sin embargo, persiste la información errónea sobre las vacunas y existe un movimiento antivacunas notable entre la población (afortunadamente minoritario en España), tal y como se puso de manifiesto en la campaña de vacunación contra la COVID-19 y que tuvo su germen en este estudio.

Andrew Wakefield había investigado previamente la relación entre el virus del sarampión y enfermedades digestivas inflamatorias, pero no era un experto en vacunas o trastornos del desarrollo en niños. En realidad, era un cirujano de formación, aunque no ejercía como tal. El estudio de Wakefield fue duramente criticado por la comunidad científica casi inmediatamente tras su publicación por su falta de rigor científico y por estar basado en un análisis de solo 12 niños. En retrospectiva, es difícil justificar cómo un artículo científicamente tan pobre pudo pasar los filtros de publicación de una revista científica de primer nivel.

Durante los años siguientes, varios grupos intentaron sin éxito tratar de replicar los resultados. También se descubrió que Wakefield no había revelado conflicto de intereses en la publicación. Esta es una práctica obligatoria en publicaciones científicas, ya que permite evaluar si hay un potencial sesgo de los autores. En el caso de Wakefield, tenía intereses económicos puesto que había desarrollado kits diagnósticos e incluso una posible vacuna. Todo esto llevó al resto de autores del artículo a retractarse de las “interpretaciones” del estudio en 2004. Wakefield no apoyó esta retractación y siguió manteniendo la existencia de un vínculo entre las vacunas y el autismo en numerosas intervenciones públicas.

Las conclusiones han sido abrumadoras, las vacunas son seguras y efectivas, y los beneficios de vacunar superan ampliamente los riesgos, ya que protegen de enfermedades graves y potencialmente mortales.

En 2009, el periodista británico Brian Deer, conocido por sus investigaciones sobre la industria farmacéutica y la medicina, publicó un extenso informe que demostraba que la investigación de Wakefield era un fraude. En el reportaje se mostraban las malas prácticas éticas y científicas de Wakefield, que incluía la manipulación de los datos obtenidos, que algunos de los niños estudiados no tenían realmente autismo, que otros niños habían sido seleccionados para el estudio por asociaciones antivacunas y que el estudio no había sido aprobado por ningún comité de ética (un requisito imprescindible en cualquier estudio con pacientes). Deer también reveló que Wakefield trabajaba conjuntamente con un abogado para obtener “pruebas” que pudieran usar para demandar a las compañías farmacéuticas que producían las vacunas. Debido a estas irregularidades, la revista The Lancet finalmente acabó retractando el artículo completo en 2010, 12 años después de su publicación. Ese mismo año, el Colegio General de Médicos británico dictaminó después de una larga investigación que Wakefield había actuado de forma deshonesta e irresponsable en el estudio y que había sometido de forma cruel a los niños del estudio a pruebas médicas innecesarias e invasivas, como colonoscopias y punciones lumbares. Los hechos se consideraron tan graves que Wakefield fue expulsado del colegio de médicos y se prohibió ejercer la medicina a perpetuidad en el Reino Unido, un hecho extremadamente inusual.

Sin embargo, el daño ya estaba hecho. La falsa creencia de que las vacunas causaban autismo se extendió por todo el mundo y se generó desconfianza en la vacunación en la población. El movimiento antivacunas se fortaleció y se convirtió en un fenómeno global, ayudado por famosos, grupos de padres y organizaciones que tienen como objetivo difundir información errónea y alarmante sobre los riesgos de las vacunas, especialmente en los últimos años en redes sociales. Es conveniente tener en cuenta que, independientemente de si el estudio de Wakefield fue fraudulento y no debería haberse realizado, lo cierto es que la ciencia ha demostrado no existe relación alguna entre las vacunas y autismo. La alarma provocada por la publicación motivó que se realizaran innumerables estudios (con su correspondiente coste económico) en las siguientes décadas para verificar los resultados. Las conclusiones han sido abrumadoras, las vacunas son seguras y efectivas, y los beneficios de vacunar superan ampliamente los riesgos, ya que protegen de enfermedades graves y potencialmente mortales. Pocas veces un estudio científico ha sido tan desacreditado y se le ha dedicado tanto esfuerzo.

El estudio de Wakefield ha tenido consecuencias devastadoras para la salud pública. Causó un aumento en la desconfianza a la vacunación y las tasas de vacunación disminuyeron en muchos países (particularmente en el Reino Unido) en los años posteriores a la publicación de su artículo. Aunque esa tasa ha aumentado desde entonces, un gran número de niños en países en desarrollo (es decir, con fácil acceso a servicios de vacunación) no son vacunados debido a la reticencia de los padres. Esto ha llevado a brotes de enfermedades prevenibles por vacunación, como el sarampión, la tos ferina y la poliomielitis en muchas partes del mundo. Por ejemplo, en 2018, el sarampión que estaba en vías de ser erradicado en Europa alcanzó un récord de contagios.

Durante años, la controversia sobre las vacunas ha desviado la atención, esfuerzos y fondos económicos que se podrían haber dedicado a buscar las verdaderas causas del autismo.

No vacunar a los niños es un acto irresponsable que tiene consecuencias a nivel personal y colectivo. Las vacunas no solo protegen a los niños vacunados. Muchos niños no pueden ser vacunados (como los niños con un sistema inmune debilitado) y su seguridad depende de la inmunidad de grupo cuando se vacuna a quienes los rodean. En 2019, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró el movimiento antivacunas como una de las 10 principales amenazas a la salud mundial. El fraude de Wakefield también ha afectado la confianza del público en la ciencia y en las instituciones médicas. Los movimientos antivacunas a menudo promueven la idea de que la ciencia médica está controlada por grandes multinacionales farmacéuticas que no tienen en cuenta la salud y el bienestar de las personas. El estudio de Wakefield ha tenido otros impactos negativos casi tan importantes como la desconfianza en la vacunación. Durante años, la controversia sobre las vacunas ha desviado la atención, esfuerzos y fondos económicos que se podrían haber dedicado a buscar las verdaderas causas del autismo.

Han pasado 25 años desde que se publicó el estudio de Wakefield y 13 años desde que fue retractado. Durante este tiempo, muchas organizaciones médicas y de salud pública han tratado de educar al público sobre la seguridad y eficacia de las vacunas y han intentado combatir la desinformación y el miedo sobre las vacunas. Entonces, ¿cómo es posible que tanta gente hoy todavía crea en el vínculo entre las vacunas y el autismo? Es una pregunta compleja, pero refleja lo difícil que es refutar la desinformación (noticias falsas, bulos, como queramos llamarlo) sobre salud en general Las razones son variadas e incluyen factores psicológicos, sociales, culturales, educativos e incluso políticos. La cobertura mediática del estudio y su amplia difusión en internet y las redes sociales ayudaron a crear una narrativa negativa sobre las vacunas.

En este sentido, existen grupos y personas que se benefician económicamente de promover la idea de que las vacunas son peligrosas y difunden ese mensaje de forma muy activa. Por otro lado, está bien establecido que las emociones y las creencias personales pueden influir de forma muy significativa en la percepción la información. Algunas personas pueden haber tenido experiencias personales negativas con la medicina y la atención médica, lo que puede hacer que desconfíen de las recomendaciones médicas en general. Además, algunos pueden sentir que su libertad personal se ve comprometida al tener que tomar una decisión de vacunación (como se vio, por ejemplo, en la campaña de vacunación contra la COVID-19). Por último, la relación entre las vacunas y el autismo es una narrativa que apela a nuestro deseo natural de explicaciones simples a situaciones tan complejas y terribles como un diagnóstico de autismo. Cabe señalar que hoy en día no se conoce todavía la causa específica de los trastornos del espectro autista. Existe un componente genético, pero probablemente haya muchas causas diferentes.

Este 28 de febrero se cumplen 25 años de uno de los mayores fraudes científicos de la medicina y que ha tenido graves consecuencias para la salud pública. En 1998, el médico británico Andrew Wakefield, (con licencia ahora revocada) y sus colegas publicaron un artículo (más tarde retractado) en la prestigiosa revista médica The Lancet sugiriendo que la vacuna triple vírica, que protege contra el sarampión, la rubéola y las paperas, estaba asociada a los trastornos del desarrollo (autismo en particular) en niños. El estudio de Wakefield es un caso clásico de fraude científico en la comunidad médica, plagado de malas prácticas científicas y éticas y conflictos de interés, pero también ilustra perfectamente la dificultad de combatir la desinformación en ciencia y salud. Veinticinco años después de la publicación de este artículo, no hay evidencia científica de que las vacunas causen autismo. De hecho, hay pruebas abrumadoras de que no lo hacen. Sin embargo, persiste la información errónea sobre las vacunas y existe un movimiento antivacunas notable entre la población (afortunadamente minoritario en España), tal y como se puso de manifiesto en la campaña de vacunación contra la COVID-19 y que tuvo su germen en este estudio.

Andrew Wakefield había investigado previamente la relación entre el virus del sarampión y enfermedades digestivas inflamatorias, pero no era un experto en vacunas o trastornos del desarrollo en niños. En realidad, era un cirujano de formación, aunque no ejercía como tal. El estudio de Wakefield fue duramente criticado por la comunidad científica casi inmediatamente tras su publicación por su falta de rigor científico y por estar basado en un análisis de solo 12 niños. En retrospectiva, es difícil justificar cómo un artículo científicamente tan pobre pudo pasar los filtros de publicación de una revista científica de primer nivel.