Aunque los últimos tiempos los había pasado en su querida costa de Sanlúcar, cerca de esa legendaria Argónida que tan bien reflejó en su obra, José Manuel Caballero Bonald fallecía esta mañana en su casa de Madrid, la ciudad que lo acogió en el arranque de su carrera literaria, y donde desarrolló una vasta obra que comprende novelas, cuentos, poesía, ensayos y dos imprescindibles volúmenes de memorias, Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir, que reunió bajo el elocuente título La novela de la memoria.
Fue Caballero Bonald un destacado representante de la Generación del 50, aquellos hijos de la posguerra que vinieron a reformular la lírica española, y obtuvo casi todas las distinciones a las que puede aspirar un escritor, incluido el premio Reina Sofía, el premio Nacional de las Letras y el premio Cervantes 2012. Nacido en Jerez de la frontera en 1926, de padre cubano y madre vinculada a la aristocracia francesa, creció en el seno de una familia singular que retrataría magistralmente, y desarrolló su temprana vocación literaria compaginándola con estudios de astronomía y náutica. El mar fue, de hecho, una de sus pasiones más duraderas, y siguió navegando mientras las fuerzas se lo permitieron.
El accésit del premio Adonais que recayó sobre su libro Las adivinaciones fue un espaldarazo para el joven poeta, que se confirmó como firme promesa de las letras con el premio Biblioteca Breve de su novela Dos días de septiembre. Empezaba así una producción que compaginaría ambos géneros junto con el ensayo, especialmente dedicado a sus otras dos aficiones mayores, el vino y el flamenco.
En este último campo sobresalió como incansable compilador y divulgador, con obras de referencia como Luces y sombras del flamenco y sobre todo con el Archivo del Cante Flamenco de Vergara, monumental empeño que preservó del olvido a valiosos artistas. Asimismo, ejerció como productor musical para artistas tan renombrados como Luis Eduardo Aute, Massiel, María del Mar Bonet o Vainica Doble, entre otros.
Más allá del barroco
Pero la literatura fue siempre su campo predilecto, donde su talento para la observación de la vida encontraba el cauce de una palabra precisa, exuberante más allá del mero barroco, tan rica en sonoridades como llena de significado, que hizo de él un maestro para varias generaciones. “Yo no estoy capacitado para escribir mal” fue una de sus frases que, con no poco de provocación hacia sus pocos detractores, hicieron fortuna.
Poemarios como Pliegos de cordel, Descrédito del héroe o Laberinto de fortuna, novelas como Ágata ojo de gato, Toda la noche oyeron pasar pájaros o Campo de Agramante, textos divulgativos como Sevilla en tiempos de Cervantes pespuntean una vida que incluye episodios como su estancia en Colombia como profesor, su paso por la Cuba castrista o su fugaz romance con Rosario Conde, la esposa de Camilo José Cela, que le valió la enemistad con el Nobel y, según opinan muchos, le cerró las puertas de la Real Academia Española, a uno de cuyos sillones aspiró por dos veces. En 1998 se creó la Fundación Caballero Bonald, que tiene su sede en la casa en la que nació.
De conocida afinidad izquierdista, aunque sin militar en ningún partido, Caballero Bonald conoció, como acérrimo antifranquista, la cárcel de Carabanchel. Sin embargo, su natural rebeldía se manifestó incluso cuando ya era una figura de prestigio, completamente asumida por el canon. Ni los honores ni los elogios consiguieron domesticar nunca ese alma que, lejos de acomodarse o resignarse a los nuevos aires, reaccionó alzando la voz y llamando a la pacífica insurrección ciudadana.
El más joven
Fue en 2007, cuando la Fundación José Manuel Lara le requirió para hacer de padrino en el encuentro Atlas literario español, cuando Caballero se reveló como el más joven de espíritu de todos los integrantes del programa. Poco antes había sorprendido con un poemario titulado Manual de infractores, en el que sacudía las conciencias adormecidas de los años previos a la crisis, y siguió haciéndolo con La noche no tiene paredes, Entreguerras y Desaprendizajes. En 2018 anunció que no escribiría más.
Entre los escritores andaluces, esta mañana el sentimiento era de orfandad por lo que Caballero tuvo siempre de maestro y de cómplice. El también gaditano Felipe Benítez Reyes comentaba en su cuenta de Twitter que “Tenía 94 años, pero nos habíamos hecho a la idea de que era inmortal, como se sospechaba que lo era el conde de Saint Germain, y que nos sobreviviría a todos. No ha podido ser”. Por su parte, el malagueño Guillermo Busutil lo define como “brillante, polisémico, insumiso, hedonista”, y dice de él que “fue sobre todo un cervantino y aventurero poeta que vivió siempre para contarlo”.
En los últimos años, con el placer de la lectura negado por sus problemas de vista y el consuelo del teléfono para seguir en contacto con los amigos, vivió mimado por su esposa, Pepa Ramis, aquella nadadora mallorquina con la que tuvo cinco hijos. De una fortaleza envidiable, a sus 94 años había sobrevivido al coronavirus, pero no pudo remontar las complicaciones derivadas del cáncer de piel que padecía. Fue genio y figura hasta el último suspiro, y fiel a aquella idea que expresó en una Feria del Libro de Cádiz del ya lejano año 1999: “Una manera de ser equivale a una manera de escribir. Lamento no tener tiempo para ser más ambiguo”.