Cien años de Carlos Edmundo Ory, el poeta que detestó los premios y los pedestales

Alejandro Luque

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En la Alameda de Cádiz, muy cerca de donde nació Carlos Edmundo de Ory en 1923, el paseante se ve sorprendido por un monumento singular: un bloque de mármol en cuya superficie superior se reconocen las huellas de dos zapatos. Unos metros más allá, la parte que falta: una escultura del poeta que huye del pedestal, esto es, de la pose para la eternidad. El conjunto escultórico diseñado por otro gaditano, Luis Quintero, refleja muy bien una característica de Ory: su refractariedad a los oropeles, los premios, las prebendas y cenáculos literarios. Pero, ¿fue siempre así?

A unos minutos a pie de esta estatua, en el palacio de la Diputación de Cádiz, la exposición La cabaña central, comisariada por Juan Manuel Bonet y creada para conmemorar el centenario del poeta, brinda un retrato completo de esta personalidad única en el panorama del medio siglo español, a veces lúdica, otras obsesiva y atormentada, muy frecuentemente genial. “Inolvidable e inacabable Ory”, lo define Bonet, quien recorre en dicha muestra su infancia gaditana, su traslado a Madrid, su paso por Perú y su largo autoexilio francés, entre otros hitos de una vida larga y plena, siempre bajo el fuego de la poesía.

Estos días se ultima también la producción del documental Carlos Edmundo de Ory, el poeta de los aerolitos, de José Luis Hernández, donde se pone el foco en esas personalísimas formas breves de escritura, a medio camino entre el aforismo, el verso y la ocurrencia, que también le dieron fama.   

Una gran decepción

Otro cantar eran sus relaciones con el mundillo literario, y en particular con los premios, de los que durante años renegó. Su biógrafo, José Manuel García Gil, autor de Prender con keroseno el pasado, recuerda que en los primeros años 60 sí empezó a considerar la posibilidad de entrar en el juego de los galardones, pero una gran decepción hizo que cerrara esa puerta para siempre. “Se había convocado el premio Canarias de novela, sus promotores, entre los que estaban Juan José Armas Marcelo y Juan Cruz, animaron a Ory a presentarse, casi le aseguraron que era suyo. Pero en el jurado había personalidades como Mario Vargas Llosa o Artur Lundvisk, de la Academia Sueca, muy difíciles de controlar, de modo que el premio quedó desierto y él quedó como finalista. Se sintió engañado, y a partir de ahí empieza a despotricar de los certámenes, que para él eran tejemanejes, y de quienes se presentan a estos”.

“Por otra parte, no es menos cierto que su novela, Mephiboseth en Onou, era muy poco premiable, en el sentido comercial del término”, prosigue el biógrafo. “Abundan en ella los elementos oníricos, existenciales, que nada tienen que ver con las obras que solemos encontrar en este tipo de eventos. El jurado reconoció que era la mejor escrita, pero no quisieron darle el premio”.

Para García Gil, esta reacción encaja con el rechazo del gaditano “a todo lo que supusiera un aburguesamiento de la literatura”, pero también con una personalidad tan hipnótica como difícil en algunos momentos, incluso para sus amigos. “Él tenía que ser el centro de las reuniones. Y cuando lo era, las reuniones podían ser muy, muy divertidas. Inventaba continuamente juegos, las genialidades salían constantemente de su boca. Pero era él quien decidía a qué se jugaba y qué papel desempeñaba cada uno. Si perdía ese control, podía ser problemático”.

Los 'peotas' del Gijón

Otro poeta gaditano, José Ramón Ripoll, fue testigo de algunas de estas situaciones como amigo de Ory. “Nos criticaba cariñosamente cada vez que nos daban algún premio, pero es cierto que al final él mismo acabó aceptando los reconocimientos. Le dieron el premio Góngora, lo hicieron Hijo Predilecto de la provincia y la ciudad de Cádiz y le concedieron la Medalla de Andalucía, y no se negó. Formaba parte de sus contradicciones, sin las cuales Ory no habría sido Ory”.

La viuda del poeta, Laura Lacheroy, recuerda lo contento que se puso cuando obtuvo estos reconocimientos “tardíos, pero que venían a reconocer todo lo que había hecho, al menos al final de su vida”.

Las contradicciones, recuerdan los suyos, afloraban también en las reuniones de escritores. Arremetió en algún poema contra los “peotas” del café Gijón, y una noche que Ripoll quiso llevarlo después de cenar al Oliver, el pub de moda entonces entre los letraheridos de la capital, se negó en rotundo: “No quiero nada con esos sitios donde están los literatos de toda la vida”, protestó. Pero cuando se descorrió la cortina y una voz gritó “¡Carlos Edmundo de Ory!”, estuvo encantado. “Era Carlos Bousoño, con quien por cierto Ory había compartido una novia”, apunta Ripoll.

Contra el realismo

“Quería que lo quisieran”, explica Lacheroy. “Solía decir ¡yo no voy hacia los demás! Pero al mismo tiempo, hacia todo para que los demás fueran hacia él. No quería imponer el cariño, ni convencer a nadie de que era buen poeta: eso habría sido para él como mentirse a sí mismo. En cambio, la gente que había llegado hasta él a lo largo de los años eran apasionados de su figura y su obra, todo en ellos era más sincero y más profundo”.  

Estos encuentros y desencuentros, añade Ripoll, formaban parte de un comportamiento radical, de amores y rechazos extremos. A algunos de sus más entrañables amigos, como Jaume Pont, el más acreditado estudioso del movimiento postista que Ory fundó, o Ginés Liébana, estuvo años sin hablarles por cualquier nadería. “Pero luego tenía esa parte noble, cuando se daba cuenta de que había metido la pata, te pedía perdón y te daba un beso, diciéndote: sé que anoche me porté mal”.

Terrible era, por otra parte, con los compañeros realistas, a los que consideraba artífices de “poesía de oficina”, como José Hierro o Ángel González, y se quejaba de que en España no había otra forma de entender la poesía que la machadiana. “Luego, algún amigo le decía que se equivocaba en sus juicios sobre Luis Rosales, por ejemplo, leyéndole dos o tres poemas que escapaban del cliché que él se había formado, y admitía: ah, sí, eso está bien”, recuerda Ripoll.

Enamorado de sus amigos

“Criticaba a todos”, ríe Lacheroy. “Pero cuando venía a él alguien, se entusiasmaba, se enamoraba. Yo estoy enamorado de mis amigos, solía decir. Lo que pasa es que los enamoramientos se vienen abajo, pero seguía queriéndolos, aunque decayera la pasión, sin ceguera”.

Asimismo, odiaba las poses. Aseguraba que uno es solo poeta cuando escribe poesía, “como el albañil lo es cuando pone ladrillos”, aunque él ejerciera a tiempo completo y estuviera convencido de la trascendencia de su obra y la importancia de los actos de su vida. “No se explica de otro modo la rigurosidad de su archivo. Hacía copia de todas sus cartas y lo ordenaba todo alfabéticamente, sabiendo que algún día estudiarían esos documentos”.

No obstante, concluye Ripoll, “Ory tiene una fama de poeta antiacadémico, espontáneo, autodidacta, que oculta al poeta formadísimo, lleno de lecturas de poesía muy desconocida en España, Coleridge, Emerson, los franceses, y de filosofía muy profunda”.