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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Contagio

La única persona a la que toco desde que se decretó el estado de alarma no sabe qué es el Coronavirus, ni siquiera que hay estado de alarma y puede que no tenga demasiado claro quién soy. Esa persona es mi madre y no vive en la misma casa que yo. Mi madre, ya lo he dicho en estos diarios, tiene alzhéimer y necesita que la cuiden, que la cuidemos. Por eso, me está permitido salir de mi casa, coger la bici y atravesar calles desiertas hasta llegar a la suya.

Dos semanas antes de que esto empezara, me pasé toda la tarde y parte de la noche con mi madre en urgencias. Acababa de tener un desmayo con convulsiones y había que hacerle pruebas. Mi idea era contaros en mi diario de un espectador sobre ese día: lo que pensé y sentí, lo que pasó y lo que no pasaba. De hecho, estaba cansado de ir a los teatros, de hablar de ellos. Y me había prometido darme el mes de marzo de descanso teatral y contaros en este diario del teatro de la enfermedad, el de la alegría, el desconcierto: el de la vida en sí misma. Y la vida, esa humorista sin piedad, nos sorprende con un estado de alarma. Así que ya no es voluntaria mi ausencia de los teatros, ni original. Y esas agotadoras doce horas en urgencias está tan lejos que casi parecen inventadas.

Ahora, este diario, como todos, es el diario de un náufrago, porque todos lo somos y estamos en islas (quienes tenemos un techo) o en trozos de nada a la deriva (a quienes no lo tienen). El paso del tiempo nos hace sentir las islas cada vez más pequeñas y las derivas cada vez más inciertas.    

Anoche fui a casa de mi madre a intentar que comiera. Está en la cama y, cuando llego, me mira entre perpleja, resignada y guasona. Tras darle un beso, le expliqué lo que está ocurriendo:

  • Mamá, no sabes la que hay liada ahí fuera. Hay una pandemia y estamos todos encerrados en nuestras casas.

Mi madre, por primera vez en semanas, empezó a reír. No olvido que sus reacciones están condicionadas más por la enfermedad que por los estímulos exteriores, pero, aunque fuera por azar, esa respuesta era la adecuada. ¿Qué le importa a ella la prohibición de salir de casa si lleva semanas casi sin salir de su cuarto? ¿Qué le importa que los demás echemos de menos salir y vernos y tocarnos? A ella lo que le importa es acumular pañuelos de papel en bolsos, bolsillos y cajones; que la cama donde duerme esté bien hecha; que el agua sepa a agua y no a medicina.  

En busca del sentido

Cuando se quedó dormida, pensé que cuidar a una persona con alzhéimer es como hacer un velatorio que se derrama por el tiempo, una muerte a plazos, un duelo que nunca termina de llegar y por eso cuesta tanto que se vaya. Pensé que el estado de alarma no interrumpe la vida (interrumpir viene de rumpere, romper); la trastoca, la vuelve extraña pero no la rompe. Pensé que la muerte se nos acerca, tan callando. Mi madre me lo recuerda cada día. Pero también su enfermedad, su necesidad de cuidados me recuerdan que esta sociedad funciona por protocolos, cuotas y que busca disipar los síntomas aunque sea posponiéndolos. Para mi madre, la solución médica es una residencia y para mí antidepresivos y ansiolíticos.

Como todas ustedes, ando en busca del sentido de esta crisis, del lugar desde el que atravesarla y entenderla. A ratos, me contagio de la esperanza de estar ante la oportunidad de que cambien las cosas (para bien), otros me contagio de mi propio desasosiego; hay veces que me pongo “conspiranoico” o rebelde o echo de menos tocar a alguien que sí sepa que hay estado de alarma. Una montaña rusa de pensamientos y emociones, casi igual que las vuestras. Esta mañana leí un par de artículos de Giorgio Agamben y me contagió el miedo de que la alarma sea un paso más en la normalización del estado de excepción: una legislación que ya da por hecho que todos somos terroristas, ahora suma dar por hecho que todos somos portadores. Entre tantos contagios, sólo uno prevalece porque estaba ya en mí mucho antes de todo esto: nos hemos equivocado en demasiadas cosas y hay que desandar mucho camino; para empezar, instaurar la renta básica universal. A partir de ahí, repensar y rehacerlo todo es la única salida digna para seguir llamando vida a esto que hacemos encerrados y seguiremos haciendo cuando volvamos a salir.