Esta mañana, mientras tendía ropa, se me ha ocurrido este título para lo que estamos viviendo: Áspera primavera sin lujuria y (casi) sin azoteas. Y después me he sentado a escribir esto. Tenía pensado hablar de mi cotidianidad: la alegría de leer e inventar a tiempo completo, el hablar solo y reírme de mis idioteces más que nunca, de mis pintas en calzones frente a la pantalla haciendo ejercicios aeróbicos de tutoriales que nunca pensé seguir. También iba a hablar de mi incertidumbre y mi precariedad; de cómo las ayudas que plantea el Gobierno me dejan fuera porque no he perdido el trabajo directamente por el coronavirus, ya lo había perdido antes (y a ver quién es el guapo o la guapa que encuentra ahora trabajo); de que mi madre está comiendo un poco más. Pero no lo voy a hacer porque he leído algunas palabras que no me quito de la cabeza. Las he leído en las redes, mis redes, ese lugar en que sólo hay gente que piensa como yo. Allí donde nos reafirmamos o indignamos juntas. Seguro que alguien sentado ahora mismo en una habitación parecida a la mía teclea un artículo en las antípodas de éste que tú lees. Ese alguien piensa distinto a nosotras -para empezar no entiende por qué escribo nosotras si soy un hombre- y habrá encontrado en las redes, sus redes, las mismas palabras que a mí me indignaron y pensará que son necesarias.
Esas palabras resultan contagiadas de estupidez (torpeza notable en comprender las cosas, según la primera acepción de la RAE) y de una interesada simplificación de las complejidades de la realidad. Por eso, no quiero reproducirlas. Es como si fueran a contagiarme. Y no son las únicas. El asunto es la dificultad de que en ciertos barrios se respete el confinamiento y qué hacer con eso. Las cosas que he leído me han llevado a la indignación.
Ayer, mientras rumiaba mi indignación, escuché un fandango de Sordera de Jerez que dice: “En el Barrio de Santiago, / dicen que han puesto un letrero./ Como yo no sé leer,/ ni hago caso ni me entero; / por qué pintan la pared.” Las leyes las escriben quienes deciden y no todo el mundo las sabe -ni las tiene que saber- leer. Todo centro inventa una periferia, para idealizarla o culpabilizarla. Toda periferia inventa un centro al que oponerse y del que defenderse.
Agrandar la brecha
Estos días recuerdo mucho un poema de Günter Eich que me descubrió Juan Antonio Bermúdez: “Los castaños florecen./ Tomo nota,/ pero me abstengo de opinar”. Me recuerda que, mientras estoy aquí tecleando, un pájaro estará polinizando un arbusto, cisnes pasean por los canales de Venecia, un lobo estará desgarrando el cuello de un conejo, una mujer construye un parque imaginario para su hija, alguien muere solo en un hospital. Quizá por eso, pienso que mientras yo iba al colegio y aprendía ciertas normas de comportamiento y convivencia, mi madre me preparaba la comida; pero también, otro niño tan niño como yo, se buscaba la vida para llenar el estómago porque en su casa no había para comer. No quiero tocar la fibra sensible. No hablo desde la indignación -ya la rumié- ni quiero provocar lástima. Lo que quiero decir es que, si no contextualizamos los procesos de aprendizaje y el entorno en que la gente vive y ha vivido, si no somos capaces de entender lo que pasa mientras a nosotros nos pasa lo que nos pasa, estaremos errando el juicio. También agrandaremos las brechas y, por tanto, la discriminación por raza, sexo y condición económica y social. Y, tras eso, asoman peligros y abusos terribles.
Soy indulgente con quienes están teniendo que tomar decisiones estas semanas. Buscar un equilibrio razonable entre salud pública, seguridad y libertad me parece casi imposible porque todo es difícil, nuevo, incierto. Pero insinuar una especie de cordón sanitario en ciertos lugares, impermeabilizar una parte de las ciudades respecto a otra, cerrar aún más el gueto es, no sólo irresponsable, sino como esta crisis sanitaria está demostrando, imposible. Todas (las personas) estamos juntas en esto. Nosotras y ellas. Las del centro y las de la periferia, las del primer mundo y las del quinto piso, las privilegiadas (aunque precarias) como yo y las que no lo son, las que leéis este artículo y las que nunca lo harán. No es buenismo, no. Se llama humanidad.