De esencia serena, pero no por ello menos revolucionaria, Walter Riso, afamado psicólogo italiano de acento argentino, vive muchos días al año en Barcelona. Tras su paso por esta y otras ciudades como Madrid y Bilbao, también ha estado en Sevilla para contar novedades. Riso es conocido por haber publicado numerosas obras divulgativas sobre el amor saludable, el del “te quiero y me quiero”, como él resume y repite en forma de mantra. Tiene otras en la línea de la autonomía de la persona, como ‘Los límites del amor, Enamórate de ti: el valor imprescindible de la autonomía de la persona’, o ‘Pensar bien, sentirse bien’. En esta ocasión, se ha lanzado a publicar su primera novela, 'Pizzería Vesubio' (Espasa, 2018), ante la sorpresa de sus lectores. Algunos, cuenta el psicólogo, andan confundidos preguntando “¿y dónde está esa pizzería?”.
En su novela primigenia recorre, en una simbiosis muy sensorial entre elementos biográficos y de ficción, una especie de Macondo napolitano a través de la historia de una familia humilde napolitana que emigra a América a principios de los años cincuenta, con un halo de la nostalgia que el emigrante siente de su tierra de origen y de la búsqueda en ese escenario de la identidad. En la película Martín Hache, el hijo (Martín) le pregunta en una escena a su padre, emigrante argentino: “¿No la extrañás? ¿nunca te entraron ganas de volver?”. El padre le dice “no se extraña un país, en todo caso el barrio. La patria es un invento. Tu país son tus amigos”. En el caso de Walter Riso, que emigró a Argentina con sus padres en los años cincuenta, sí piensa que, sin posturas rígidas, la tierra nos da parte de nuestra identidad.
Como lector, ¿eres de los que dobla las páginas y subraya los libros o de los que los cuida como si de templos sagrados se tratasen?
Los libros hay que destrozarlos, subrayarlos, morderlos, doblarlos, pelear con ellos, saltarlos encima. Cada cual que haga lo que quiera, pero hacerlo tuyo es mejor, te apropias de la lectura de manera personal.
¿Qué ha motivado el salto de escribir de psicología a elaborar una novela?
Mi propia historia. Nací en Nápoles y mis padres emigraron a la Argentina. Fui de polizón, no teníamos plata, éramos muy pobres; vivíamos como emigrantes. Desconcía dónde había nacido y me puse a investigar, encontré el sitio y me emocioné mucho. Con esos recuerdos decidí hacer un paréntesis, dejarme llevar por el impulso creativo sin asumir el rol de psicólogo, que implica una gran responsabilidad. Ha sido un momento de liberación para mí, de catarsis.
El protagonista se llama “Andrea, porque no sabían si sería hombre o mujer; a mi abuela a veces le dolían los callos, a veces, no”. Es un nombre neutro; usado tanto para hombre como para mujer. ¿Simboliza la búsqueda de la identidad vista más allá del género en el que te encuadran y educan?
Sí, fíjate que la novela empieza oliéndole al padre las pelotas a Andrea. Es la búsqueda de la identidad. Andrea es un antihéroe con contradicciones. En este caso, también es un dato bibliográfico. Cuando me bautizaron me pusieron Walter Andrea Riso, aunque registrado es solo Walter Riso.
El relato tiene una línea gastronómica muy acuciada a través de la pizzería, ¿nos cuentas más?
Me encanta cocinar, en la historia hay más de treinta recetas sobre... No vamos a desvelar el final, pero la pizzería es la clave en el principio, y en el final.
Siguiendo las recetas y la línea narrativa, ¿qué es para ti la familia y la identidad, qué ingredientes nos aconsejas que le echemos?
Familia para mí es el núcleo afectivo de referencia principal. El vínculo puede ser genético o no y la fuerza que la une es una mezcla de sinceridad, compasión y lealtad. Si a alguien de tu familia sufre, tú sufres. Si se alegra, te alegrás. Hay un carácter transitivo del amor.
La identidad requiere de autoconocimiento para saber qué te define, tus valores más esenciales con los que no estás dispuesto a negociar. Esto se mezcla con tu vocación, lo que pagarías por hacer y tus historia familiar y personal. De ese cóctel sale una conciencia del yo, que nunca termina, que siempre está reinventándose a si misma y construyéndose con la experiencias vitales que vives.
¿Hablamos de elegir?
Elegir es la palabra. Poder elegir, que no elijan por vos. Y la novela va en ese sentido, volver a lo natural, a lo básico.
¿La patria nos define o es un invento?
Cuando creás un vínculo afectivo, forman parte de ti. Hay que ser fieles a las raíces, sin ser rígidos. Uno ama a sus padres o a sus hijos, pero debe amarlos reconociendo su humanidad. Esta gente amaba Nápoles porque la veía valiosa, no porque sea valiosa. Mi identidad es en este orden: una tierra que amo, Nápoles. Una madre adoptiva, Argentina. Y varias amantes, muchas otras ciudades que me encantan. Tiene cosas bellas y desagradables, y la amás. Tú tenés que amar a la tierra y a una persona como es y aceptarla, siempre que no viole tus derechos.
En ese sentido, ¿trabajas con perspectiva de género desde la psicología?
Siempre me he considerado feminista. Los libros hablan por mí. Estoy rodeado de mujeres. Me criaron mis tías, mi mamá, tengo dos hermanas, tengo dos hijas, mis lectoras, estudiantes, pacientes… son más mujeres que hombres. Y yo tengo un femenino interior muy fuerte. Puedo ser Mel Gibson en ‘Corazón valiente’ peleando con los ingleses o puedo ser un canguro cuidando a un niño, yo puedo ser todo, esos dos roles están en mí. Esa androginia apunta al todo, que se va a superponer al género. Eso en un futuro va a desaparecer.
¿Están las mujeres más implicadas en construir la autonomía y el amor responsable y saludable?
Sí, las mujeres son más humildes, más responsables frente a sí mismas, tienen más inteligencia emocional; no se sienten amenazadas por cuestionarse. Un libro mío se llama ‘Afectividad masculina: en defensa del antihéroe, hacia una nueva masculinidad’, donde hago una llamada a la liberación masculina. En el sentido del derecho a la impotencia, al fracaso, a no pelear, dejar competir con otros hombres, a ver quién es más, el estatus; el derecho a quitarme de encima todo lo patriarcal, que para mí es una carga. Es injusto para las mujeres, y para los hombres también.
¿Qué le dirías a los hombres en ese sentido?
Más paz y menos guerra, más progesterona y menos testosterona.
Hay una frase que se repite como un mantra: “vamos a peor”. ¿A peor, a mejor, o simplemente cambiando?
Como sociedad, a peor. Basta ver la brecha de desigualdad que hay, los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres. Mira lo que ha pasado en Siria, los refugiados… Hay algo que está torcido, que no está funcionando bien. Estamos más idotizados, medio dormidos. Sigo creyendo en las ideologías. Hasta hace muy poco te decían: ¿cuál es tu ideología?, para conocerte. Ahora se señala – expresa mienstra apunta con el dedo- “ah, ¡es que eso es ideológico!”, como si no tuviera validez por eso; es absurdo. En paralelo a esto hay gente que está tomando conciencia sobre que no se puede masificar.
¿A qué te refieres con masificar?
Tener la conciencia crítica implica entrar en un individualismos responsable, más autonomía, que no te importará mucho el qué dirán. Compro cosas no por moda, sino porque me gustan. Se nos está diciendo ahora que somos una marca y que tenemos que vendernos como una marca.
¿Cómo actuamos en relación a esa cultura de la marca personal?
Con la filosofía del importaculismo: me importa un culo. Que significa, yo soy así. Vos no te tenés que vender. Epíteto decía: “¿cuánto vales? ¿tienes precio?” No, vos tenés que ser como eres. No masificarse ni seguir la corriente, aprender lo que cuento con los personajes, a ser una oveja negra.
¿Está habiendo una corriente hacia un individualismo cegado que se confunde con la autonomía?
Para mí hay un individualismo responsable: los otros me interesan, pero yo también me intereso. Es decir, te quiero y me quiero, te cuido y me cuido, tus derechos y mis derechos. Toda la cultura de ama a tu prójimo… sí, pero como a ti mismo, y viceversa, ¿eh?
Hablabas antes de ideologías. ¿Qué hacemos con el miedo a lo radical? Su significado es ir a la raíz de un asunto y se ha tergiversado.
En la postmodernidad de algunas culturas europeas se está dando el culto a la moderación, lo moderado es lo respetado. ¿Y los extremos? ¿No hay extremos que son a veces extraordinarios? ¡Saltar porque estás enamorado! –canta con los brazos extendidos-, o retorcerte en el suelo porque ese plato que comiste te encantó –expresa con los puños cerrados y recogiendo el cuerpo- , o llorar porque te encantó la novela que leíste. Lo mismo para lo demás. Esos extremos son importantes. Lo importante es que cada una defina su propia identidad.
Contamos con más conocimiento de las emociones y de cómo funciona la mente, pero ¿cómo lo aplicamos si vivimos en un eterno “no tengo tiempo”?
Hay un énfasis en la autorrealización, en la autoobservación, y tienen que inventar el mindfulness para decirnos que uno tiene que caminar despacio. Vos sos joven, la gente de tu edad anda con la maleta del gimnasio en una mano y el bolso del trabajo en otro. Ahora vivimos rápidamente, pero no intensamente. Antes, cuando no existía el celular y la cultura a la autorrealización, la espera se vivía con más naturalidad, la gente vivía más el momento.
¿El uso desmedido de la tecnología nos está afectando psicológicamente?
Nos está idiotizando el cerebro. La gente está comiendo y saca el móvil para postear lo que está comiendo, para que la gente vea que está comiendo. La novela apunta un poco a eso, cómo rescatar lo más natural y la amistad. No entiendo cómo ahora uno hace amigos por internet. Puedo tener conocidos, pero un amigo tiene que ser real. Con la gente te relacionas, con internet te conectas; es distinto. Yo a un amigo, a mi pareja o a mi familia las tengo que oler, sentir, abrazar, revolverles el pelo, como hacemos los italianos. Quiero estar relacionado, no conectado, no soy un enchufe. No quiero parecer un viejito que añora; es una crítica a cómo estamos viviendo ahora.
Para colmo, no aceptamos lo distinto. En las redes sociales yo nunca saco a los distintos. El diferente me ayuda a crear pensamiento crítico comprender una realidad distinta, autoobservarme y entenderme, vivir lejos del microcosmos en el que yo solo esté con los que piensen igual que yo. En 1951 en la Argentina había una globalización ya, yo vivía enfrente de una placita en la que se juntaban españoles, chinos, italianos, judíos, alemanes, polacos… Los españoles se peleaban entre ellos jugando al dominó; reproducían una guerra civil y después hacían las paces. Alemanes y judíos, rusos y polacos, igual.
¿Por qué se está pregonando tanto la alegría impostada? ¿Acaso no son todas las emociones son parte necesaria en el equilibrio de la persona?
La felicidad vista como una alegría permanente es una utopía. No creo en la felicidad, tampoco en el pensamiento positivo mal entendido; creo en el realismo. Hay una frase de Gibran que dice: “la tristeza es un muro entre dos jardines”. Alegría, tristeza, alegría, tristeza; esa es la realidad. La alegría viene, dura un tiempito y se va, porque es una emoción biológica, de humanos y animales. Tenemos la tendencia a buscar lo positivo, pero lo negativo, lo diferente, lo que te requiere esfuerzo y lotta, lucha, es importante, es útil. Un cometa tiene que tener el viento en contra para levantarse, si no, no se levanta.