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Horacio Altuna, leyenda del cómic: “Yo ya era distópico en el 84, pero me quedé corto”

Horacio Altuna

Alejandro Luque / Alejandro Luque

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Buena parte de los asistentes a Hispacómic, el salón del cómic hispano-portugués celebrado este fin de semana en el Cicus de Sevilla, ha crecido leyendo los cómics de Horacio Altuna. Toda una leyenda de la viñeta, tanto en calidad de dibujante como de guionista, nacido en la Córdoba argentina en 1941, trasladado a España a los 41 años y residente en nuestro país desde hace 41, y cuyo nombre va asociado de manera inevitable a títulos como El loco Chávez, Las puertitas del Señor López o Ficcionario.

Esa vida entre dos orillas del Atlántico, admite, le tienen “el corazón dividido. Por un lado, nunca me terminé de ir de allí, es una cuestión que va más allá de las decisiones de voluntad. Tengo raíces allá y estoy unido a mi país para siempre. Y aquí puedo decir que he tenido una experiencia fantástica, porque España siempre me ha recibido a mi familia y a mí muy bien”, comenta. “La sensación cuando vuelvo a Argentina, es que cuando en la sala de embarque escucho hablar en argentino, pienso ‘Ya estoy en casa’. Y cuando estoy de regreso y oigo hablar en castellano o catalán, pienso ‘Ya estoy en casa’. Pero soy un nostálgico irredento, estoy muy pendiente de todo lo que pasa en mi país, de mi equipo de fútbol, de todo… Es imposible desinstalar eso”.

Altuna, quien conversó para la ocasión con el escritor Jesús Carrasco, siempre dijo que se había mudado a España porque en Argentina había alcanzado su techo profesional. Tanteó varios países, algunos con un mercado más favorable para el cómic, antes de decantarse por este, una elección que atribuye “a una conjunción astral. Era el momento en que Carlos Giménez, [Adolfo] Usero, Fernando Fernández, una serie grandes autores que justito se iban de la editorial a la que yo había ido a tocar el timbre, para formar la revista Rambla. El editor me acogió con los brazos abiertos, tuve suerte y desde entonces aquí sigo”.

La influencia del cine

Pero Altuna ya venía de conocer la gloria como dibujante gracias a una historieta que se llamaba El Loco Chávez, con Carlos Trillo como guionista, que había visto la luz regularmente en el diario Clarín cuando éste tiraba 350.000 ejemplares por día, y los fines de semana un millón y pico. “Los que trabajábamos allí teníamos una difusión espectacular, y eso me facilitó una popularidad que dura hasta hoy. Con Trillo hicimos una serie de personajes que siguen siendo lo mejor que he hecho hasta hoy”.

Remontándose más atrás, a sus comienzos, a Altuna le cuesta identificar de dónde surge su afición al dibujo en general y al cómic en particular. “Siempre tuve esa afición. Seguramente puedo encontrar algún dibujante que me haya fascinado, como Alex Raymond cuando tenía 8 o 10 años, pero lo mío fue una especie de ir de gran maestro en gran maestro. No tengo una fecha que yo diga ‘aquí empezó todo’. Nadie me enseñó a dibujar directamente, de forma escolástica. Aprendí de los maestros leyéndolos. Mi gran descubrimiento fue quizá Hugo Pratt y Oesterheld, que hacían el sargento Pike, pero nunca pensé que yo fuera a ser historietista. En esos cómics fue la primera vez que vi que los indios eran los buenos y los blancos los malos. Rompía aquella estética dominante. Oesterheld es un desaparecido de la dictadura, él y sus cuatro hijas. Hizo una labor formidable e influyó en toda mi generación”.  

No obstante, el cine fue tan determinante para él como sus lecturas. “Cuando me preguntan qué influyó en mi trabajo, no puedo olvidarme de la influencia del cine. Iba al cine con mi madre dos veces por semana en Necochea, en Argentina, y veía tres películas por sesión. Vi todo el cine americano de los 40 y los 50. Todo eso me quedó en el inconsciente, y cuando dibujo en parte se ve esa influencia. Doy mucha documentación al lector, y aparte uso planos americanos y generales más que primeros planos. Eso es mucho del cómic y del cine”.  

Dibujar en la dictadura

Su tándem con Carlos Trillo, uno de los más fértiles de la historia de la viñeta, siguió dando frutos en los 70 y los 80 como Charlie Moon, Merdichensky, El último recreo o Ficcionario. “Con Trillo teníamos una manera de trabajar que luego otros han replicado”, recuerda. “A partir de una afinidad de ideas en cuanto a lo que queríamos contar, y a una base de una línea argumental, hablábamos mucho, hacíamos una escaleta en la servilleta de un bar, luego yo lo dibujaba e incluso ponía el texto, porque ya estaba hablado. Con el dibujante Jorge González igual, yo le contaba lo que quería de él en cada página, y él aceptaba o proponía, pero no había redundancia. Es una linda manera de trabajar, para mí la mejor”.

También recuerda los tiempos de la dictadura argentina, en el que había poco margen para la épica en su oficio. “Con Trillo intentábamos avanzar un poquito, y a través del costumbrismo hablábamos de un segundo plano sin ofender al poder, o al menos sin que se dieran cuenta. Los militares tienen poco sentido del humor.  No era un acto heroico, hablábamos de forma irónica de la realidad. Ahí pensábamos que no se podía modificar nada, a lo sumo compartir con el lector los mismos sentimientos. Es muy pretencioso tratar de revocar una ley o bajar un ministro desde el cómic. No conozco casos en que haya pasado eso. Quino era el caso más llamativo entonces, pero no modificaba nada. Era una personalidad tranquila y poco visceral, era imposible verlo en una actitud beligerante. Ya aquí, con Ficcionario, queríamos hacer una visión distópica de lo que podría venir en el mundo. Ya era distópico en el 84, pero me quedé corto”.

Donde sí luchó Altuna a brazo partido fue en el campo de los derechos de los dibujantes. “Un caso sangrante fue el de Bruguera, que se quedó con los originales de los autores y aún no los han devuelto. Todo ese fondo está ahora en Random House, pero los autores y sus herederos siguen sin tenerlos. Forman parte de la propiedad intelectual y moral del autor, es algo que figura en la carta de los Derechos Humanos”, subraya. “He estado militando más de 40 años en defensa de los derechos de autor, pero es difícil”.

El deterioro de la profesión

“En España, desde el punto de vista de un autor de cómic, un dibujante se tiene que deslocalizar para trabajar bien. Como mercado, no da, las editoriales no pagan lo que tendrían que pagar. Un cómic me puede llevar seis meses o un año de mi vida. Lo llevo una editorial y lo que me ofrecen es el diez por ciento del precio de portada, lo que me llegan son 3000 o 4000 euros, y después tengo que esperar seis meses o un año para que me hagan la liquidación. Paco Roca, que es quien más vende, es el único que tiene la posibilidad de venta masiva”, prosigue. “Cuando llegué con mi familia, hacía diez páginas por mes, me pagaban por el blanco y negro de esas páginas 100.000 pesetas, con las que pagaba un dúplex en Sitges en primera línea del mar, tenía tres hijos que comían bastante y nos compramos un coche. En la actualidad son 600 euros, mira qué deterioro”.

Finalmente, Altuna admite que “prácticamente no leo cómics en la actualidad. Seguramente me pierdo muchos buenos guiones, pero abro los libros y no me llegan los dibujos y no leo… Yo soy un tipo formado por edad y referencia por un tipo de cómic. Soy muy tradicional, muy clásico, todas las últimas tendencias me pillan un poco lejos. Además, cuando veo una historieta, tengo un juez, un crítico en mi cabeza que es el tipo de enseñanza que me inculcó Alberto Breccia, que era feroz. Va más allá de mi voluntad. Es una parte muy cuestionable de mi formación”.  

Eso a pesar de que, según asegura, acumula libros hasta en los dos cuartos de baño de su casa. “Tengo un problema existencial, porque ahora por un problema de tuberías tengo que pensar dónde dejar la librería… Mi mujer no me va a dejar”.

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