Durante décadas, el nombre de María de la O Lejárraga (San Millán de la Cogolla, 1874-Buenos Aires, 1974) ha venido siempre envuelto en la sospecha: la de que había colaborado en las obras de su marido, el escritor Gregorio Martínez Sierra. Y aunque todavía hay quien se resiste a aceptar las evidencias, ya parece de sobras demostrado que en realidad fue ella quien aceptó que sus escritos llevaran la firma del esposo.
Esta historia dio pie a una obra de teatro del CDN, Firmado Lejárraga, que cosechó un notable éxito el año pasado, con texto de Vanessa Montfort, dirección de Miguel Ángel Lamata y un elenco encabezado por Cristina Gallego y Eduardo Noriega. Ahora, la propia Montfort ha recreado cuanto sabe sobre la vida de esta autora en La mujer sin nombre (Plaza & Janés), que recorre las múltiples facetas de un personaje excepcional.
“Es un ejercicio de justicia”, afirma la escritora barcelonesa, que se ha decantado en esta ocasión por la narrativa por “el ruido que puede hacer una novela y su capacidad de alcanzar a un público mayor. Javier Reverte, recientemente fallecido, solía decir que hay cosas que solo se pueden contar desde la ficción, y la vía de María es una de ellas”.
Genios fascinados
De novela es, desde luego, la peripecia de esa señora que “no se pierde una, participa en todos los acontecimientos del siglo XX”, señala Montfort, y que “vivió muy cerca de los grandes protagonistas de su tiempo, de modo que nos ofrece un fresco del siglo a través de esos grandes nombres, pero siempre desde su punto de vista más humano”.
“María Lejárraga no tenía un ego de autor que la empujara a firmar lo que escribía en un tiempo en el que los escritores eran prácticamente todos varones, pero podía tener en el salón de su casa a Stravinsky y Falla tocando a cuatro manos, y con Diaghilev sentado por allí. Era una interlocutora que fascinaba a todos”, explica Montfort.
Fascinación que se tradujo, como no podía ser de otro modo, en efusiones amorosas, quién sabe hasta qué punto platónicas, de algunos de aquellos grandes hombres. Destacan, por ejemplo, las disputas de Falla y Turina por tener a María cerca. “Turina, tras el éxito de El amor brujo, donde Lejárraga había escrito el libreto, le sugiero acompañarlo a un viaje a Tánger, y acaba dedicando el primer movimiento de su Álbum de viaje 'a la risa de María'. Y Falla se puso muy celoso, como hombre y como compositor”.
“Y sin embargo, con él se encerró a trabajar un mes entero en un hotel de Granada, algo escandaloso en una mujer de la época”, matiza la escritora. “Algo curioso es que ella, que también era católica, no entendía el radicalismo religioso extremo del compositor. De hecho, no acaban el Don Juan porque Falla no quiere que el personaje peque. ¡Y ella debía decirle que el sentido de la obra era precisamente que pecara, para poder redimirlo!”.
Un triángulo amoroso
Estas circunstancias se entienden mejor si tenemos en cuenta que el marido de María Lejárraga, Gregorio Martínez Sierra, mantenía una notoria relación amorosa con la actriz Catalina Bárcena, “una comunidad de bienes”, según Montfort, “porque si Gregorio se iba, María se jugaba su vocación y su profesión. Intentó mantener el matrimonio como pudo”.
“Falla y María fueron el paño de lágrimas el uno del otro. Falla se enamora de ella, no sé si en lo físico pero sin duda en lo intelectual, y cuando el triángulo amoroso está de gira, obligados a convivir, él insulta a Gregorio por carta”, añade.
En cuanto a la amistad con Turina, la escritora se decanta por la teoría de que “hubo más que palabras. De hecho, aquel viaje a Tánger hace que se pierda el estreno de El amor brujo por culpa, dijo, de un temporal. Una dramaturga no se pierde un estreno tan importante por eso, de modo que yo creo que debió de ser un temporal de otro tipo”, bromea Montfort.
¿Y Juan Ramón Jiménez, otro de los devotos de Lejárraga? “Como sucedía con Falla, juan Ramón era otro gran hipocondríaco”, evoca Montfort. “El autor de Platero y yo era el gran cenizo, pero María era la gran desdramatizadora. En un momento dado le escribe algo así como: 'Como no nos veremos en Madrid, porque usted se habrá suicidado…'”.
“Era tremendo, Juan Ramón”, prosigue Montfort. “María se divertía diciendo que se enamoraba hasta de las heroínas de las novelas. Era un enamorado del amor, un dramático. No sé si llegó a sentir una fascinación por María más allá de esa gran amistad, pero María se burla un poco de él llamándolo 'chiquillo mimoso y enamoradizo'”.
'¿Dónde están las mujeres?'
Al margen de estas especulaciones, otro de los aspectos insoslayables de la vida de María Lejárraga es su dimensión política, que la llevó a ser diputada por Granada. “Está obsesionada con que la libertad de la mujer está unida a la educación. Casi convence a las mujeres una por una para que acudan a sus mítines y para decirles que ya pueden votar, que dejen de bordar y estudien”, recuerda la novelista. “A Fernando de los Ríos le pregunta, ¿dónde están las mujeres? Y en un mitin se plantó y dijo que, o le traían a las mujeres, o no empezaba. Cuando los hombres pusieron alguna excusa, les provocó: eso es porque no os quieren ni os respetan, porque a un hombre de verdad le harían caso y vendrían… Y vinieron”.
“Fue una de las diputadas que más enmiendas puso, y asistió al 80 y pico por ciento de las sesiones. Se batió el cobre por Granada pidiendo sistema ferroviario, que los campesinos votaran libremente sin coacción de los caciques, incluso planteó cuestiones ecológicas, como que se repoblaran ciertos bosques de la Sierra de Granada”, apunta Montfort.
Y aunque el gran perjudicado de esta historia –que recientemente ha dado lugar a otra novela, Luz Ajena, de la logroñesa Isabel Lizarraga, y será objeto de un documental para televisión de Laura Hojman– es Gregorio Martínez Sierra, la escritora no olvida que “fue un grandísimo director de escena, hasta el punto de que Lorca es dramaturgo gracias a él. Y se puede entender que tenía a la mejor escritora y a la mejor actriz de la época en su compañía, y quería conservar a las dos”.
“El problema es que firmó lo suyo y lo de esposa, y cuando María se marcha a Francia, él no se preocupa de si tiene para comer durante siete años”, explica. “María admiraba su talento y su carisma en lo social, pero hay cartas en las que lo pone verde. No estaba tan ciega como parecía”.