Un día, su mente dijo basta. Estaba en Afganistán y sufrió un ataque de pánico. Fue el primer aviso de lo que estaba por venir. Hernán Zin, excorresponsal de guerra, se enfrentaba a las secuelas invisibles que los conflictos bélicos dejan en aquellos que van para contarla: ese mismo síndrome de estrés postraumático que sufren víctimas y combatientes.
En busca de respuestas entre sus compañeros, Zin terminó cicatrizando heridas y filmando el documental que presenta este fin de semana en el Festival de Sevilla, Morir para contar, producida por él y Nerea Barros (Goya por La isla mínima). Es un retrato íntimo y valiente de las secuelas que provoca “ver tanto dolor”.
Zin presenta su documental en Sevilla tras triunfar en la Seminci de Valladolid y acompañado de los grandes nombres del periodismo de guerra español: Gervasio Sánchez, Mónica G. Prieto, Javier Espinosa, Fran Sevilla, Roberto Fraile, David Beriain, Ramón Lobo… y un largo etcétera.
¿Qué imagen tiene la sociedad de los corresponsales de guerra?
Creo que es una imagen que no les hace justicia. Se tiene una imagen de Rambo o de héroe, pero, como muestra mi documental, esa imagen se aplica poco a los compañeros, sobre todo en estos momentos en los que información está tan en entredicho por culpa de las fake news (noticias falsas).
¿Y cuál es la realidad del corresponsal de guerra?
La realidad es que cada reportero es de su padre y de su madre, respondemos a diferentes motivaciones. En mi caso, es estar con las víctimas para mostrar la brutalidad de la guerra, pagando un precio muy alto, tanto a nivel familiar como psicológico. Lo más evidente es que te peguen un tiro o te secuestren, pero por debajo hay otra serie de cosas que son igual de graves. Ver tanto dolor te crea unas heridas profundas.
¿Por qué tenemos entonces esa imagen de que son rambos, como ha dicho antes?
Este es un oficio que no tiene ningún glamour. Te caen bombas, está todo sucio y tú te limitas a entrevistar a gente. La gran mayoría de los corresponsales de guerra entienden esto como un oficio con vocación de servicio y de escuchar. Hay, por supuesto, algunas excepciones que me dan rabia.
¿Qué le ha movido a hacer este documental?
En 2012, sufrí un accidente en Afganistán, un ataque de pánico en un blindado. Ahí empezaron un montón de conductas que nunca había tenido. Me pregunté por qué me estaba pasando y empecé a preguntarle a los compañeros cómo lidiaban con ella… descubrí que sufría de estrés postraumático. Los problemas mentales siguen siendo una suerte de tabú en España.
¿Cuáles son las heridas que dejan las guerras?
Yo solo puedo hablar de mi caso. El estrés vino de repente, después de 20 años en la profesión. Se manifestó en forma de depresión, ideas de suicidio, insomnio y paranoias. Lo he pasado mal durante una temporada, pero ahora estoy bien. Duró un año y medio.
¿Cuándo ocurrió?
Hace tres años decidí ir por libre. Después de la gala los premios Goya, que estaba nominada Nacido en Siria. Pasé un año filmando y luego me di la hostia. Digamos que todo lo que vi en Siria fue la gota que colmó el vaso. Estaba cansado y me pasé llorando todo el tiempo.
¿No le cuesta ahora hablar de todo esto?
Sí, me cuesta, pero es importante hablarlo, para ayudarnos entre todos. Si lo escondemos, no se va a curar. Tenemos que tratarlo con adultez, buscar ayuda, afrontarlo y superarlo. Yo he negado mi problema hasta que ya no podía negarlo. Lo cierto es que nunca quise estar en la película.
¿Fue Nerea Barros, su productora, la que le empujó a participar?
Nerea fue la que me dijo que yo no estaba en el documental, tras ver el primer corte del documental y me sugirió que me abriera y contara mi experiencia. Le di la razón y nos pusimos juntos a hacer la parte narrativa. Creo que ha tenido muy buen ojo y lo ha hecho con mucha sensibilidad.
¿Ha sido un documental terapéutico, le ha ayudado a cerrar heridas?
Totalmente terapéutico. Ese es el buen trabajo artístico, el que nos ayuda a entender el mundo y a mejorar. También me ha ayudado el libro, Querida guerra mía, que es de humor. En realidad no te curas, pero aprendes a convivir en cierta armonía con una cosa algo oscura.
¿Qué le motivó a ser corresponsal de guerra?
Nací en una buena familia y he recibido una buena educación, así que de joven pensé que tenía que devolverle algo a la sociedad y me fui a Calcuta (India). Me di cuenta que donde podía ser útil es en la guerra, donde adquieres un compromiso ético social con las víctimas, dándoles voz.
Algunos corresponsales dicen que la guerra te termina enganchando. ¿Es así?
Es una vida muy sencilla, porque solo tienes que contar la vida, que allí es en blanco y negro. Es más fácil que contar la vida con grises de Occidente. Es una vida bastante más fácil: vas, no te matan y vuelves. Es apasionante, divertido y conoces a gente increíble. Yo no lo habría dejado, pero mi mente se encargó de que lo dejara.
Creo que, entre esa gente que ha conocido, hay algún premio Nobel…
Sí, he tenido mucha suerte y he conocido a muchos premios Nobel: Jody Williams (Nobel de la Paz en 1997, por su trabajo para la prohibición de las minas antipersonas y las bombas de racimo), la Madre Teresa de Calcuta (Nobel de la Paz en 1979, por su trabajo con las personas pobres) o Nelson Mandela (Nobel de la Paz en 1993, por acabar con el apartheid sudafricano).
¿En qué piensa uno cuando está en mitad de un conflicto bélico?
Antes de ir, piensas en tu familia. Cuando estás allí, piensa en contar las historias, una buena historia, que es lo importante y hacer lo que sea para contarla.
¿Cómo se maneja el miedo para poder trabajar?
Es como el trauma, se convive con el miedo y tratas de que no te atenace. Muchas veces me ha paralizado, pero la pasión por contar la historia es más grande y siempre he logrado manejarlo. Por la noche, tienes más miedo, cuando te peleas con alguien o cuando ves que se está torciendo la situación.
¿En qué situación te has dicho: “De esta no salgo”?
La verdad es que me lo habré dicho alguna vez, pero no me acuerdo de ninguna, así que probablemente no era tan grave. La pregunta que te haces muchas veces es más bien: “¿Qué hago yo aquí?”.
¿Cuál ha sido el conflicto bélico más complicado?
Gaza, siempre. Porque es una gran prisión a cielo abierto y me cuesta controlar la rabia que siento. Y el Congo, por la violación de las mujeres y la indiferencia del mundo.
¿Cómo se vive la muerte de un corresponsal?
Cuando le pasa algo a un compañero, tomas conciencia: realmente nos matan. Es una shock para toda la profesión, como una piedra que cae en un estanque y provoca una ola de empatía. Eso te hace ser más prudente, tomar perspectiva y preguntarte si vale la pena dejarlo, algo que nos preguntamos a menudo.
¿A qué compañeros fallecidos cubriendo un conflicto echas más de menos?
Miguel Gil era una figura importantísima para el periodismo, un tipo con una mirada y formación única. Todos son importantes, pero como cámara que he sido, me siento muy afín e identificado con él, porque era un cámara muy libre y muy sui géneris.
¿Se aprende algo de la guerra?
Sí, a valorar lo que es importante y lo que no. Es la mayor lección: te pone los pies sobre la tierra.
¿Y, al volver a casa, no le pierdes un poco de respeto a los problemas de la gente de aquí?
Ese es el gran esfuerzo que hay que hacer. Cuando vuelves, tienes que entender que cada uno sufre en la dimensión de su realidad. Si no haces esa reflexión, te vuelves un soberbio y te quedas solo. Cuando volví la primera vez, con 22 años, lo hice en plan soberbio y queriendo darle lecciones morales a todo el mundo.
¿Cuáles son tus próximos proyectos?
Estoy trabajando una peli de ficción, escrita por mí, inspirada en este documental y que espero rodar el año que viene.