El exterminio por parte de los nazis de millones de judíos y -en menor número, pero proporcionalmente igual de aterrador- de gitanos, homosexuales y personas con capacidades diversas en campos de concentración permanece como uno de los grandes temas de la literatura, al arte y el pensamiento a día de hoy. No es el único genocidio, ni siquiera el más numeroso, pero sus especiales características lo convierten en paradigma del horror y la inhumanidad.
Antonio de la Torre y uno de sus más habituales colaboradores en cine, el director andaluz Manuel Martín Cuenca, eligen ese tema para el regreso a las tablas del actor nacido en Málaga. Parten de la entrevista que en 1976 Claude Lanzmann hace a Maurice Rossel, delegado de la Cruz Roja Internacional durante la Segunda Guerra Mundial. La conversación no se incluyó el documental que el cineasta preparaba sobre el holocausto, la mítica Shoa, que estrenó en 1985; pero Lanzmann la estrenó como una película independiente en 1996 y también publicó en libro la transcripción de la entrevista. A partir de ellos, Felipe Vega realiza una dramaturgia en la que combina a un personaje ficticio, una periodista italiana, con dos reales: el propio Rossel y Primo Levi, judío superviviente de un campo de concentración y que fue uno de los primeros y más importantes narradores del horror nazi.
El dispositivo es el mismo del original: la periodista ha citado a Rosell años más tarde para preguntarle sobre sus informes, en especial, el que hizo tras visitar el campo de Theresienstadt. La diferencia es que ha querido que Primo Levi esté presente en la entrevista. La propuesta escénica respeta el original y sitúa la entrevista en la cafetería del Hotel Roma (lugar en que se suicidó Cesare Pavese). Un único espacio, un tiempo que transcurre sin elipsis, y se concentra en el combate verbal de los tres reputados intérpretes. Esa es la apuesta de la pieza: no hay grandes efectos ni giros dramáticos espectaculares, sino tres personas tratando de entenderse entre ellos y a sí mismas. Un sutil espacio sonoro, una iluminación tenue y que juega con el claroscuro, y una escenografía hermosa y funcional (mesas y sillas de café centroeuropeo, un neón en el que se lee Hotel Roma, un tocadiscos y espejos que, quizá, son metáfora de la dualidad ilusión-realidad).
Tres miradas
Cada uno de los personajes representa una postura ante lo ocurrido: la periodista que no vivió el holocausto, pero que tiene claro todo lo que ocurrió gracias al minucioso estudio de la información histórica que maneja y, por tanto, desde el rigor, posee una verdad a la que quiere llegar; Primo Levi es la víctima que sobrevive de milagro al horror, lo cuenta y anda entre la desesperanza que le ha dejado ese horror y cavilaciones sobre qué es la memoria; y Rosell, el hombre neutral que tenía que dar informes en el momento y que, a toro pasado, se enfrenta a la acusación de tibieza y hasta benevolencia con el régimen nazi. Sin llegar a los extremos de lo que Hanna Harendt bautizó como la banalidad del mal en referencia al juicio de Eichmann (algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos), Rosell se muestra como un hombre que sigue defendiendo el contenido de sus informes, lo que nos hace reflexionar sobre la actitud que adoptamos ante el horror cuando no nos toca directamente y lanza la pregunta de hasta qué punto la neutralidad o cierta ceguera (voluntaria o involuntaria) son cómplices de ese horror.
Los tres intérpretes resuelven con solvencia sus roles. María Morales dota de emoción la búsqueda de la verdad de su personaje, Juan Carlos Villanueva encarna con solemnidad a Primo Levi y Antonio de la Torre propone un Rosell simpático y, sin embargo, hermético. El director de la pieza, a lo Hitchcock, se reserva un cameo como hombre de paso en los primeros minutos de la función, sin que ello tenga incidencia sobre la acción. Primo, en el rato que se ausenta de la conversación, permanece en la escena como símbolo de la conciencia imborrable del horror. La obra solo rompe la cuarta pared en los minutos finales, los intérpretes se dirigen al público para darnos un mensaje que, creo, ya estaba contenido en la propia pieza.
Seguí la función con interés. La sutil amplificación con micros de las voces de los intérpretes les permitía una dicción natural sin necesidad de esfuerzos. El diálogo fluye y evita el peligro de sonar “a escrito más que hablado” al jugar sabiamente los intérpretes, en especial de la Torre, con intencionadas interrupciones y sutiles balbuceos que se parecen más al hablar coloquial que la emisión del texto impoluto. Sentí una leve desilusión en el clímax por estar, desde mi punto de vista, atenuado: no hay enfrentamiento directo entre las dos fuerzas centrales de la obra, los dos testigos directos. Quizá esa atenuación es intencionada y pretende decirnos que no hay respuesta clara al asunto del que se trata.
Un hombre de paso ha contado con la colaboración en la producción del teatro Lope de Vega de Sevilla, que ha acogido su estreno absoluto, agotando las localidades en todas sus representaciones.