El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.
Soy mujer y soy científica
El 11 de febrero de 2015, la científica irakí Nisreen El-Hashemite1, fundadora y presidente de la Liga Internacional de Mujeres en la Ciencia, propuso en Naciones Unidas que se declarara un Día Internacional para reconocer el papel de las mujeres en la ciencia y la tecnología. De este modo, a finales de ese año se aprobó que el 11 de febrero sería el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia.
Los objetivos de esta jornada son varios: fomentar la vocación científica en niñas y visibilizar el trabajo de mujeres científicas y tecnólogas de manera que se rompan estereotipos. ¿Y esto, a qué viene? ¿Por qué un día específico para la mujer y la niña en la ciencia? Casualmente, en 2015 Naciones Unidas aprobó también los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) como parte de la Agenda 2030 para que los países y sus sociedades emprendan un nuevo camino con el que mejorar la vida de todos, sin dejar a nadie atrás. Pues bien, el quinto ODS, de color naranja oscuro, es precisamente la Igualdad de Género. Otros ODS, yo diría que la mitad, aluden claramente a la Ciencia y la Tecnología como impulsores del desarrollo y el bienestar de las personas y de la protección del medio ambiente. En 2015, pues, nuestra sociedad estaba (teóricamente) preparada para comenzar una nueva estrategia de desarrollo, más moderno y más respetuoso con las personas y con el medio ambiente.
Hoy ha llegado a mi correo el informe de Indicadores de Género de 2017 de la Junta de Andalucía y eso me induce a ojear también el último informe del CSIC de Mujeres Investigadoras. No necesito mirarlos para saber lo que contienen, pero a mi siempre me han gustado los números y las gráficas, con sus desviaciones estándar y todos sus avíos. Será porque soy científica. Hacer números y gráficas desgranan los diversos aspectos de una realidad y pueden dar las pistas para ayudar a encontrar soluciones a los problemas que se plantean.
Mirando entonces los dos informes, me llama la atención una gráfica en la que se representa el número de ocupados con educación superior separados por género. Y, grata sorpresa, en 2017 se iguala la ocupación de hombres y mujeres con estudios superiores. Estos datos tendrán muchas lecturas, pero esta gráfica me hacen sentir optimista. Pero sigo ojeando y fijándome en mi campo, el de la Ciencia, me doy de bruces con una distribución en tijera. ¿Qué significa esto? Pues sencillamente, que estoy mirando una distribución de las categorías profesionales separadas por género y se aprecia que en las categorías profesionales más bajas hay una mayor proporción de mujeres que de hombres y en las categorías superiores, la diferencia se agudiza en el sentido contrario.
En los laboratorios trabajan más mujeres que hombres (personal técnico y estudiantes de pre y postgrado principalmente), pero hay solo un quinto de mujeres en cátedras universitarias y solo un cuarto de los profesores de investigación (el grado más alto de la escala científica del CSIC) son mujeres. Es lo que se llama “techo de cristal”, que mide las oportunidades relativas de las mujeres de alcanzar la posición más alta en la jerarquía investigadora. Este techo de cristal no solo impide a las mujeres tener mejores perspectivas económicas, sino también de liderar grupos, proyectos de investigación y solicitudes de patentes.
La visibilización de la mujeres en medios de comunicación es también mejorable. Se conoce menos lo que hacen las mujeres que los hombres y se habla entonces del “techo de papel”. Por ejemplo, ¿quién sabe que el test de Apgar lo desarrolló una mujer? Sí, ese test que se hace a los bebés recién nacidos y que salva miles de vidas cada año. Lo desarrolló una pediatra, Virginia Apgar, en los años 50 del siglo XX. Por si fuera poco, el llamado efecto Matilda produce que muchas mujeres científicas vean atribuidos sus logros a sus colegas masculinos. Valgan como ejemplos Rosalynd Franklin, Jocelyn Bell o Lise Meitner. Y para acabar de rematar la faena, la maternidad. Algo que solo podemos hacer las mujeres. Tengo tres hijos, y alguno lo tuve cuando vivía en el extranjero.
No es fácil conciliar la vida familiar y profesional, y no lo es tampoco en Ciencia, ya que hay una exigencia enorme y continua de trabajo y resultados, que a veces quedan obsoletos en unos meses. Si en esos meses una mujer quiere ser madre, estará en peores condiciones para competir (en igualdad de condiciones teóricas) por un puesto mejor, por ejemplo, y no digamos si tiene un embarazo complicado. La mejora en este sentido ha sido grande pero insuficiente. Los programas de bajas por maternidad y paternidad más igualitarios, en los que se trabaja en los países de nuestro entorno (y en el nuestro también), son esenciales para disminuir una gran parte de la brecha que actualmente separa a hombres y mujeres científicos.
“La sociedad está madura para asumir este cambio”
Todas estas tendencias, el techo de cristal, el techo de papel, el efecto Matilda, la discriminación de la mujer en general, han disminuido mucho en el siglo XXI. Ya era hora. Esas tendencias son algo más tímidas en lo que se refiere al techo de cristal, pero el hecho de darle un nombre y por lo tanto una identidad, ayuda a resolverlo. Por eso, durante los primeros quince días de febrero se organizan actividades para visibilizar y reflexionar sobre los sesgos de género en la investigación y tecnología. Claro que el objetivo final de estas iniciativas debe ser la búsqueda de soluciones. Y ahora viene mi opinión personal.
Las soluciones, creo yo, no deberían basarse solo en cumplir con las leyes de cuotas o en mejorar la organización de las bajas de maternidad y paternidad, es más, ojalá no hubiese que legislar que mujeres y hombres debamos tener igualdad de presencia en los puestos de toma de decisiones y en el cuidado de nuestros hijos. Por la misma razón las soluciones tampoco deberían apoyarse en una continua queja, o en asumir roles masculinos para alcanzar mejores oportunidades, como por ejemplo, renunciando a la maternidad. No. Ni tampoco en excluir de esta búsqueda a los hombres y, menos aún, a los adolescentes y niños varones. Vayamos hacia un nuevo proyecto de sociedad más justa conjuntamente, de la mano, sabiendo de dónde venimos para no repetir errores, pero sabiendo, sobre todo, adónde vamos.
Es muy importante no dejar a nadie fuera, porque si se hace, se volverán a cometer injusticias. El siglo XXI ya es mayor de edad. La sociedad está madura para asumir este cambio. Las jóvenes, los jóvenes, los niños y las niñas lo están, las instituciones lo están. Pero falta mucho camino, que solo podremos recorrer con programas educativos inclusivos e igualitarios y que traten el asunto de manera natural, con el objetivo, no de crispar, sino de avanzar hacia un mundo sostenible, también, con las personas.
(1) Como cotilleo histórico, se da la circunstancia de que Nisreen es también princesa.
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El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.
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