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OBITUARIO
María de los Ángeles y las alas de Blas Infante

María de los Ángeles, en 1996 en Cádiz, descubriendo un retrato de su padre

Antonio Manuel Rodríguez

Patrono de la Fundación Blas Infante, profesor y escritor —
4 de abril de 2024 16:58 h

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Cierra los ojos e imagina por un momento que han asesinado a tu padre, a tu madre, a tu hijo, a tu hija, a la persona que más ames en este mundo. Ese dolor que te retuerce el espinazo fue el que sintieron las mujeres que rodearon a Blas Infante desde el día en que le llevaron café y sandía al Cine Jáuregui donde lo tenían preso, recibiendo de los falangistas dos colchas, un termo, un reloj, una pluma y una alianza. Ya lo habían ejecutado. 

Fueron ellas su verdadera infantería. Las que conservaron su memoria en su ausencia. Las que cuidaron durante la dictadura la Casa de la Alegría, el escudo de la puerta, la arbonaida en el arcón, los libros y los discos en sus estanterías, sus manuscritos en los cajones… Sin ellas, no brillaría con tanta luz el recuerdo de Blas Infante como no brilla la noche sin las estrellas. Ellas fueron su mujer, Angustias; su madre, Ginesa; y sus hijas Luisa, Alegría y, especialmente hoy, María de los Ángeles.  

Blas Infante tenía a su madre Ginesa en un altar. A ella le dedicó una habitación en Dar al Farah, su casa de Coria, con inscripciones aljamiadas que decían: “Vivirá en sus nietos la abuela Ginesa. ¡Noble señora Ginesa! Reina Ginesita”. Convencido de que la memoria se trasmite por el cordón umbilical de los cuidados de las madres. 

A su viuda, Angustias García Parias, se le llenó el cuerpo de manchas negras como si la piel tomara el color del alma y del luto que llevaba puesto. Perdió tanto peso que aprovechó cada vestido para hacer otro a las niñas. Y se arruinó con tal de no desprenderse de la Casa de la Alegría, a la que siempre consideró la tumba que negaron a su marido. Sembró un jardín de lilas, violetas y pensamientos por donde lo sacaron para que nadie volviera a profanar sus últimos pasos. Como tantas madres en la posguerra, dio de comer a sus hijos tortillas sin huevo con polvos teñidos de amarillo. Y aunque repitió a su marido cien veces “¿Quieres dejar a Andalucía que no te va a traer más que una tragedia?” fue gracias a ella que conservamos la misma bandera que presidió la manifestación del 4 de diciembre de 1977, y el escudo de la puerta, sin coronas ni laureles. 

Ella también perdió a su marido y a su hija, pero jamás el empeño en defender la memoria eterna de Blas Infante, presidiendo la Fundación que lleva su nombre y el acto que recuerda su asesinato mientras tuvo un átomo de fuerza y lucidez

Blas Infante también fue un buen padre. Para que su hijo y sus niñas aprendieran a escribir, les dictaba que “La amapola es la flor más roja del campo”; les regalaba un caballo de madera para explicarle el mito del caballo de Troya; les recitaba cantando la “Luna Lunera”; o les narraba las aventuras del Quijote en los azulejos de la casa. Luisa, la mayor, continuó la tarea de su madre al quedarse a vivir en Dar al Farah cuando ella falleció. La más chica, Alegría, no tuvo tiempo de llamarlo padre. Y hoy se nos ha ido María de los Ángeles, una mujer de luz que jamás celebró su santo porque fue en ese día cuando arrancaron a su padre de sus brazos para siempre. Ella también perdió a su marido y a su hija, pero jamás el empeño en defender la memoria eterna de Blas Infante, presidiendo la Fundación que lleva su nombre y el acto que recuerda su asesinato mientras tuvo un átomo de fuerza y lucidez. 

La conocí justo en ese 10 de agosto del año 1998. Le regalé el manuscrito de una novela que tenía como protagonista al presunto asesino de su padre, y ella me correspondió con una sonrisa y una bandera de Andalucía firmada de su puño y letra. Esa novela se llamaba “El desmayado vuelo de las cigüeñas” en alusión al presagio de esperanza que dibujan en el cielo con sus alas. Quién me iba a decir a mí que terminaría siendo patrono de la Fundación Blas Infante. La mañana que recibí su carta, volaban las cigüeñas. Cuando fui a tomar posesión, me detuve en el monumento del kilómetro 4 de la carretera Sevilla-Carmona, y volaban las cigüeñas. Y esta mañana, al partir hacia al tanatorio de la SE 30, volaban las cigüeñas.

Las alas de María de los Ángeles, como las de su abuela, su madre y hermanas, sirvieron para elevar a las alturas el nombre, el pensamiento y la obra de Blas Infante

Compartí muchas mañanas, tardes y noches a su lado. Siempre aprendiendo de sus ganas de vivir, de la calma como aliada, de la pasión que ponía defendiendo Andalucía, de la templanza con la que consiguió mantener viva la figura y el legado de su padre, bebiéndome la luz que irradiaban sus ojos cada vez que lo nombraban. Recuerdo una tarde paseando por Archidona y al ver la estatua de Blas Infante me dijo: “Quizá sea la que más se le parece, la que más me duele, porque caminaba así cuando se lo llevaron el día de mi santo”. Y se echó a llorar en mi hombro, como una chiquilla. 

Las alas de María de los Ángeles, como las de su abuela, su madre y hermanas, sirvieron para elevar a las alturas el nombre, el pensamiento y la obra de Blas Infante. María de los Ángeles mantuvo el vuelo durante años siendo presidenta de la Fundación, acudiendo a cada acto, respondiendo a cada entrevista, siempre cauta y elegante, con la sonrisa tatuada en la cara pero sin renunciar a enseñar los dientes cuando hiciera falta. En los peores momentos de la Fundación, con el ánimo triste, me miraba y me decía: “no puedo dejarlo, recuerdo los ojos de mi padre y no puedo dejarlo”. Quizá sean sus ojos lo que más recuerde de María de los Ángeles cuando cierro los míos. Y mientras la vida me lo permita, igual que hizo ella con la memoria de su padre, intentaré ser cigüeña con sus alas. 

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