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Sefardíes y moriscos
Como siempre cuando hay una buena noticia, se desata una carrera popular para enterrarla bajo un alud de críticas falsas. Como le sucedió este mes a la decisión del Gobierno español de dar la nacionalidad a los sefardíes.
A los sefardíes, he dicho. A los que acrediten tal condición, dice la propuesta de ley. No a los descendientes de sefardíes. No es lo mismo. Sobre todo no lo es en el sentido que pronto le dieron algunos, citando un estudio genético que demuestra la “descendencia sefardí” de millones de personas mediante un modelo matemático de difusión de cromosomas. Según este modelo, todos descendemos de Gengis Kan y de la Virgen María. Las matemáticas tienen eso.
Cuando hablamos de una comunidad cultural y étnica, como son los sefardíes – una parte del pueblo español, expulsada en 1492 – , con la genética sólo se puede hacer una cosa: pasársela por el forro de lo que Forges llama los cuasi esferoides. Que es exactamente donde se sitúa la genética. Pensaba yo que desde que cierta ideología mortífera perdió la guerra en 1945 habíamos aprendido a no relacionar conceptos como cultura, religión, nación, lengua, pueblo o etnia con la genética.
Pero la cifra de los “3,5 millones de judíos que podrían pedir la nacionalidad española”, que empezó a circular al día siguiente y se sigue replicando hoy animadamente, probablemente se derive no de la mala fe sino de la confusión entre sefardíes y mizrajíes. Algo más o menos tan inteligente como confundir hispanos y españoles. Imaginemos que Estados Unidos elimine la necesidad de visado para los ciudadanos de España y el New York Times titule: “Washington abre las fronteras a 500 millones de españoles”.
Es cierto: la Real Academia admite que ‘sefardí’ puede decirse de los judíos “que, sin proceder de España, aceptan las prácticas especiales religiosas que en el rezo mantienen los judíos españoles”. (También admite hispano como sinónimo de español). Es obvio que la ley española no se refiere a todos los judíos del mundo musulmán, desde Marruecos a Iraq, de lengua árabe, tamazigh o kurda, que aceptaron la forma sefardí de la liturgia. Pero en Israel, a todo el que no sea asquenazí (ni etíope) se le llama sefardí. Tanto, que las listas de “apellidos sefardíes” que circulan por Israel incluyen clásicos magrebíes como Sebbagh o bereberes como Aflalo, y el diario Haaretz señala, sin rubor alguno, que tras anunciarse la ley, “tener un apellido mizrají se convirtió en algo maravilloso”. La confusión es absoluta.
Aparte de marear con las cifras, los críticos no ahorraban en especulaciones: hubo quien atribuía la ley al intento de Madrid de congraciarse con Israel o incluso con el lobby sionista. En realidad, los mayores rabinos israelíes, como Shlomo Aviner, denunciaron la norma como una jugada sucia que había que rechazar con toda firmeza.
Obvio: para ellos era una puñalada por la espalda, una competencia desleal en toda regla: Israel lleva desde su fundación proclamándose como el único país del mundo seguro para los judíos, sin parar de destacar – casi cabría decir: celebrar – el antisemitismo en el resto del planeta, para que ahora venga España y ofrezca pasaportes y los mizrajíes-sefardíes, tras medio siglo de marginación social y política, de repente se percaten de que existe una tierra prometida. ¡Una tierra prometida que no sea Israel! ¡Y encima un país enemigo como España, el que en la ONU siempre vota a favor de los palestinos!
El gesto de España, de hecho, castiga a la casta política asquenazí que lleva dominando Israel desde su fundación, y que no sólo ha convertido a los judíos de tradición mizrají y sefardí en ciudadanos de segunda clase, mano de obra barata y explotada, sino además se ha esforzado en erradicar toda traza de las milenarias culturas judías mediterráneas. La apisonadora del sionismo, con su hebraización forzosa, primero, y su imposición del fundamentalismo religioso asquenazí, después, ha convertido a los judíos mediterráneos, la mitad de la población judía de Israel, en los grandes invisibles de la historia, ninguneados y erradicados de la memoria. Una memoria que muy frágilmente se mantiene en sus países de origen, a punto de desaparecer para siempre.
Dejaremos para otro día el genocidio cultural contra el judaísmo mediterráneo y árabe que el sionismo oficial de Israel llevó a cabo de forma metódica y eficaz. La nueva ley española no lo remediará. Apenas recordará que una ínfima parte de esa población judía mediterránea, la sefardí, la que aún recuerda que es sefardí, tiene derecho a una patria, y esa patria no tiene por qué ser la que inventaron los inmigrantes mesiánicos asquenazíes, es decir alemanes.
¿Sólo ellos? La crítica más despiadada contra la ley de retorno española vino de quienes preguntaron por qué no se otorga el mismo derecho a los moriscos, expulsados en 1609, un siglo largo después de los judíos. Cierto: al igual que los sefardíes, los moriscos formaban parte del pueblo español y fueron perseguidos por su fe, en este caso la musulmana. Tuvieron que emigrar dejando la que era su tierra, su idioma, su cultura.
Pero sería precipitado achacar a los políticos españoles de entrada una especie de racismo religioso. La diáspora sefardí lleva muchas décadas recordando su presencia a la sociedad española. En 1992, el rey Juan Carlos I se reunió con sus dignatarios en un acto oficial de reencuentro. Los moriscos, hasta hoy, no han hecho un esfuerzo similar para recordar su vínculo con su antigua patria. No están presentes en el consciente colectivo, y cuando aparecen, lo hacen como hecho histórico, no como un colectivo humano vivo. Ah pero ¿los moriscos existen?
Esa es la gran pregunta. ¿Existen? La candidatura que promovió a “los moriscos” como candidato al Premio Príncipe de Asturias 2010, que no le fue concedido, tuvo bastante repercusión, pero falló en lo esencial. Que yo sepa, ningún morisco, es decir ningún magrebí hispanoparlante de toda la vida, tomó el estrado en Madrid, Granada o Sevilla para recordar al pueblo español su presencia. Si alguien lo hizo, no apareció en la prensa. “Los moriscos” nunca se salieron del ámbito de un hecho histórico que necesita un desagravio simbólico.
Reconocer Al Andalus como algo propio
Por supuesto que lo necesita. Por supuesto que el patrimonio cultural del pueblo español quedará cojo mientras no se reconcilie con esa parte esencial de su historia: reconocer Al Andalus como algo propio, no asociarlo a una supuesta invasión árabe que nunca tuvo lugar, no adjudicar la Alhambra a un pueblo extranjero, sino asumir su pasado musulmán como algo intrínsecamente ibérico, tanto como lo han sido el cristianismo o el judaísmo. Si Santiago de Compostela fue destino de peregrinaje cristiano para toda Europa y el Rambam – el cordobés Maimónides – es hasta hoy el sabio judío más venerado de la historia, decir que la mezquita de Córdoba es “árabe” significa arrastrar hasta hoy la amputación psicológica que el nacionalcatolicismo llevó a cabo mediante el bisturí de la “Reconquista”, término inventado en el siglo XIX con fines propagandísticos.
Pero hace falta un largo trabajo antes de poder aspirar a que el Parlamento apruebe otorgar la ciudadanía a los moriscos. En primer lugar habría que aclarar quiénes son. Porque injusticias históricas hay incontables, y no se pueden arreglar todas repartiendo pasaportes. Los sefardíes existen: miles de personas, de Casablanca a Sarajevo y de Sofia a Estambul, hablan el español – ladino o djudeo lo llaman ellos, pero es castellano, es el idioma que estandarizó Antonio de Nebrija el mismo año de la expulsión – que aprendieron de niño. Desde un punto de vista lingüístico y cultural son españoles.
¿Ocurre lo mismo con los moriscos? Curiosamente, la información disponible es escasísima. Sabemos que en Tetuán hay familias marroquíes con apellidos españoles, y quizás algunos hayan conservado el idioma. En Rabat y Fes hay numerosos linajes extremeños y andaluces, pero hace ya algunas generaciones que poco o nada los distingue del resto de los marroquíes, salvo el apellido y algunas costumbres. En Túnez aún hay familias que conservan el español, según me consta por testimonios. Pero cuántos, quiénes son, qué patrimonio conservan, todo ello falta por acercar al pueblo y al Parlamento de España.
En abril próximo, del 4 al 6, Tánger acogerá el primer gran congreso internacional morisco. Será una excelente oportunidad para reconciliar a los pueblos ibéricos con esta parte de su pasado. Y aclarar cuál es la comunidad morisca que ha sobrevivido hasta hoy como para volver a reclamarse parte del pueblo español. Porque en el caso de los moriscos, hasta esto nos han robado: saber que existen.
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A los sefardíes, he dicho. A los que acrediten tal condición, dice la propuesta de ley. No a los descendientes de sefardíes. No es lo mismo. Sobre todo no lo es en el sentido que pronto le dieron algunos, citando un estudio genético que demuestra la “descendencia sefardí” de millones de personas mediante un modelo matemático de difusión de cromosomas. Según este modelo, todos descendemos de Gengis Kan y de la Virgen María. Las matemáticas tienen eso.