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Maeztu: todo empezó en el Cerro del Moro

El cura Jesús Maeztu abrió camino en el Cerro del Moro, antes que en las Tres Mil Viviendas, y participó en los inicios de la madre de todas las intervenciones sociales en barrios marginales. Un personaje clave, todo un personaje que pasea por la memoria del “nuevo” Cerro del Moro, el inconcreto barrio que le vio llegar allá por 1969 junto a Gregorio López. Ambos no estaban ya durante la operación definitiva de los años noventa, impulsada por Enrique, Carmen y un montón de vecinos más, pero su labor previa resultó vital para explicar el proceso de transformaciones en el barrio.

En los albores de los años sesenta, Maeztu y López marcharon a estudiar a la Universidad de Salamanca en compañía de legendarios nombres de la política gaditana como Rafael Román o Ramón Vargas Machuca. “Salimos con el mejor expediente, a los dieciocho años, con el mismo objetivo, pero ellos cambiaron Teología por Pedagogía y Filosofía”. De vuelta a Cádiz, el obispo Añoveros les dijo: “Tengo tres barrios complicados, no sé qué hacer con ellos”. Se trataba de Cerro del Moro, Puntales y Loreto. Se presentaron cinco voluntarios, “¿quién se iba a atrever a ir?”.

El gueto provisional se convirtió en conflictivo punto negro social . Maeztu encontró “un aluvión de gente sin casa”, un clima de miseria atroz y la clave de su misión. “Con 25 años pensé que el verdadero sentido de mi vocación era jugarme la vida con gente que lo pasa mal, y no como un funcionario de la Iglesia. Así que me fui a trabajar al Cerro, donde ya intentaban auxiliar a la gente Alfonso Castro o Gabriel Delgado, tras salir elegido en una votación. Y me nombraron párroco de buenas a primeras. Había que montar la parroquia allá donde nadie iba a misa, nadie se casaba, y los habitantes se hacinaban ajenos a cultos y tradiciones”.

Los primeros días, de paisano, comprobó los perniciosos efectos del chabolismo vertical. La barriada de La Paz no había hecho más que nacer. Hacía meses que el difunto Che Guevara se erigía en leyenda. Cádiz vivía sus primeras Fiestas Típicas. Vietnam era un problema. Vietnam fue el nombre de pila de otro barrio marginal de emergencia que se prolongó en el tiempo, en El Puerto de Santa María. Felipe de Borbón cumplía un año, el mundo libre celebraba la resaca del mayo del 68 y Fernando Quiñones se sacaba de la manga el festival Alcances para paliar la sequía cultural de esta tierra.

Maeztu sufrió el rechazo y la desconfianza inicial. “¿Tú qué haces aquí? ¿Quién te ha llamado? Nadie entendía que viniera por gusto. Yo quería vivir este infierno desde dentro; pedí dinero prestado a mi padre para levantar la nave de uralita en un solar de 500 metros cuadrados que solicité al alcalde Jerónimo Almagro de modo provisional. Añoveros también ayudó lo suyo. Compré 150 sillas de enea en Benamahoma, puse una mesa, un cristo de madera y un hebrea de veinte centímetros y ya teníamos salón de reuniones, templo y todo lo demás. De gran sobriedad, por cierto”.

La parroquia de la Asunción albergaba asambleas y misas, encuentros ciudadanos y experiencias culturales, los vecinos discutían los temas de la semana apoyados en la liturgia de la palabra, pero antes Jesús tenía que implicarse en el ambiente callejero y popular. No era fácil. Conoció a Camilo, Juan ... “un grupo cuyo líder era Enrique Blanco”. Tantos años después, Maeztu confiesa que captó la atención y se granjeó cierta confianza de todos ellos merced a sus notables dotes como futbolista. Y a algunos detalles de gran importancia como su negativa a cobrar la paga del Estado, decantándose por ganarse la vida como profesor en el colegio Amor de Dios. “Me aceptaron mejor marcando goles y regalándoles una camiseta del Athleltic de Bilbao”.

“Los chavales se volcaron. La parroquia pronto significó su casa. Entraban y salían. Plantamos un escueto jardín en la puerta, porque parecía un milagro captar a fieles a través de una nave de uralita. Pero partieron las macetas al día siguiente. ¿Flores en el Cerro del Moro? Primera lección. Si quieres un jardín lo hacemos nosotros. Lo hicieron”.

El barrio comenzó a moverse, literalmente. Brotó el cariño, el afecto que faltaba a manojitos por mor de la aplicación de la ley de la selva. Jesús define la situación: “Familias desestructuradas, casas demasiado pequeñas sin mínimas condiciones, golfos por las calles y pandillas causando estragos. Y un sentimiento común de pertenencia y orgullo que se mantiene vivo en el siglo presente.

Maeztu subraya la existencia de oligofrenias profundas. Y tuberculosis. Y enfermedades sociales que se reflejaban en núcleos familiares caóticos que empujaban a las niñas a quedar embarazadas a temprana edad y caer en la condena de la soledad, el desamparo y el estigma general. Niñas-madres pronto abandonadas, que permanecían con sus madres, a la postre las que realmente criaban a los niños. Un montón de niños de azarosa identidad y con el futuro más negro que el carbón.

Jesús padeció su primera crisis como consecuencia de la constatación de la falta de cariño general en el barrio. Déficit de afecto que se traducía en las citadas enfermedades, en la proliferación del alcohol y las drogas duras, en la estampa en sepia de una ciudad sin ley poblada por desheredados, donde “no entraban ni los taxis”. Mención especial para el “reino de la grifa”: Los Patios, los Siete Arcos, o como se quiera llamar al cogollo, la crema, el ojo del huracán del Cerro del Moro. Los hijos de la desolación y de la incultura se criaban en la calle de aquella manera y se hacían mayores a velocidad del rayo. Nadie olvida el daño que hizo la heroína, acaso más que el olvido y la marginación, sus hermanas de sangre.

“Primero te miran a la cara. Si ven que eres fiable, te hacen algunas pruebas. En caso contrario, estás perdido”, sintetiza Jesús, sabedor de que “en un mundo sin estructuras sociales, el primero que miente lo lleva crudo”.

Maeztu se eriza en el relato del instinto sexual, el roce diario en treinta metros cuadrados, las familias confundidas entre sí, el descubrimiento de la falta de espacio para desarrollar una vida entre comillas. “Los chavales vivían en la calle”, conjugando apenas verbos como dormir, comer y pelearse. En permanente cruce de relaciones sexuales, que no afectivas. “La solución era muy sencilla: había que derribar las chabolas y emprender un nuevo camino”.

El cura que ya no es cura, pero mantiene el pulso social al mundo, se marchó del barrio antes de que éste alzase el vuelo, no pudo participar en la operación, de hecho valora el trabajo de Enrique, Carmen y compañía, pero el barrio quedó grabado en su memoria. Ahora, lo pasea con la boca abierta y una visible emoción, comprobando que el sueño, su sueño compartido, se hace realidad.

Antros de infelicidad

Con ustedes, la rata más hermosa del mundo. Dos kilos de horror, cuarto y mitad de penalidades y el horizonte más plano que una tele de mil colores. “Organizamos un concurso de ratas y mandamos la foto de los campeones al Diario, que misteriosamente la publicó del tirón. Y vinieron a desratizar el barrio en poco tiempo. Había que moverse de esa manera para llamar la atención de la sociedad gaditana”, remarca Maeztu.

Las casas del Cerro eran “antros de infelicidad, lo que los sociólogos llaman 'no lugares', y el conflicto social que padecían las zonas de Los Patios y San José Obrero tenía que ser administrado con sumo cuidado. Había hambre de verdad. Regalamos bolsas una Navidad y la gente se arrancó en tromba, salí por encima de la avalancha casi en volandas. Nunca más volví a regalar bolsas”.

De todos modos, en contraposición con esta voracidad, el Cerro del Moro respiró siempre por la herida solidaria. Aún lo hace. Maeztu siempre tuvo dinero, de una u otra manera, para cubrir las necesidades más perentorias de la gente. “En el buzón de la Parroquia siempre había dinero. El cepillo arreglaba muchos asuntos. La gente llegaba a aportar un millón de pesetas en alimentos”.

La inmunidad de las dependencias de la Iglesia fue aprovechada por Maeztu y López para convertir la Parroquia en centro de reunión, asambleas clandestinas, encierro de trabajadores en tiempos críticos y radicales, una etapa clave en la historia de la democracia. “Durante los encierros de Astilleros, por ejemplo, la sacristía era un estanco donde la gente depositaba sus paquetes para que nada faltase a los activistas. Hasta las mujeres de los militares de Fariñas traían pucheros y comidas, nadie impedía dar de comer a los necesitados. Las mujeres representaron la vanguardia; sin ellas nada hubiera sido posible. Las mujeres impulsaron la toma de conciencia de la gente para cambiar su realidad. El setenta por ciento del mérito de esta actuaciones sociales corresponde a las mujeres. Y en el Cerro del Moro su lucha fue tremenda, el cambio del barrio se debe primordialmente a ellas, y el resto a los jóvenes”.

Jesús recuerda con nitidez y emoción, y relata al detalle, varias historias personales y colectivas marcadas a fuego bajo el signo de la mujer. La primera de ellas atañe a una joven del barrio, enferma de tuberculosis, que le pidió una tarde que hablase con su marido para aconsejarle que aliviase su larga ausencia de sexo conyugal de otra manera, que conociera a otra mujer, “pero no le diga usted que yo se lo he pedido”.

Otra mujer gravemente enferma vivió un día de la Inmaculada tan especial como trágico. Sus hijas sabían que la calvicie suponía una rémora para la autoestima de la señora, que de joven destacaba por ser muy hermosa, con mayúsculas, así que Maeztu realizó una colecta para adquirir una peluca, y no vea usted lo bonita y contenta que se puso la mujer precisamente poco antes de su fallecimiento. Años después, Maeztu se emocionó al encontrarse con uno de sus hijos trabajando con emigrantes en la frontera de Europa y África, en el Campo de Gibraltar.

La postrera anécdota femenina con moraleja a elegir por el lector habla de una veterana prostituta del barrio que una tarde se animó a pedir al cura Jesús que hiciera realidad un deseo a todas luces quimérico. Ella y algunas compañeras de oficio querían purgar sus pecados en primera fila de procesión y cumplir penitencia ante su Nazareno. El cura Maeztu logró la hazaña y las mujeres fueron liberadas de ciertas ataduras morales invisibles, fueron mujeres nuevas por un instante, y se lo agradecieron con una cerveza y una servilleta. No pregunten cómo lo consiguió el cura Jesús, quien confiesa que reclamó a sus superiores algo así como: “Quiero que mis putas estén en primera fila de la procesión”.

Por no hablar del señor burro elegido por unanimidad como cabeza de familia en una casa del Cerro. Maeztu cuenta que al preguntar qué hacía el animal allí dentro, la mujer dijo: “Mi marido está enfermo y el burro es el que trae el dinero a casa; si se resfría, no comemos”. El burro descansaba en el salón a la hora de la película.

Este texto constituye uno de los capítulos de un trabajo encargado por la Empresa Pública de Suelo de Andalucía al periodista Enrique Alcina Echevarría sobre la intervención de la Junta de Andalucía en el Cerro del Moro.