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Cala de San Pedro, esa cálida introducción al caos

Suena un teléfono móvil bajo un cobertizo de madera, caña y rastrojo. Una mujer atiende rápido, con apenas rastro de acento italiano. El interlocutor está en Las Negras (Níjar, Almería). Ella en la paradisíaca Cala de San Pedro, reducto de una de las últimas comunas hippies del país. Preparan el próximo traslado de turistas en zodiac, a 12 euros por cabeza.

El celular se alimenta de una batería atada a una pequeña placa solar portátil. Y el tono de llamada, en unos cuantos acordes, invita a recordar la canción de Extremoduro 'Dulce introducción al caos'. La breve orilla besa un manto de agua cristalina. La arena bulle en un canicular carrusel de cuerpos desnudos, tostados por el sol. Es verano. Agosto.

¿Cómo quieres que escriba una canción? / Si a tu lado no hay reivindicación, arranca la copla. En Cala de San Pedro no hay carreteras y solo dos vías de acceso: en barco o tras una dilatada caminata por áridos senderos que desembocan en el agraciado rincón del Parque Natural Marítimo-Terrestre de Cabo de Gata-Níjar. Es casi el único nexo con el mundo exterior, aquello normal y cotidiano que sea que pase ahí fuera.

Anarquía (y bocadillos) a seis euros

Una racha de viento nos visitó / pero nuestra veleta ni se inmutó. Cabe la voz ajada de Roberto Iniesta en el cálido trasiego veraniego de la comuna hippie. Un par de destartalados chiringuitos atienden al viajero. Barbacoas playeras fabrican bocadillos a seis euros la pieza. Latas de refresco a cambio de unas monedas, letrinas a 50 céntimos, recogida de basura por el doble… Y una carta de diseño que no dibuja precio alguno: “de tres a veintitantos euros”, suelta con desprecio y entonación foránea el anfitrión.

¿Cómo es la vida aquí? A decenas de metros sobre el nivel del mar, un orondo teutón responde con enojo desde el interior de una cueva: “no medios de comunicación”. Hans (nombre ficticio) sirve bebidas a 1,5 euros el trago en una improvisada terraza junto a las ruinas del castillo de San Pedro, una torre del siglo XVI que servía para preservar el paraje del ataque de piratas berberiscos. A las faldas del fortín, luce la bandera bucanera de Edward England: un cráneo humano sobre dos tibias. El escenario en la caverna revela una estantería que sujeta con desgana decenas de libros, algunos enseres medio apilados, quizás una cama en la penumbra, y a Hans hudiendo una cuchara en un plato para colar luego el metal entre un frondoso bigote. Vete, dice con la mirada. Subraya el cabreo con aspavientos. A la izquierda, una televisión vomita vía satélite el noticiario de un canal alemán. “No medios de comunicación”. Por supuesto, Hans. Disculpe.

La canción de aquel viento se parara, / donde nunca pasa nada. La sensación de incómodo invitado está ahí. Malditos turistas, deben pensar en la comuna mientras hacen su agosto. Bajo un sombrajo juguetea una minúscula perrita atada con una coqueta correa sostenida por el brazo escuálido de una hippie sexagenaria. La mujer rubia del móvil y el tipo de la barbacoa llaman al chucho. Al mismo tiempo. El animal mira a ambos, titubea y acude donde mejor huele. “Primero el estómago y luego el amore”, sonríe cómplice su dueña.

Las aguas cristalinas del Mediterráneo, en este punto, custodian praderas de posidonias que a su vez dan cobijo a una generosa miscelánea de peces. La lámina líquida ofrece un hipnótico surtido cromático y, a la vera, la arena caliente despliega un paisaje rico en carnes al aire. Arriba, la sucesión de áridas rocas rodea al oasis con fuente natural de agua potable en mitad del desierto. Un paraíso atado a esa tórrida introducción al caos salpicada de extrañas construcciones, a una comunidad okupa convertida en 'propietaria' del lugar. Y que vende anarquía a seis euros. ¿Cómo quieres que escriba una canción? / Si a tu lado no hay reivindicación.

Cala de San Pedro