Familiares de víctimas del franquismo enterradas en fosas comunes de Sevilla exigen “ya” pruebas de ADN
Víctimas del franquismo en Sevilla exigen “ya” la realización de las pruebas genéticas necesarias para futuras identificaciones de los restos óseos que aparezcan en las fosas comunes de la capital de Andalucía. Los demandantes, en representación de la Asociación de la Memoria Histórica y Familiares de la Plaza de la Gavidia, han presentado el escrito con las firmas dirigido al director general de Memoria Democrática de la Junta de Andalucía, Javier Giráldez, el alcalde sevillano, Juan Espadas, y ante la Oficina de la Memoria Histórica del Ayuntamiento hispalense.
La esperanza abierta con la intervención en la fosa de Pico Reja motiva este paso. Para que no se pierdan más testigos directos. Las hijas e hijos de los ejecutados “van muriendo”, dicen, de ahí que pidan la inclusión rápida en el Banco de ADN que implanta la Universidad de Granada.
Y hacen, además, un llamamiento a descendientes de víctimas. Quieren que se sumen a la búsqueda, estén en Pico Reja (la teoría marca más de 1.000 personas enterradas) o en cualquier de las restantes fosas del cementerio de San Fernando en Sevilla. Sólo hay que mirar los números: más de 4.500 sepultados en tumbas ilegales [entre ellos Blas Infante, el Padre de la Patria Andaluza] y apenas unas decenas de familias acarreando la memoria de sus muertos.
Es el caso de Beatriz Alonso. Su abuelo era el teniente de la Guardia de Asalto Ignacio Alonso. Junto a un grupo de soldados enfrentó a los golpistas para defender el Gobierno Civil y el edificio de la compañía Telefónica. Ahí murieron. Está enterrado en la fosa de Pico Reja. Como Joaquín García Alba, un barbero al que los fascistas detienen y ejecutan cuando está a punto de partir en barco a Argentina. Su nieta, María Luisa Pérez García, hace solo un mes que conoce su paradero gracias al libro de José Díaz Arriada, 'Ni localizados no olvidados'.
Ana Sánchez busca a dos tíos paternos. Ramón Sánchez tenía 19 años cuando un grupo de falangistas lo tirotea en el Parque de María Luisa. Lo dejan “tirado varios días”, expuesto “para sembrar el terror”. Está en Pico Reja. Y Antonio Sánchez, un practicante asesinado a balazos en las tapias del cementerio de San Fernando y que está en la fosa del Monumento. O Francisco Portales, empleado municipal en el Ayuntamiento de Sevilla encarcelado en Ranilla “hasta que lo fusilan en las murallas de la Macarena”, recuerdan sus nietas María Luisa, Carmen y María José Hernández Portales.
“Ese día llevaban un camión lleno para el cementerio [hasta las tapias del cementerio de Sevilla]. Mi padre era uno de ellos”, contaba Antonio Martínez (82 años) sobre el asesinato, el 19 de agosto de 1936, de Manuel Martínez. Su historia forma parte de la Querella Argentina desde que la jueza María Servini le tomó declaración junto a Antonio Narváez (84) el 11 de septiembre de 2015 en el Juzgado de Instrucción número 8 de Sevilla. Ahora Antonio quiere que la futura exhumación de Pico Reja traiga una opción de recuperar los huesos de su padre. “Allí hay miles de personas y él está en una de las fosas”.
El sentido pedagógico de la Memoria
El padre de Antonio cae en plena matanza fundacional del franquismo. “Estaba durmiendo la siesta después de comer en casa de mis abuelos en Escacena del Campo (Huelva) cuando aparecieron cinco fascistas del pueblo”, relató a eldiario.es/andalucia. El primer día preso “de un culatazo le partieron los dientes”. Luego “lo mataron”, resumía.
“El alcalde del pueblo nos intentó matar, a mi madre y mis hermanos, yo tenía cinco meses”. Siempre quedaron “marcados por ser hijos de comunistas o rojos”. Todo, desde los tiros, “se hizo muy complicado”. Pero Antonio tiene una máxima: “es necesario que haya justicia, no pido nada más, y que se sepa lo que ocurrió para que no se repita”.
“Pretendemos que no ocurra lo que está pasando”, dice Rogelia Beltrán. “Que se nos van los testigos directos”. Que mueren los que van quedando “y al menos que se recojan estas muestras y sirvan para un futuro”. Es el caso de su madre, Dolorcita. Falleció el 7 de noviembre de 2017 sin conocer el paradero de su padre, Rogelio Pérez, asesinado tras la entrada de los rebeldes en Gines el 24 de julio del 36.
El aciago final de Rogelio “lo deciden el presidente de la Gestora, el comandante de la Guardia Civil y el cura, en una partida de cartas”. Entre las fuerzas vivas del pueblo “lo quitan de en medio”. Acaba muerto a tiros en las tapias del cementerio hispalense el 19 de noviembre y arrojado, cree la familia, “en la fosa del Monumento”.
Llamamiento a familiares de víctimas
No es el único familiar al que Rogelia busca. “Mi bisabuelo por parte de padre, Antonio Pavón, jornalero”, recita. Valencina de la Concepción hace guardia ante la inminente entrada de los golpistas. El 24 suben “las tropas de Castejón”. Unos puñados de vecinos logran huir. Entre ellos Antonio, que espera lo propio de su hijo mayor, Francisco. Pero a Francisco lo matan ese día y Antonio, cuando llega a Badajoz y conoce la noticia, regresa. En busca, como así fue, de su propia muerte.
“Queremos recuperarlos, es que están a diez centímetros [refiere los trabajos de localización en Pico Reja]. Nos han estado llamando siempre. Porque todos son nuestros muertos”, dice. Y “todas las familias merecen reparación”. Recuperar la verdad como un objetivo común. “Que los muertos hablen, que tienen mucho que decir a esta sociedad que les ha olvidado”.
Como su madre, Dolorcita, que tenía dos años cuando los rebeldes matan a su padre y acabó “teniendo que irse a limpiar a casa de un falangista”. Y oyendo por las calles del pueblo: ‘Tenemos que acabar hasta con la semillita’. Su madre, que al fin, al menos, “se despidió de su padre en la fosa”, antes de morir. “Fuimos allí el día que cumplía años que le mataron. Y tiene un momento de recogimiento con él, le habla… [Roger, se emociona]. Le pusimos flores. Se las ponemos a todos”.
Dolorcita no contó “esta historia” hasta el año 2010. “Al calor de una mesa camilla y hablando muy bajito me dijo: ‘cierra la puerta de la calle y ven’. Así me contó todo: ‘tu abuelo no murió, lo mataron’. Y ahí empieza mi búsqueda”. La que Rogelia Beltrán continúa “y la seguirán mi hija y mi nieta”, dice. “Al menos hasta reparar el dolor, el que mi madre tenía dentro [y ellas han heredado] de no saber dónde estaba su padre”. Ni el porqué de su muerte a balazos.
El niño que tiró flores a la fosa
Y quién sabe si el padre del recordado Francisco Marín. “Tenía 13 años cuando mataron a mi padre, Manuel Marín Rodríguez. Él tenía 38”, declaraba a eldiario.es Andalucía en mayo de 2014. Es una de las historias de la represión franquista que escucharía la jueza Servini, quien le iba a tomar declaración para la causa argentina contra los crímenes del franquismo.
Paco –como era conocido en el mundo memorialista– tenía entonces 91 años. Murió sin ver un trozo de tierra removido en el camposanto sevillano. “Mi madre nos levantó y nos llamó. Nos gritaba: ‘¡Levantarse que se llevan a papá!’ Nos agarramos a él llorando. Los canallas nos decían que no llorásemos, que iban a hacerle unas preguntas”. Los falangistas secuestraron a su padre. Quizás no esté enterrado en Pico Reja. O sí. Él esperaba que el trabajo arqueológico sirviera de reparación a una tragedia vital.
Un amigo de Manuel Marín le contó lo ocurrido. Era el camionero al que requisaron el vehículo y quedó obligado a transportar a los presos. ‘Paquito, tú ya eres grandecito, dile a tu madre que a tu padre lo han fusilado’. Que estuviera orgulloso de él, le dijo. ‘Alumbré con los faros del camión, tiraron una ráfaga y tu padre levantó los brazos y gritó: ¡Viva la República!’.
“Es lo que vivo, sabes”. Sueña con su padre, decía. Con 13 años, en el mes de los difuntos, afrontó todos los fantasmas: “me fui a la fosa del cementerio, le eché coraje y tiré un ramo de flores a la fosa donde estaba”. Así era Paco Marín. Y así contaba una historia que, como tantas, el tiempo va guardando en las cápsulas del olvido.