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Felipe Alaiz, el anarquista aragonés que defendió “el arte de escribir sin arte”

Felipe Alaiz, en un retrato sin fecha.

Óscar Senar Canalís

Belver de Cinca (Huesca) —

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“García Lorca parece que se santigua para estar en gracia y que echa a escribir como quien echa a andar conducido por un fuego frío, fatuo, sin parpadear”. Bécquer “escribió las mejores rimas de las que era capaz”. Jacinto Benavente se dedicó a “unos melodramas mauristas que aburrieron al propio Maura”. “El motivo de todas las obras de Valle Inclán es el coito”. Así se despachaba Felipe Alaiz de Pablo (Belver de Cinca, Huesca, 1887 – París, 1959) contra algunas de las principales figuras de la literatura española a caballo entre el siglo XIX y el XX. En este pasado 2019 se cumplieron 60 años de la muerte de este anarquista que defendió “el arte de escribir sin arte”.

Francisco Carrasquer (1915-2012), Premio de las Letras Aragonesas en 2006, dedicó en 1981 un estudio y antología a Alaiz, a quien denominó “el primer escritor anarquista español”. El profesor, paisano de Alaiz y libertario como él, precisa ya desde la primera página que, con aquel llamativo calificativo, “me remito más al tiempo que emito un juicio de valor”.

Alaiz, aunque nació en Belver de Cinca, vivió sus primeros años en el vecino Albalate de Cinca, de donde procedía la familia de su madre y donde murió su padre, que fue capitán en Cuba. Fallecido el progenitor, que quería que su primogénito hiciera carrera de marino, Alaiz dejó los estudios y se lanzó directo al periodismo militante. A su madre y sus hermanas recurrió en varias ocasiones, bien para pedir dinero, bien para refugiarse por la persecución judicial a la que se vio sometido por alguno de sus panfletos. Llegó incluso a esconderse en un convento de Navarra, donde su hermana mayor, monja, ejerció de superiora.

Su carrera como escritor anarquista le llevó a vivir en Huesca, Zaragoza, Tarragona -donde tuvo una novia gitana, para escándalo familiar-, Barcelona, París, Sevilla, Madrid, de vuelta a la capital catalana -donde vivió mientras estuvo en España más que en ninguna otra parte- y, ya durante la Guerra Civil, en Lleida. En este ir y venir por la geografía española, puso su pluma al servicio de Los Solidarios, el grupo de pistoleros capitaneado por Durruti, y llegó a dirigir la publicación Solidaridad Obrera. Con las tropas de Franco entrando en Barcelona llegaría el exilio a Francia, país que, como a muchos otros republicanos, lo recibió en un campo de concentración.

Bohemio con causa

Alaiz murió en París, donde “fue vegetando en sórdidas habitaciones de hotel barato”, apunta Carrasquer. Su bohemia parisina no fue sino una extensión de su carácter, que el estudioso de su figura define así: “En eso de hacer su real gana no había español que le ganara”. Eso le llevó a “abusar un poquillo de amigos y de amigas, faltando al deber de todo hombre de ganarse la vida todos los días, lo que en él equivalía a dejar de terminar una novelita o traducción ya pagada, o a no estar al pie del cañón en el diario del que era director o redactor”.

Carrasquer no pintó un retrato amable de Alaiz. Así, señala la contradicción entre su creencia en el amor libre y su escándalo cuando era una fémina quien lo practicaba: “¿Qué moral era esa que le permitiera a él conocer bíblicamente a todas las mujeres que pudiese y no se lo permitiese a la mujer, empezando por las mismas que le habían conocido a él?”. En su faceta política, señala su tendencia a no “emporcarse” con asambleas o huelgas, si bien él “se creyera superior a todos”. Otro borrón era el hábito de presentarse como “hijo del pueblo”, cuando apenas pisó el campo y “fue criado en las más características condiciones de la clase media de provincias”.

Con todo, señala Carrasquer, su ironía le convirtió en un autor de éxito entre el público anarquista, si bien eso mismo, y su sempiterna indolencia, hizo que se acomodara y nunca alcanzara una obra que pueda llamarse maestra.

“El arte de escribir sin arte”

Alaiz había caído en el olvido (con la salvedad de los círculos anarquistas) cuando en 2006 el escritor Javier Cercas se topó en una librería de viejo con el opúsculo 'Arte de escribir sin arte', firmado por Alaiz, y le dedicó una columna en El País Semanal, que luego sería el prólogo de la más reciente edición de esta obra, de la editorial Berenice (2012). En este pequeño ensayo, cuyo original está fechado en 1938, defiende que el hombre “no ha de hablar como un libro abierto, sino que el libro abierto ha de hablar como un hombre”.

En su diatriba contra todo adorno innecesario en la literatura, Alaiz carga en este texto contra los diminutivos, que califica como “un signo evidente de decadencia”. Llega a afirmar que “los psiquiatras identifican el uso del diminutivo con ciertas anormalidades sexuales”, sobre todo “cuando se emplea por gente que pesa muchos kilos”. En su alegato a favor de la sencillez, asegura que el “acierto en la expresión que tienen los aldeanos a través de los episodios más variados de su vida, no lo comprende un profesional de la literatura, ni un cronista de periódico, ni un filósofo”.

“Nadie será capaz de obtener más libertad que la que cada cual traiga; es decir, la que cada cual sea capaz de obtener y usar. Escribir con sentimiento y concepto claro de libertad y claridad no cabe en ninguna fórmula, en ningún epítome ni preceptiva”, sentencia Alaiz, trasladando sus ideas políticas y vitales a su forma de entender la literatura.

Crítico mamporrero y literato disperso

El escritor Juan Bonilla se ocupó del epílogo de la edición de 'El arte de escribir sin arte' de Berenice. El volumen se completa con una selección de los 'Tipos españoles', semblanzas que Alaiz publicó en diversas revistas anarquistas. Bonilla define al aragonés como “un leñador practicando crítica literaria”. Solo concibe la literatura “como herramienta para cambiar el orden burgués”, de ahí que zurre con especial vehemencia a poetas como Bécquer, Lorca o Campoamor. “Los considera a casi todos unos inútiles y unos pamplinas”, anota Bonilla.

Lo cierto es que Alaiz se lanzó a despotricar de otros cuando su propia obra estaba compuesta por lo que Bonilla denomina “disparos al aire”, infinidad de textos sueltos entre los que se coló alguna novela y relato corto. Según los cálculos, la producción completa del anarquista aragonés podría llegar a ocupar 67 tomos de unas 200 páginas, entre folletos, libros y artículos.

En cuanto a narrativa, Alaiz entregó a la imprenta una única novela larga, 'Quinet' (1924), protagonizada por un joven trasunto del propio autor que deambula por Ciudad Mudéjar (Zaragoza), Ciudad del Tapiz (Monzón) y Villa de Segundones (Albalate). Además, publicó la recopilación 'Novelas ideales', de la que destaca 'María se me fuga de la novela' (1932). En el campo de la teoría anarquista, sobresale su colección de cuadernillos 'Hacia una federación de autonomías ibéricas'.

A pesar de su tendencia al “mamporro”, en expresión de Bonilla, también tuvo palabras amables para personajes de su época. Entre ellos, correligionarios como Durruti o Ramón Acín. De este último, con el que compartió íntima amistad, escribió: “La delicadeza de Acín quedará como el rasgo más típico de su temperamento”, una “delicadez despierta” que estaba “en su lápiz y en sus pinceles”.

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