La caza de mujeres: persecución, torturas y sufrimiento de las acusadas de brujería en el siglo XVII
Entre 1629 y 1651, el castillo de Almonacid fue escenario de interrogatorios, torturas y condenas a la pena de muerte a mujeres acusadas de brujería. Una de ellas fue Ana Marco, sentenciada a la pena capital “en fuerza del absoluto poder que a su excelencia compete en sus vasallos”, que fue ajusticiada mediante garrote en la sala real del castillo. La excelencia que dio la orden fue Conde de Aranda en aquel momento, Antonio Ximénez de Urrea.
El hecho de que estas cazas de brujas se llevaran a cabo por un Conde es algo excepcional, ya que hasta el momento se conocían las perpetradas por la Inquisición y por la justicia municipal. Los procesos que tuvieron lugar en Épila y Almonacid se consideran una caza de brujas “señorial personificada en la figura de Antonio Ximénez de Urrea, quinto Conde de Aranda”.
Este es solo uno de los motivos por los que estos juicios se consideran excepcionales, tal y como explica Carlos Garcés Manau, autor del libro ‘Las brujas y la condesa. Cazas de mujeres en Épila y Almonacid, y las brujas de Trasmoz’ editado por la editorial Prames. Garcés afirma también que son juicios tardíos, correspondientes a la fase final de la persecución de la brujería con consecuencias de muerte en tierras aragonesas. María Vizcarreta, ahorcada en Épila en 1651, “es de hecho la última mujer ajusticiada en Aragón y en España por bruja, tras ser juzgada, de la que tenemos noticia”, expone Garcés. Vizcarreta era comadrona y lo que la condujo “a su segundo juicio por brujería y a morir en la horca fue, según parece, el hechizo de una criada de Gregorio Molina, que era el administrador condal”, explica Garcés en el libro.
Hasta nuestros días no solo ha llegado el nombre de María Vizcarreta o de Ana Marco, se conocen doce nombres de mujeres ajusticiadas por brujas: “Isabel Alcaide en 1629; las nueve víctimas de la caza de 1631 (Luisa Nuella, Isabel Sariñena, Luisa Lastanosa, Isabel Alonso, Gracia Gascón, María Benedid, Paula Ros, Isabel Felipe y Ana Marco); la otra Ana Marco, en 1634; y María Vizcarreta, en 1651. A ellas habría que sumar una mujer morisca de Épila, casada con un tal ”Ablitas“, a la que se achacaba un infanticidio; y María Jaime, natural de Épila, de donde huyó seguramente durante la persecución de 1631, que fue procesada por la inquisición nueve años después”, se relata en el libro.
Las dos ajusticiadas tras sufrir torturas especialmente crueles, Isabel Alcaide en 1629 y Ana Marco en 1634, y la mujer ahorcada en Épila en 1651, María Vizcarreta, “fueron aquellas que supusieron un peligro más o menos directo para los condes y lo que ellos representaban”.
Marca del diablo e insensibilidad
Tal y como explica Garcés, lo que resultaba “determinante” a la hora de perseguir a una mujer era la “fama” de ser bruja que podía tener entre sus vecinos. Además, las situaciones de crisis potenciaban las cazas: “un buen ejemplo, en relación con la persecución desencadenada en 1631 en Épila, puede ser el bienio 1630-1631, en el que se produjo en España una de las crisis de mortalidad más importantes del siglo XVII, provocada por una larga sequía, con las malas cosechas, hambrunas y enfermedades consiguientes”.
Una vez detenida, se realizaban una serie de pruebas para detectar a las supuestas brujas. Se creía que las brujas eran incapaces de llorar y que el demonio las marcaba en algún lugar de su cuerpo, y que ese lugar se volvía insensible. Durante los juicios, las acusadas eran “reconocidas en busca de dicha marca del diablo, y en una ocasión, el propio conde de Aranda participó en dichas inspecciones. Se creía que tales marcas se encontraban sobre todo en la espalda izquierda de las reas, que por esa razón era lavada con agua bendita antes de los reconocimientos. Todas las búsquedas concluyeron con el hallazgo de alguna señal diabólica –en la espalda, como decimos, pero también en un brazo en uno de los juicios–; y aún más interesante, dichas marcas fueron dibujadas en los procesos. Una vez localizada la marca se pedía a un cirujano que clavara en ella una larga aguja, para comprobar que, efectivamente, era insensible”. En estos juicios la tortura “era habitual”.
Estos procesos se desarrollaron de forma simultánea en dos lugares distintos separados por 30 kilómetros que, además, cuentan con dos importantes monumentos. “Épila, a cuyo palacio condal fueron llevadas varias de las mujeres para ser reconocidas en busca de la señal del demonio, y Almonacid de la Sierra, cuyo castillo fue escenario de los interrogatorios, torturas y, en algún caso, ejecuciones de dichas mujeres”.
Carlos Garcés Manau también repasa en el libro el linaje de los Ximénez de Urrea y la figura de Luisa de Padilla, quinta condesa de Aranda, que en uno de sus libros describió un aquelarre y se refirió a las brujas de Zugarramurdi y a las endemoniadas del valle de Tena. Esta condesa fue una de las escritoras “españolas más importantes del siglo XVII” y publicó seis libros.
También dedica unas páginas a las conocidas brujas de Trasmoz, que fueron inmortalizadas por Gustavo Adolfo Bécquer en el siglo XIX. Explica que los procesos de brujería de Trasmoz fueron complementarios a los de Épila y Almonacid. “Lo que ocurrido en Trasmoz es representativo a su vez de lo que sucedió a partir del siglo XVIII, cuando las autoridades europeas dejaron de perseguir a las brujas mientras buena parte de la población seguía creyendo en su existencia”.
El proceso de documentación del libro ha sido largo, de “varios años” y el germen del mismo nació en su anterior publicación 'La mala semilla. Nuevos casos de brujas’. En ninguno de ellos hay espacio para la ficción: “Todo cuanto se cuenta, por increíble que a veces pueda parecer, se halla presente en los documentos históricos en los que está basado”. El libro se presentó el pasado 28 de septiembre en el Centro Ibercaja Huesca de Fundación Ibercaja.
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