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14 de abril: la democracia como ejemplo

Cuando se habla de la Segunda República española, casi como un automatismo que parece integrado en nuestro cerebro, nos viene el recuerdo de la Guerra. También entre quienes, desde el convencimiento republicano, celebramos el aniversario de su proclamación recordando a quienes fueron asesinados o sufrieron represión o se vieron obligados a exiliarse por su opción política. Yo no sé si es inevitable; pero creo que deberíamos hacer el esfuerzo por desvincular una cosa y otra, por celebrar la llegada de la República en las plazas en vez de en los cementerios. Me explico.

La creación del binomio República-Guerra Civil es un producto del franquismo: viene a significar que la República no podía terminar de otra forma que no fuera en una guerra fratricida porque en su propio origen y en su desarrollo estaba la violencia política, la exclusión del contrario y, como el tiempo demostró, su exterminación. Este relato, mantenido durante cuarenta años de dictadura, pervive y convierte a República y Guerra Civil en sinónimos: cuando se habla de una, se está hablando al mismo tiempo de la otra. Es como si el destino ineluctable de la República fuera una contienda bélica para dirimir todos sus problemas.

No es así. La República española terminó sus días en una guerra que no había provocado ni a la que se veía abocada necesariamente. Un golpe de Estado fracasado, protagonizado por militares, falangistas y gente de orden, al que se sumó gustosa la Iglesia Católica, degeneró en una guerra que, por decisión del propio Franco, se convirtió en una operación de limpieza política de quienes no se adhirieron al Glorioso Alzamiento Nacional. Sin ese golpe de Estado, no habría habido los muertos que hubo, y la República, como otras democracias de su época, que también sufrían violencia política en unos años, la década de los treinta, caracterizados por la misma, hubiera encontrado – o al menos buscado – soluciones políticas democráticas a los problemas que tenía que enfrentar. Y los españoles nos hubiéramos evitado mucha sangre y mucha amargura.

El binomio real, como dice el historiador Ángel Viñas, es el de Guerra Civil-Dictadura. Ésta basaba su legitimidad en el triunfo incontestable en aquélla, como se encargaba de recordar el nuevo régimen cada vez que celebraba la Victoria, con el corolario de dividir a la sociedad en vencedores y vencidos. El elemento vertebrador, que mantuvo unidos a los diversos elementos que lo apoyaban, era la guerra de liberación, la Cruzada, que había eliminado de raíz el mal que fue para todos ellos el intento democrático de la República. A ese binomio es al que hay que imputar tanto muerto, tanto sufrimiento. Porque acabar con la República significó acabar con quienes la defendían. Con la República, todas esas personas habrían seguido vivas. El ejercicio necesario de su recuerdo ha de significar, hoy, en el siglo XXI, el oprobio de la guerra y la dictadura, la garantía de nuestro compromiso en contra de la imposición violenta de unas ideas sobre otras.

Frente a esto, tendría que ser, justamente, ese carácter anómalamente democrático de la República lo que deberíamos conmemorar en estas fechas. Descubrir y celebrar que en España, cuando en Italia ya gobernaba el fascismo desde 1922, cuando en Alemania el partido nazi estaba a punto de acabar con la democracia de la República de Weimar (que ya llevaba una deriva ciertamente antidemocrática), cuando en otros países europeos la derecha autoritaria había acabado o estaba acabando con los gobiernos de carácter democrático, el pueblo fue capaz de querer y traer, de forma pacífica y civilizada, la democracia a un país sin casi antecedentes en ese sentido, dotándose de una Constitución avanzada, la más moderna, como reconoce Mark Mazower, que reconocía derechos y libertades hasta entonces desconocidos. Fueron cinco años con luces y sombras, como cualquier obra humana, pero en los que las diferencias se sustanciaban en las instituciones representativas y a través de unas elecciones que, por primera vez, reconocían el derecho al voto de las mujeres; años en los que la educación y la cultura se convirtieron en los vectores para la recuperación del país, una apuesta inequívoca por los maestros y las maestras, con La Barraca de García Lorca llevando la cultura al último rincón de España.

Hoy, 14 de abril, hemos de celebrar la democracia porque es la fecha en la que nuestro habitualmente desdichado país supo dar un ejemplo que, ochenta y siete años después, nos sigue inspirando. Porque si miramos hacia atrás es para tener presente el futuro que queremos, que no es que vuelva la Segunda República, sino saber construir la Tercera a partir de su ejemplo.

Cuando se habla de la Segunda República española, casi como un automatismo que parece integrado en nuestro cerebro, nos viene el recuerdo de la Guerra. También entre quienes, desde el convencimiento republicano, celebramos el aniversario de su proclamación recordando a quienes fueron asesinados o sufrieron represión o se vieron obligados a exiliarse por su opción política. Yo no sé si es inevitable; pero creo que deberíamos hacer el esfuerzo por desvincular una cosa y otra, por celebrar la llegada de la República en las plazas en vez de en los cementerios. Me explico.

La creación del binomio República-Guerra Civil es un producto del franquismo: viene a significar que la República no podía terminar de otra forma que no fuera en una guerra fratricida porque en su propio origen y en su desarrollo estaba la violencia política, la exclusión del contrario y, como el tiempo demostró, su exterminación. Este relato, mantenido durante cuarenta años de dictadura, pervive y convierte a República y Guerra Civil en sinónimos: cuando se habla de una, se está hablando al mismo tiempo de la otra. Es como si el destino ineluctable de la República fuera una contienda bélica para dirimir todos sus problemas.