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En la imagen alguien que es alumno pregunta a su profesor qué va a ocurrir, preocupado a la mañana siguiente del anuncio por parte del Ministerio de Educación de un presunto aprobado general. Parece entender que seguir haciendo tareas, si todos los estudiantes van a pasar de curso, es una pérdida de tiempo. Seguramente cree que el estudio merece dedicación solo en tanto que tiene recompensa. No nos sorprende, es lo que se le ha enseñado. La escuela ante la imposibilidad de reproducir premios más sustanciosos, las supuestas retribuciones que se ganarán posteriormente en la vida, se ha servido de las notas como su sucedáneo inmediato. Sin ellas para qué seguir estudiando, aprendiendo. Si vamos a aprobar todos para qué seguir con esta farsa, parece decir este alumno anónimo.
Si vamos a aprobar todos para qué seguir con esta farsa resuena también en las declaraciones de otros estudiantes que veo en la televisión. Se quejan amargamente, no les parece justo que todos vayan a pasar de curso en un supuesto aprobado general, ellos que tanto han trabajado, ellos que se han esforzado mucho. Como el alumno preocupado del ejemplo anterior, plantean la necesidad de recompensa para el estudio, de notas que puedan clasificar y diferenciar. Probablemente no sepan que está aquí implicada la noción aristotélica de justicia distributiva, dar a cada uno según sus méritos. Pero para calcular esos méritos hay que garantizar igualdad de partida, algo que si normalmente es muy difícil, hoy se presenta como imposible, siendo tan distintas y, en ocasiones, tan dramáticas las circunstancias en cada casa. Con el coronavirus se ha esfumado una virtud de nuestro sistema educativo, la equidad, la posibilidad de igualar oportunidades. Me pregunto si tiene sentido el término justicia cuando lo que importa es el aprendizaje individual, la evolución de cada estudiante desde lugares y en circunstancias distintas y la adquisición de conocimientos para el desarrollo personal.
Otros alumnos se han tomado en serio lo de la farsa y, en vídeos virales estos días en nuestros móviles, enseñan, de manera solidaria con sus compañeros, aplicaciones y paginas web para trucar cuestionarios, resolver de manera automática operaciones matemáticas, responder cualquier pregunta, simular plagios o generar resúmenes sin necesidad de leer los textos. Parecen estrategias contrarias de aquellas que en televisión apelan al esfuerzo para diferenciarse de sus compañeros. No es así, se basan en la misma lógica, lo que importa es la recompensa. La diferencia es que no se plantean que haya algo malo en llegar a ella de manera más directa y fácil.
Frente a toda esa lógica reivindico la oportunidad, brindada en esta crisis, de aprender a perder el tiempo de otra manera. He intentado aprovecharla estos días con mis alumnos. Me han contado sueños en los que un barco iba a la deriva. Me han enseñado que solo con una pandemia ha conseguido el aire nacer de nuevo, y que el mundo nos ha elegido cuando pensábamos que nosotros habíamos elegido el mundo. Estos días a mis alumnos la vida les parece un balance de opuestos y me lo han dicho. Para la vida es necesaria la muerte; para la noche, el día. También que recorren todas las emociones, de una a otra, conscientes de que como instantes pasajeros vinieron y como instantes pasajeros se irán. Sobre la mesa ha caído este virus como un golpe que confirma que la vida es totalmente absurda, no importas tú, lector, ni importo yo, ni importa nadie. Algunos confiesan que se sienten llenos de energía y proyectos culturales, felices, pudiendo esconderse de un sistema educativo que evidencia tantos problemas como ellos. Hemos hablado de que no expresar las emociones sería el castigo de un preso en una celda de aislamiento o de que aunque el coronavirus esté sacando lo mejor y lo peor de las personas, cuando pase el tiempo todo volverá al caos. Piensan que solo quedará el silencio, el silencio de los afectados, que ya no podrán hablar, y el silencio de los beneficiados, que ya no querrán hablar. Con todas estas aportaciones yo mismo he podido pensar esta circunstancia histórica, en una experiencia de aprendizaje compartido que me ha traído los mejores momentos de la docencia estos días.
Agradezco a mis alumnos que me hayan regalado su tiempo en cosas tan distintas como hablar de la identidad personal y de los recuerdos, diseccionar películas, escuchar juntos música sobre la inmigración, resolver crímenes de guante blanco, leer poemas vacíos y en llamas, denunciar los problemas de la democracia o sumergirnos en distopías hobbesianas. Lo hemos hecho sin preocuparnos de su recompensa, fuera de contenidos curriculares o en paralelo a ellos, junto a los resúmenes, ejercicios y resolución de dilemas tradicionales que también han debido hacer. Agradezco su generosidad por no haberme preguntado ni una sola vez por sus notas.
Aunque la educación es una carrera contrarreloj, aprendamos algo tan sencillo como perder el tiempo. Será ganarlo para nosotros, para pensar la realidad que nos rodea, hablar de lo que nos preocupa, acercarnos a la cultura comprendiéndola y apreciándola. La escuela puede ser un lugar para el conocimiento, para aplicarlo y hacerlo crecer, desde la oportunidad de no tener presiones, de evitar la coacción de las notas. Tenemos la oportunidad de darle al aprendizaje el valor que por sí mismo siempre ha tenido, aprendamos a saber por saber, como defendía Aristóteles.
Muchas gracias a mis alumnos Iván, Asier, Aye, Lur, Lidia, Paula, Elisa, Laura M, Diego, Laura P, Claudia, Marcos, Borja, Alicia, Isabel y Marina. También a mi compañero y amigo Adrián
En la imagen alguien que es alumno pregunta a su profesor qué va a ocurrir, preocupado a la mañana siguiente del anuncio por parte del Ministerio de Educación de un presunto aprobado general. Parece entender que seguir haciendo tareas, si todos los estudiantes van a pasar de curso, es una pérdida de tiempo. Seguramente cree que el estudio merece dedicación solo en tanto que tiene recompensa. No nos sorprende, es lo que se le ha enseñado. La escuela ante la imposibilidad de reproducir premios más sustanciosos, las supuestas retribuciones que se ganarán posteriormente en la vida, se ha servido de las notas como su sucedáneo inmediato. Sin ellas para qué seguir estudiando, aprendiendo. Si vamos a aprobar todos para qué seguir con esta farsa, parece decir este alumno anónimo.
Si vamos a aprobar todos para qué seguir con esta farsa resuena también en las declaraciones de otros estudiantes que veo en la televisión. Se quejan amargamente, no les parece justo que todos vayan a pasar de curso en un supuesto aprobado general, ellos que tanto han trabajado, ellos que se han esforzado mucho. Como el alumno preocupado del ejemplo anterior, plantean la necesidad de recompensa para el estudio, de notas que puedan clasificar y diferenciar. Probablemente no sepan que está aquí implicada la noción aristotélica de justicia distributiva, dar a cada uno según sus méritos. Pero para calcular esos méritos hay que garantizar igualdad de partida, algo que si normalmente es muy difícil, hoy se presenta como imposible, siendo tan distintas y, en ocasiones, tan dramáticas las circunstancias en cada casa. Con el coronavirus se ha esfumado una virtud de nuestro sistema educativo, la equidad, la posibilidad de igualar oportunidades. Me pregunto si tiene sentido el término justicia cuando lo que importa es el aprendizaje individual, la evolución de cada estudiante desde lugares y en circunstancias distintas y la adquisición de conocimientos para el desarrollo personal.