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Hace unas semanas salí al monte con mi padre en busca del mas de las patatas. Un pequeño refugio para pastores y agricultores, que fue construido en mi pueblo a principios del siglo XX de manera comunal, entre los vecinos, para cubrir un espacio en el campo que se encontraba carente de estructuras que dieran cobijo en la noche o donde poder guarecerse de las tormentas. Recibió ese nombre años después de su construcción, durante la guerra civil, cuando todos los campos anexos fueron cultivados de este tubérculo, con el que se precisaba calmar las hambres de manera perentoria.
Recorrimos caminos con el coche que desconocía que existieran. Siempre me pareció un gran misterio el monte. Un lenguaje difícil de comprender para quien no está habituado a recorrerlo. Partidas, parideras, cerros… configuraban unos nombres comunes para aquellos que a diario han tenido su trabajo en ese mar de campos y naturaleza abierta. Un jeroglífico de escenas, lugares sin identificar para quienes lo vivimos de manera esporádica. Dominio de mi padre y de los suyos, agricultores y ganaderos que poseyeron la capacidad de leerlos y entenderlos.
Mi padre, Santiago López Diestre, nació en 1935. Trabajó desde niño en la época en que la frase “Tener más hambre que el chico del esquilador” era un hecho, porque el trabajo de estos niños era compensado escuetamente, a veces sólo con la comida, que también era poca. Trabajó de peón para las familias más pudientes, trabajó a destajo en la obra, trabajó comercializando aceite y barras de jabón a cualquier punto donde le llevara su isocarro, que sorprendentemente era bastante lejos; trabajó en Francia en la remolacha, montó una granja de cerdas parideras para centrarse después en la agricultura, el punto de partida donde había comenzado, que sería el mismo donde se jubilaría. Fue agricultor antes de la mecanización del campo, durante la incorporación de la primera maquinaria agrícola; vio cómo la tracción animal volvía al pueblo para no regresar y el campo se llenaba de tractores, cada vez más equipados, más potentes, más grandes, capaces de concentrar más tierras y necesitar menos mano de obra.
Con él recorría aquel día el monte en busca del más de las patatas. Él quería enseñarme las pintadas reivindicativas, que habían escrito los jóvenes que lo levantaron, donde dejaban claro quién se había escaqueado de las labores, obligatorias y sin remunerar, por el bien común; yo quería ver esa construcción que articulaba un espacio de trabajo y tomaba el nombre de un alimento básico en la época. Ni uno ni otro cubrimos nuestras expectativas. A él su memoria le jugó una mala pasada: hacía mucho tiempo que aquel mas era tan sólo un montón de piedras y ese paso del tiempo y el desuso habían borrado el camino que accedía al lugar. Dimos vueltas para encontrar otra vía de acceso y en el recorrido por ese monte árido, dos miradas completamente distintas, la suya y la mía. La mía que veía la estepa más dura, dos tractores enormes en todo el trayecto, dos personas subidas en su caballo haciendo una ruta de ocio; la suya, que me relataba de quién era este o aquel campo, quién encerraba las ovejas en las parideras, hoy en ruinas, cómo iban hasta las viñas, labores, estaciones, apodos, guiños e historias… escuchándole, había mujeres y había hombres al otro lado de mi ventanilla, por los caminos y en los campos. A su lado, el monte se llenó de vida.
La agricultura ha cambiado y ha deshumanizado el campo. El mundo rural cada vez está más acotado a su casco urbano, y existe una importante desvinculación entre el núcleo de viviendas y el espacio que lo rodea, antes fuente de subsistencia y de permanente trasiego. Vacío, sin custodios del territorio, es un espacio proclive y fácil para economías impúdicas.
Me pregunto qué pasará el día que ellos no estén. Qué pasará con estos espacios sin las memorias que les devuelvan la dignidad y los humanicen. En cierto modo, hace ya un tiempo que está pasando, que muchos términos municipales han comenzado a desdibujarse como si un ser caprichoso anduviera soplando molinillos de viento, levantando la tierra de los campos que aquellas personas trabajaron con tanto esfuerzo; borrando caminos como quien borra las huellas del pasado identitario, para que no pese más que el respeto al medio ambiente y se agiten conciencias; soplando molinos de viento, cicatrices en la tierra, riqueza momentánea, ruina y fin para un futuro sostenible del medio rural.
Hace unas semanas salí al monte con mi padre en busca del mas de las patatas. Un pequeño refugio para pastores y agricultores, que fue construido en mi pueblo a principios del siglo XX de manera comunal, entre los vecinos, para cubrir un espacio en el campo que se encontraba carente de estructuras que dieran cobijo en la noche o donde poder guarecerse de las tormentas. Recibió ese nombre años después de su construcción, durante la guerra civil, cuando todos los campos anexos fueron cultivados de este tubérculo, con el que se precisaba calmar las hambres de manera perentoria.
Recorrimos caminos con el coche que desconocía que existieran. Siempre me pareció un gran misterio el monte. Un lenguaje difícil de comprender para quien no está habituado a recorrerlo. Partidas, parideras, cerros… configuraban unos nombres comunes para aquellos que a diario han tenido su trabajo en ese mar de campos y naturaleza abierta. Un jeroglífico de escenas, lugares sin identificar para quienes lo vivimos de manera esporádica. Dominio de mi padre y de los suyos, agricultores y ganaderos que poseyeron la capacidad de leerlos y entenderlos.