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Cien años rompiendo el protocolo

Su traje y corbata sencillos, desprovistos de pompa, rompieron el protocolo. Seguramente las señoronas que presenciaban el acto comentarían con disimulado escándalo, tras sus abanicos, la poca clase -estética y social- de aquel hombre. Aquel traje simbolizaba la entrada de lo nuevo, y era la guinda al pastel que suponía la entrada de la clase trabajadora al congreso.

Cien años después, decenas de cargos públicos en camiseta volvían a prometer lealtad al Rey por imperativo legal para acceder a sus asientos, y de nuevo tras los abanicos y tras los teclados, aquellos que no digerían bien la llegada de lo nuevo comentaban airados la poca clase de los de baja clase que llegaban, con la proverbial alegría de los pobres, a ponerse la banda de concejal. ¡Respeto a los símbolos! clamaba la patronal local, como si se mancillaran los símbolos sólo por el hecho de estar en las manos de la “chusma”.

Para esa gente es un trago muy amargo el hecho de que los de abajo irrumpan en la mesa de los mayores, donde tan bien se han repartido la merienda de blancos y que ahora tienen que compartir y, en muchos casos, no jalarse un rosco. El colofón a ese hecho es que los desarrapados rompan de nuevo el protocolo y además, los muy impertinentes, muestren su alegría de los pobres, que como bien saben, poco dura.

Si la gente corriente, esos que son muchos más que ellos, les han desplazado del poder en algunos sitios, entonces van a hacer que paguen por eso mismo, por ser gente, y por haber tenido una vida antes de cometer la afrenta -que no se va a perdonar- de participar en la política. Y condenaron chistes bestias que ellos mismos han contado, pero que esta vez estaban en boca de los otros; condenan a una responsable de comunicación por haber hecho postporno; y le dejaron bien claro a una portavoz parlamentaria en Andalucía que no era bien recibida al cortijo mientras ésta pronunciaba su primera intervención.

Pero, lo que de verdad no pueden soportar, lo que de verdad para todos esos señoritos es algo del todo inaceptable, es que encima, estos muertos de hambre tengan orgullo (“chulería”, dicen ellos) y les hablen de igual a igual, que no bajen la cabeza. Por eso odian a Varoufakis y a Tsipras, más allá del proyecto político que representan. Y con su prepotencia de Amo de la finca se rieron de Labordeta hasta que éste los mandó a donde todos recordamos. Igual que hace cien años cuando conservadores y liberales se echaban las manos a la cabeza cuando, ese primer diputado de los de abajo, un orgulloso Pablo Iglesias, demandaba justicia para los trabajadores desde su escaño.

No ha cambiado tanto la cosa.

Su traje y corbata sencillos, desprovistos de pompa, rompieron el protocolo. Seguramente las señoronas que presenciaban el acto comentarían con disimulado escándalo, tras sus abanicos, la poca clase -estética y social- de aquel hombre. Aquel traje simbolizaba la entrada de lo nuevo, y era la guinda al pastel que suponía la entrada de la clase trabajadora al congreso.

Cien años después, decenas de cargos públicos en camiseta volvían a prometer lealtad al Rey por imperativo legal para acceder a sus asientos, y de nuevo tras los abanicos y tras los teclados, aquellos que no digerían bien la llegada de lo nuevo comentaban airados la poca clase de los de baja clase que llegaban, con la proverbial alegría de los pobres, a ponerse la banda de concejal. ¡Respeto a los símbolos! clamaba la patronal local, como si se mancillaran los símbolos sólo por el hecho de estar en las manos de la “chusma”.