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Muy probablemente puedas recordar, al menos, el nombre de un profesor, de una profesora, que te marcó especialmente, que te hizo amar una asignatura, que contribuyó incluso a definir una vocación. Gustavo Zagrebelsky recuerda que, etimológicamente, el término ‘profesor’ se relaciona con esa comadrona socrática que contribuye a dar a luz, más que a rellenar de contenidos un recipiente vacío.
Lo cuenta en La clase, un libro en el que reflexiona sobre la labor docente y sobre esa suspensión del tiempo y el espacio que, con suerte, se produce en un aula mientras se imparte o se escucha una lección. Zagrebelsky es profesor de Derecho Constitucional –ya emérito– y presidió la Corte Constitucional italiana.
Bajo la superficie hay una corriente optimista, un discurso (el origen de estas páginas está, precisamente, en un discurso) en el que la palabra se emparenta con la libertad y con la democracia. Hay también una defensa del silencio. Dice Zagrebelsky que el silencio en la clase “es el signo de un pacto tácito entre alumnos y profesores”. Por eso desde aquí envío un saludo a mis alumnas de la quinta fila (ellas saben quiénes son).
Pero también hay en esta obra, claro, una mirada crítica. A ciertos programas y reformas educativas, así como a los exámenes. Y a los propios profesores cuando caen –caemos– en “la comodidad de las clases repetitivas”. Para Zagrebelsky la clase es un viaje y ciertas actitudes suponen renunciar a ese trayecto. El libro es un espejo en el que mirarnos quienes nos dedicamos a la enseñanza. Es una invitación a la autocrítica y a entender que quizás no vendí el billete correcto a esas alumnas de la quinta fila.
Por medio de algunas de las buenas prácticas que explica Gustavo Zagrebelsky también yo llegué al puerto del Derecho Constitucional. Quizás no fuera casualidad que uno de los profesores que avivó en mí esa llama nos entregase al final de curso una copia de la ‘Ítaca’ de Cavafis. Estaba terminando un viaje. Estaba comenzando un viaje.
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