La veía comprar una zanahoria, en otra ocasión pedía un par de huevos e incluso las pastillas de caldo concentrado por unidades. Serían principios de los 90 y, bien es verdad que todavía seguían siendo tiempos de compra a granel, pero eran más habituales los cuartos o medios kilos que las unidades. Su pelo, media melena, con algún rizo en las puntas, descuidado, canoso, sujeto con dos horquillas y un gesto en su cara que se deslizaba entre la ausencia de alegría y la parsimonia. En alguna ocasión las niñas de mi edad se reían de este cuentagotas en la adquisición de víveres, de ese racionamiento patético a los ojos de otros. También lo comentaban, con sonrisa ladina y el orgullo de la cartera con posibles, algunas mujeres cuando aquella desaparecía de la tienda con su compra mínima. Le pregunté a mi madre. ¿Un huevo? ¿Una pastilla de starlux? No le da más dinero para comprar. Ella no tiene y él no le da más. En cierto modo, compartía con esa mujer un límite en el presupuesto. Cada mañana, antes de ir al colegio, colocaba el carro en la bicicleta y cogía las mil pesetas que me daba mi madre con el consiguiente “estíralas”. De mis mil pesetas para adquirir la compra diaria con la que alimentarnos en una familia numerosa y humilde a sus escasas cien pesetas, se hallaba la dignidad de una mujer menospreciada, atada a la dependencia de un hombre, que en su juego de poder establecía límites y trabas en la vida de su compañera.
Fue mi primera incursión en la historia de las mujeres. La primera vez que, gracias a la repuesta que me dio mi madre, pasé de la observación y, posiblemente, de ser parte del juicio ligero o la burla común, a explorar un terreno de empatía y comprensión hacia los pliegues que encierra la construcción del papel de la mujer en nuestra sociedad.
La dictadura franquista dio varios giros de tuerca y constriñó hasta el mínimo el espacio vital de las mujeres españolas. Los Fueros del trabajo franquistas, de 1938, preludio de lo que iban a ser las siguientes décadas en este ámbito, declaran la “tendencia del nuevo estado a que la mujer dedique su atención al hogar y se separe de los puestos de trabajo”. La materialización llega con el Decreto de 22 de febrero de 1941 y los “Préstamos a la nupcialidad”, unos subsidios que venían, supuestamente, a ayudar en la configuración de las nuevas familias en los años de posguerra más paupérrimos, pero que tenían un doble filo, la ayuda a la mujer a cambio de su puesto de trabajo: “Cuando la solicitud sea formulada por mujeres, deberá ésta haber trabajado durante nueve meses como mínimo en los últimos dos años, así como también, que se comprometa a renunciar a su ocupación laboral y a no tener otra en tanto su esposo no se encuentre en situación de paro forzoso o incapacitado para el trabajo.” Entre las preferencias para la concesión se encuentran “Las mujeres cuyo puesto de trabajo, al quedar vacante, pueda ser ocupado por un varón”, y así retirarlas al fin del espacio público.
Las incursiones del franquismo en el arquetipo de feminidad son muchas y constantes y podrían dedicarse decenas de artículos en los que se desgajaran algunos de los diferentes ámbitos. En este, se ha recluido a la mujer en su nuevo hogar, con un compañero con el que socialmente se le atribuye una relación de dependencia económica y una misión en su cuidado, atención y obediencia, en definitiva, una relación cuyo principio no es la igualdad.
De los decretos, las ideas políticas o la construcción de este ideal femenino a la privacidad de cada hogar jugaba un papel fundamental la suerte. La suerte de haber elegido como compañero de vida, a partir de un noviazgo superficial y breve, a un buen hombre, que le hiciera la vida fácil, que en esa relación de posible superioridad y dependencia económica, no hubiera palizas, humillaciones, control…hasta que la muerte los separara. Que no se cumplieran los principios de la Sección Femenina, en palabras de Pilar Primo de Rivera, argumentando que: “la vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera disimular, no es más que un eterno deseo de encontrar a quien someterse”. Que no tuviera que estirar la mano a diario y pedirle a su marido, como piden los que no tienen nada, unas monedas con las que pagar la zanahoria, los dos huevos y la pastilla de Starlux para hacer la comida conyugal, sometiéndola y dejándola en evidencia todos los días de su vida.