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La caída del precio de los cereales no se había trasladado al consumidor y la desastrosa cosecha de uva, tras una enfermedad que diezmó la añada, no eximió a los viticultores de pagar el correspondiente arbitrio. El malestar crecía entre jornaleros, labradores y cosecheros, base social de una ciudad anclada en la economía agrícola.
El dos de octubre al punto de la mañana comenzaron a reunirse “en actitud pacífica, un crecido número de labradores en el Salón de Santa Engracia (plaza de Aragón) y plaza de Constitución (hoy de España)” (“El Anunciador” 04-10-1865). Una comisión logró entrevistarse con el gobernador civil en funciones, a quien expusieron sus agobios por el impuesto. Como es habitual, el tancredismo fue la respuesta de la autoridad: cualquier petición, por escrito y previa disolución inmediata de la concentración, como así se hizo.
Esta solución echaba balones fuera y no satisfizo a los manifestantes. A las cuatro de la tarde volvieron a congregarse en la plaza de la Constitución, pero esta vez acompañados de jornaleros y obreros quienes exigían ya abiertamente la derogación del impuesto de consumos. Aquello comenzaba a ser alarmante.
El gobernador civil en funciones convocó a la junta de gobierno del Ayuntamiento de Zaragoza y a los “cien primeros mayores contribuyentes”, pues entonces los paredaños entre autoridad política y poder económico eran menos sutiles que ahora. A las nueve y media de la noche comenzó la sesión “para tratar una cuestión que, aunque pacífica, agitaba los ánimos de los habitantes de esta ciudad” o sea, de la clase burguesa.
Las Actas Municipales del 2 de octubre de 1865 dan cuenta de las bizantinas discusiones sobre quién debía tomar las riendas de la situación y de los reproches entre partidos políticos.
En su intervención, el gobernador señaló la amenaza: “las clases proletarias dicen que si rebajan a los cosecheros los derechos de impuestos a las uvas, deben suprimirse también los que gravan todos los demás artículos de primera necesidad”. Pedían, en definitiva, sustituir la imposición indirecta por un mayor recargo sobre contribuciones territoriales e industriales. Un fantasma recorrió la sala de juntas agitando la luz de los candilones.
La inquietud aumentó cuando a mitad de la celebración una nueva embajada de manifestantes se personó en el Ayuntamiento. Hubo de salir el atribulado gobernador quien regresaría al poco tiempo con novedades.
La autoridad civil había logrado convencer a la comisión de que los aparatos territoriales del Estado no podían derogar tributos, competencia exclusiva de las Cortes a las que podían dirigir su petición. A tal efecto, autorizó que en “varios parajes públicos se firmara una exposición en solicitud de que se suprimiera la contribución de consumos” (“El Eco de Aragón”, 4 de octubre).
Quedó satisfecha la delegación, en la que se hallaba Juan Pablo Soler, jefe del partido Democrático, que hizo lo posible para disolver la manifestación. La clase trabajadora carecía de voz propia. Respiraron en el Ayuntamiento. La sesión extraordinaria se levantó y a las once de la noche las calles de Zaragoza se vaciaron. Fue un espejismo.
Lo de “recoger firmas” tampoco convenció. Desde la madrugada del 3 de octubre, peones y agricultores se fueron apostando en las puertas de la ciudad impidiendo la salida de cualquier paisano. El gobernador civil finalmente delegó la autoridad en el Gobernador Militar quien desplegó destacamentos a las puertas de Zaragoza. En la de Santa Engracia colocó una pieza de artillería.
El 5 de octubre, “El Anunciador” ofrece una primera versión de los hechos. “Pelotones de infantería y caballería” despejaron las calles más céntricas, desde el paseo de la Independencia hacia el Coso. “Poco más de las cuatro oyéronse algunos disparos de cañón y a poco empezaron las descargas en estos dos sitios” que se extenderían a la calle de Jaime I y Coso Bajo.
La nota del Gobierno Militar, publicada el 6 de octubre en “El Diario de Zaragoza”, detalla su actuación en un intento por excusarse. Al parecer, los amotinados manifestaban una “actitud hostil tirando piedras, silbando e insultando a las tropas”. En la calle de la Albardería (hoy avenida de Cesar Augusto en su tramo cercano al Mercado Central) un cabo resbaló junto con su caballo, tras una pedrada que le había alcanzado el pecho, “tirándole un tiro un paisano desde el balcón que afortunadamente no le dio.”
La máxima tensión se desató en la zona del Arco de Toledo, actual desembocadura de Manifestación con la entrada norte del Mercado Central. Desde allí se contestó a los amotinados “tirando al bulto que ocasionaron las desgracias ocurridas” y que, según el comunicado oficial del ejército, “ellos se buscaron”.
En los aledaños de la iglesia de San Gil, hicieron “fuego los revoltosos desde la calle de la Lechuga (hoy de Estébanes) hirieron un asistente del Regimiento de Toledo que falleció una hora después”. La refriega continuó por el Coso Bajo, hasta la plaza de la Magdalena y calle Heroísmo.
Según “El Diario de Zaragoza”(07-10-1865) el uso de armas por la tropa contra los amotinados no podía justificarse “por su escaso número ni por carecer de armas podían una resistencia seria”. Vecinos de la calle de San Gil afirmaron “que no vieron ni oyeron que se hiciera ningún disparo por los paisanos” y que el asistente que murió lo hizo “sin duda alguna por los tiros de la tropa”.
El mismo diario publicaba tres días después que “no solamente no se hizo descarga alguna sobre la tropa por los paisanos, sino que ninguno de estos se vio por allí que llevara más arma que el bastón o una simple vara, y sí eran gentes que pacíficamente circulaban con el objeto de retirarse a sus respectivos domicilios.”
La ciudad hilada a mudéjar y a tramos enfoscada, vio correr la sangre de nuevo por sus viejas calles. Ya el día 5 se hablaba de 21 víctimas “entre muertos y heridos de las clases de paisanos y tropa” (“El Anunciador”). Hoy sabemos que fueron seis los paisanos asesinados, incluido un niño de diez años. La tropa sólo sufrió la baja del mencionado asistente.
“El Eco de Aragón” del día 6 ofrece una lista de muertos y heridos. Por las circunstancias descritas, se trataba de inocentes abaleados víctimas de la curiosidad, algunos incluso en su propia casa.
El 7 de octubre “El Diario de Zaragoza” hizo un balance. Pese a las duras críticas al gobierno civil por sus decisiones, nadie dimitió, aunque se pidió la inmediata destitución del Gobernador. Respecto del ejército, eximía a los altos rangos, señalando a “algún jefe de graduación” por perder el dominio necesario en estas circunstancias. La prensa de Madrid fue menos complaciente.
Hubo detenciones, claro, y entre ellas, curiosamente, la de Juan Pablo Soler, del Partido Democrático, quien la noche del 2 de octubre había encabezado la comisión que parlamentó con el gobernador civil en funciones.
No fue la primera ni sería la última vez que el ejército marcara sus dientes sobre la carne civil.
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