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Mediados de julio. Se suceden los días calurosos. Resulta difícil caminar por calles en que el sol ha disuelto la última franja de sombra. El Tour de Francia ha llegado a los Pirineos y las piscinas urbanas se han llenado de voces infantiles. El verano avanza y, quienes pueden, alteran sus costumbres cotidianas buscando quehaceres más agradables que los habituales: ir a la playa, zambullirse en una poza o permanecer hasta altas horas de la noche en conversación con los amigos.
Los días avanzan y, sin embargo, algo extraño está sucediendo en este a ratos asfixiante verano. Hay un inusual pulular de cuerpos. Más movimiento del habitual. Gente que va y viene, que se encuentra, que habla y discute. Apenas sí superada la hora de la siesta, se convocan asambleas, se reparten labores, se organizan grupos de trabajo. No se trata de gente preocupada con caras serias, como aplastadas por las circunstancias, sino de personas con un rictus alegre que parecieran estar entreviendo algo diferente a lo que se ve todos los días.
La crisis ha tenido ese raro efecto. Ha movilizado a la gente más allá de las rutinas asentadas; ha, de algún modo, hecho saltar las costumbres a las que el calendario obliga. El verano es para descansar, nos decían. Para no hacer nada, nos habían repetido. Pero, de pronto, nos hemos visto ante una multitud que ha decido no detenerse y, si no a cambio de nada, al menos no por un jornal, ni por intereses espurios, se ha puesto a trabajar, y a construir una nueva apuesta política.
Si algo resulta sorprendente en la aparición de Ahora en Común es, precisamente, las fechas en que surge, ya bien entrado el verano, tras un largo ciclo de esfuerzo colectivo y, para los más afortunados de entre los pobres, tras meses de trabajo ininterrumpido. En ese sentido, ya significa un logro: ha conseguido, al menos parcialmente, romper las inercias sociales que imponían que los meses de verano fijaban el tiempo de la desagregación política, del retorno a lo estrictamente individual, del olvido de los asuntos compartidos.
Hace apenas unos años hubiera resultado inimaginable contemplar en pleno mes de julio asambleas constituidas por cientos de personas tratando de elaborar el espacio colectivo desde el cual hacer juntos y proyectar juntos. Hoy una miríada de cuerpos se coordinan desde diferentes puntos del estado con el objetivo de preparar una penúltima pelea: la pelea por las generales. Una marea se está formando que, tal vez, alcance la fuerza suficiente como para cambiar el actual estado de cosas.
¿Qué mueve a la gente a seguir haciendo, a seguir buscando nuevas formas de organización, a intentar poner su granito de arena para que se produzca eso que se ha dado en llamar “desborde ciudadano”? Hay un deseo que parece empujar como un viento de cola a estos movimientos: un deseo que viene expresándose desde el 15M, que ha atravesado las luchas por la defensa de la sanidad y la educación, que nos hizo sonreír en las elecciones europeas con el triunfo inesperado de Podemos, que llevó a las candidaturas ciudadanas a tomar los ayuntamientos de algunas de las grandes ciudades y que, ahora, parece, de nuevo, lanzarnos hacia delante con un nuevo reto, aún más grande, el de expulsar de las instancias del gobierno de la nación a quienes sirven a los intereses de los capitales financieros.
Un deseo los arrastra. Este deseo no parece ser otro que el deseo de democracia. Pero de una democracia que no se entiende como intervención en una esfera supuestamente autónoma como sería la esfera estrictamente política. Este deseo es, antes incluso, un deseo de democracia económica. Los antiguos griegos lo sabían bien: en tanto que los pobres siempre son más que lo ricos, la democracia es, necesariamente, el gobierno de los pobres. Frente a los procesos de acumulación de riqueza y de poder, las luchas por la democracia se presentan como combates por la distribución equitativa de dicha riqueza y dicho poder. Frente a las formas de monopolio político y económico que refuerzan las relaciones de dominación y explotación, las luchas por la democracia son combates por el reparto en la toma de decisión y el disfrute de los bienes socialmente producidos.
Si Ahora en Común tiene alguna posibilidad de éxito será sólo en la medida en que sea capaz de mantenerse fiel a ese deseo que, desde aquel ya aparentemente lejano 15 de mayo —e, incluso, desde antes, desde aquellas manifestaciones contra el FMI que caracterizaron al movimiento antiglobalización— y hasta este caluroso mes de julio, reclama menores cotas de austeridad porque quiere y construye más democracia: la posibilidad de una riqueza y una políticas compartidas.
Mediados de julio. Se suceden los días calurosos. Resulta difícil caminar por calles en que el sol ha disuelto la última franja de sombra. El Tour de Francia ha llegado a los Pirineos y las piscinas urbanas se han llenado de voces infantiles. El verano avanza y, quienes pueden, alteran sus costumbres cotidianas buscando quehaceres más agradables que los habituales: ir a la playa, zambullirse en una poza o permanecer hasta altas horas de la noche en conversación con los amigos.
Los días avanzan y, sin embargo, algo extraño está sucediendo en este a ratos asfixiante verano. Hay un inusual pulular de cuerpos. Más movimiento del habitual. Gente que va y viene, que se encuentra, que habla y discute. Apenas sí superada la hora de la siesta, se convocan asambleas, se reparten labores, se organizan grupos de trabajo. No se trata de gente preocupada con caras serias, como aplastadas por las circunstancias, sino de personas con un rictus alegre que parecieran estar entreviendo algo diferente a lo que se ve todos los días.