El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
La escalera es de hierro y los peldaños de madera y en ella se han subido, sobre todo, mi madre y mi abuela. Mi abuela ya no lo hace, murió de vieja en una cama mirando el mar. Se llamaba Sabina, era menuda, muy menuda, y cuando se subía a la escalera, ésta la engullía entre peldaño y peldaño y ella se quedaba acurrucada y se reía y me gritaba que la ayudara, que le daba vértigo, pero por mucho vértigo o miedo que tuviera, ella subía a la escalera y lo hacía muy a menudo: para limpiar los ventanales a los que por su pequeña estatura no llegaba o para limpiar las lámparas del techo. Me gustaba mucho ver cómo limpiaba esas lámparas de miles de cristales que ella acariciaba con sus menudas y frágiles manos, mientras les decía cosas hermosas porque sus reflejos eran hermosos y sus formas me permitían pasar las horas contemplándolos sin pensar en nada, solo en ese cuerpo menudo sobre una escalera y en esas manos que con tanto amor y con tanta cotidianeidad limpiaban cada uno de los cristales, que eran un paso en el tiempo que yo todavía ignoraba y que a mi abuela se le disfrazaba de amor enterrado en un tiempo pretérito y oscuro.
La escalera tenía vida y a mí me gustaba sacarla de la despensa, abrirla y sentarme en uno de sus peldaños y desde ahí, atalaya de mi infancia, construir la literatura de mi vida en una ciudad llamada Zaragoza y que a diario recorría en una distancia familiar y dulce, hasta aquella mañana en la que saludé a la muerte cuando un coche arrebató la vida de aquel niño y de su perro. Recuerdo que me quedé paralizada, sin siquiera escuchar los gritos que eran de rabia y dolor, y volví sobre mis pasos, no corría porque tenía miedo y solo quería llegar a casa, abrazar a la abuela y sentarme en mi escalera y así repetir el día y olvidar el ruido y los gritos. Al llegar a casa le expliqué a la abuela lo sucedido, le expliqué mi miedo y le dije que ya sabía qué era el vértigo y le dije que el vértigo era aceptar que las cosas solo en una parte muy pequeña dependen de nosotros y que por eso el vértigo te puede llevar hasta los lugares más desgarradamente bellos y hasta los más terriblemente sórdidos. La abuela me abrazó y me besó y me llevó hasta la despensa y sacamos juntas la escalera y la abrimos y nos sentamos cada una en un peldaño y desde su peldaño me explicó que nuestra vida era como esa escalera y que mientras estuviera ella y la escalera habría cobijo, habría infancia, habría canción y fiesta y flores entre las piedras y piedras entre las flores y un cielo violeta y el alivio que se siente cuando una mano te descubre que hay menos soledad a pesar del ruido y que hay más silencio contra los gritos.
Mi abuela era muy sabia y mi escalera me recuerda que ella sigue ahí y la veo cuando mi madre, ochenta y un años, se sube a nuestra escalera para decirle hola a la navidad y a mi abuela, que desde el último peldaño me susurra que todo vuelve y que no es necesario correr ni pisar para intentar llegar o alcanzar. “La vida, me recuerda, es una inmensa paciencia llena de impaciencia y como la vieja escalera debes permanecer en tu sitio, hasta que alguien te precise de urgencia o de cotidianeidad”. La abuela, me digo, sigue vagando entre los peldaños de nuestra escalera para regalarme esos cristales que ella convertía en golosinas para que no sufriera. Ni yo ni mis hermanas.
La escalera es de hierro y los peldaños de madera y en ella se han subido, sobre todo, mi madre y mi abuela. Mi abuela ya no lo hace, murió de vieja en una cama mirando el mar. Se llamaba Sabina, era menuda, muy menuda, y cuando se subía a la escalera, ésta la engullía entre peldaño y peldaño y ella se quedaba acurrucada y se reía y me gritaba que la ayudara, que le daba vértigo, pero por mucho vértigo o miedo que tuviera, ella subía a la escalera y lo hacía muy a menudo: para limpiar los ventanales a los que por su pequeña estatura no llegaba o para limpiar las lámparas del techo. Me gustaba mucho ver cómo limpiaba esas lámparas de miles de cristales que ella acariciaba con sus menudas y frágiles manos, mientras les decía cosas hermosas porque sus reflejos eran hermosos y sus formas me permitían pasar las horas contemplándolos sin pensar en nada, solo en ese cuerpo menudo sobre una escalera y en esas manos que con tanto amor y con tanta cotidianeidad limpiaban cada uno de los cristales, que eran un paso en el tiempo que yo todavía ignoraba y que a mi abuela se le disfrazaba de amor enterrado en un tiempo pretérito y oscuro.
La escalera tenía vida y a mí me gustaba sacarla de la despensa, abrirla y sentarme en uno de sus peldaños y desde ahí, atalaya de mi infancia, construir la literatura de mi vida en una ciudad llamada Zaragoza y que a diario recorría en una distancia familiar y dulce, hasta aquella mañana en la que saludé a la muerte cuando un coche arrebató la vida de aquel niño y de su perro. Recuerdo que me quedé paralizada, sin siquiera escuchar los gritos que eran de rabia y dolor, y volví sobre mis pasos, no corría porque tenía miedo y solo quería llegar a casa, abrazar a la abuela y sentarme en mi escalera y así repetir el día y olvidar el ruido y los gritos. Al llegar a casa le expliqué a la abuela lo sucedido, le expliqué mi miedo y le dije que ya sabía qué era el vértigo y le dije que el vértigo era aceptar que las cosas solo en una parte muy pequeña dependen de nosotros y que por eso el vértigo te puede llevar hasta los lugares más desgarradamente bellos y hasta los más terriblemente sórdidos. La abuela me abrazó y me besó y me llevó hasta la despensa y sacamos juntas la escalera y la abrimos y nos sentamos cada una en un peldaño y desde su peldaño me explicó que nuestra vida era como esa escalera y que mientras estuviera ella y la escalera habría cobijo, habría infancia, habría canción y fiesta y flores entre las piedras y piedras entre las flores y un cielo violeta y el alivio que se siente cuando una mano te descubre que hay menos soledad a pesar del ruido y que hay más silencio contra los gritos.