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España

El debate de investidura nos ha traído la realidad de muchas Españas, visiones diversas de un país que fue árabe y romano, con legado celta, que expulsó a los judíos y se crucificó en una guerra civil que sigue siendo una herida abierta, insoportable; una herida que no termina de curarse, porque los resquicios de tanta brutalidad lanzan sus aullidos que retumban desde las fosas comunes y desde las cunetas sin nombres ni flores. Somos la respuesta a las preguntas que otros formularon y que dejaron sin responder por miedo a la inmediatez de una dictadura, al sonido aterrador de las balas, al recuerdo frío de los últimos muertos y al tacto simétrico de un alma helada. Y así esa España plural y diversa, esa España hecha de pueblos con sus identidades y sus propias culturas ha ido avanzando en democracia a lo largo de cuarenta años, se ha ido construyendo a sí misma y en vísperas de revoluciones, que nunca llegaban, se ha hecho mayor. No hay peor sensación que la de acabar admitiendo que todo es tan confuso y arrebatadamente mediocre e insultante, que lo que dicen los diputados en sus sillones de corte sucede en otro sitio, fuera, como el barro en los días de lluvia, mientras nosotros nos cuidamos en casa y mantenemos la puerta cerrada y el timbre blindado para que nadie pueda romper nuestra paz, que es esa cotidiana manía de que no pase nada. Nunca. Pero las cosas pasan y las voces se alzan y mientras una España mira al futuro, incierto por supuesto, pero siempre futuro, la otra España se ha quedado colgada en el recuerdo de un tiempo donde las mujeres eran el reflejo de sus madres viviendo en cocinas encerradas y oscuras, una España colgada en el recuerdo de creerse única y a salvo, colgada en el recuerdo gris de hombres disponiendo qué es lo bueno y qué lo malo, colgada en el espejo de un país que no quiere conocerse para de esa forma jamás entenderse y nunca avanzar y seguir anclada en un pasado donde la tuvieron prisionera y cautiva.

Pero la historia de esta España nuestra, que lo es le pese a quien le pese, no es la historia de adjetivos repetidos hasta la saciedad, buscando insultar con el simple recuerdo. España, además de ser única, grande y libre, adjetivos que una y otra vez han sido usados como lema y arma para acorralar y estrangular al contrario, es mucha más cosas, infinidad de colores y matices de los que me siento muy orgullosa. España es Mediterráneo, es luz, es Rosalía de Castro, es Unamuno, es Goya, es Monte Perdido, es tacita de plata, es Malasaña, es Gernika, es lucha, es esperanza y sobre todo lo que más me gusta de ella es la forma tolerante y sabia con la que poco a poco, a veces con excesiva demora, ha ido nombrando y aceptando que el futuro es nuestro único compromiso como pueblo y que como pueblo debemos abrazarlo con diálogo, tolerancia, esperanza y ternura. Lo visto y oído los pasados cuatro y cinco de enero en el Congreso de los Diputados me llevan a pensar que España es mucho más sabia que muchos de nuestros representantes políticos, es infinitamente femenina, sabe escuchar sin insultar, reconoce su pasado y el dolor que se encierra entre sus páginas y por eso busca estrechar lazos que no sean ni de desprecio ni de odio, sino de respeto y de lucidez y que nos alejen definitivamente de los delirantes gritos de quienes se creen que España es suya y nosotros, sus necios siervos. No le demos la razón a Rousseau: el hombre no puede ser solo un animal enfermo.

El debate de investidura nos ha traído la realidad de muchas Españas, visiones diversas de un país que fue árabe y romano, con legado celta, que expulsó a los judíos y se crucificó en una guerra civil que sigue siendo una herida abierta, insoportable; una herida que no termina de curarse, porque los resquicios de tanta brutalidad lanzan sus aullidos que retumban desde las fosas comunes y desde las cunetas sin nombres ni flores. Somos la respuesta a las preguntas que otros formularon y que dejaron sin responder por miedo a la inmediatez de una dictadura, al sonido aterrador de las balas, al recuerdo frío de los últimos muertos y al tacto simétrico de un alma helada. Y así esa España plural y diversa, esa España hecha de pueblos con sus identidades y sus propias culturas ha ido avanzando en democracia a lo largo de cuarenta años, se ha ido construyendo a sí misma y en vísperas de revoluciones, que nunca llegaban, se ha hecho mayor. No hay peor sensación que la de acabar admitiendo que todo es tan confuso y arrebatadamente mediocre e insultante, que lo que dicen los diputados en sus sillones de corte sucede en otro sitio, fuera, como el barro en los días de lluvia, mientras nosotros nos cuidamos en casa y mantenemos la puerta cerrada y el timbre blindado para que nadie pueda romper nuestra paz, que es esa cotidiana manía de que no pase nada. Nunca. Pero las cosas pasan y las voces se alzan y mientras una España mira al futuro, incierto por supuesto, pero siempre futuro, la otra España se ha quedado colgada en el recuerdo de un tiempo donde las mujeres eran el reflejo de sus madres viviendo en cocinas encerradas y oscuras, una España colgada en el recuerdo de creerse única y a salvo, colgada en el recuerdo gris de hombres disponiendo qué es lo bueno y qué lo malo, colgada en el espejo de un país que no quiere conocerse para de esa forma jamás entenderse y nunca avanzar y seguir anclada en un pasado donde la tuvieron prisionera y cautiva.

Pero la historia de esta España nuestra, que lo es le pese a quien le pese, no es la historia de adjetivos repetidos hasta la saciedad, buscando insultar con el simple recuerdo. España, además de ser única, grande y libre, adjetivos que una y otra vez han sido usados como lema y arma para acorralar y estrangular al contrario, es mucha más cosas, infinidad de colores y matices de los que me siento muy orgullosa. España es Mediterráneo, es luz, es Rosalía de Castro, es Unamuno, es Goya, es Monte Perdido, es tacita de plata, es Malasaña, es Gernika, es lucha, es esperanza y sobre todo lo que más me gusta de ella es la forma tolerante y sabia con la que poco a poco, a veces con excesiva demora, ha ido nombrando y aceptando que el futuro es nuestro único compromiso como pueblo y que como pueblo debemos abrazarlo con diálogo, tolerancia, esperanza y ternura. Lo visto y oído los pasados cuatro y cinco de enero en el Congreso de los Diputados me llevan a pensar que España es mucho más sabia que muchos de nuestros representantes políticos, es infinitamente femenina, sabe escuchar sin insultar, reconoce su pasado y el dolor que se encierra entre sus páginas y por eso busca estrechar lazos que no sean ni de desprecio ni de odio, sino de respeto y de lucidez y que nos alejen definitivamente de los delirantes gritos de quienes se creen que España es suya y nosotros, sus necios siervos. No le demos la razón a Rousseau: el hombre no puede ser solo un animal enfermo.