El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Me remonto a un artículo que en su día escribió Pier Paolo Pasolini y en el que hablaba de la distinción entre el fascismo adjetivo y el fascismo sustantivo; en el mismo apuntaba que la distinción entre fascismos no puede hacerse de forma cronológica entre un fascismo fascista y un fascismo democristiano, sino entre un fascismo fascista y un fascismo radical. En estas dos fórmulas -fascismo fascista y fascismo radical- encontramos al fascismo siendo sustantivo y siendo a su vez sustantivo y adjetivo, y la diferencia entre ambos resulta evidente.
Fascismo fascista hace referencia a un régimen político basado en el totalitarismo y el autoritarismo que se impuso en la Europa de entreguerras y cuyo líder -el fascismo precisa siempre de un líder- fue Mussolini, mientras que el fascismo radical se desprendió del útero que lo había alimentado ideológicamente y se impuso en las calles de todas las sociedades, y desde entonces, y hasta ahora, campa a sus anchas abofeteando e insultando y alcanzando cotas de locura solo semejantes a las impuestas por los verdugos que saciaban su odio con la sangre y el dolor de sus víctimas. En estos días he visto el rostro del fascismo radical en bares y en plazas y en las calles de Valencia y en el miedo en los ojos de aquella mujer que buscaba con el diálogo aplacar la violencia de quien entiende que solo con los golpes se alcanza la gloria, que en su caso es solo el éxtasis que produce saberse el más violento, el más fuerte.
Cada día perdemos más y más cosas y perdemos la capacidad de emocionarnos, de
acariciarnos, de amarnos, de hablarnos. Y mientras en las calles se impone más y más el fascismo radical, en nuestros parlamentos la vida se ha detenido y los rostros son obsesivamente iguales a otros que ya estuvieron y las palabras escasean, porque ellos, los que debieran parlamentar, asemejan a pacientes internados en sus pequeños mundos enclaustrados, incapaces ya de dar respuestas.
En las calles los gritos se acentúan y en las grutas del poder ya no encontramos
murciélagos huérfanos que buscan caricias, sino sombras de hombres sin discurso que deshojan margaritas cuyas hojas no tienen fin.
Me remonto a un artículo que en su día escribió Pier Paolo Pasolini y en el que hablaba de la distinción entre el fascismo adjetivo y el fascismo sustantivo; en el mismo apuntaba que la distinción entre fascismos no puede hacerse de forma cronológica entre un fascismo fascista y un fascismo democristiano, sino entre un fascismo fascista y un fascismo radical. En estas dos fórmulas -fascismo fascista y fascismo radical- encontramos al fascismo siendo sustantivo y siendo a su vez sustantivo y adjetivo, y la diferencia entre ambos resulta evidente.
Fascismo fascista hace referencia a un régimen político basado en el totalitarismo y el autoritarismo que se impuso en la Europa de entreguerras y cuyo líder -el fascismo precisa siempre de un líder- fue Mussolini, mientras que el fascismo radical se desprendió del útero que lo había alimentado ideológicamente y se impuso en las calles de todas las sociedades, y desde entonces, y hasta ahora, campa a sus anchas abofeteando e insultando y alcanzando cotas de locura solo semejantes a las impuestas por los verdugos que saciaban su odio con la sangre y el dolor de sus víctimas. En estos días he visto el rostro del fascismo radical en bares y en plazas y en las calles de Valencia y en el miedo en los ojos de aquella mujer que buscaba con el diálogo aplacar la violencia de quien entiende que solo con los golpes se alcanza la gloria, que en su caso es solo el éxtasis que produce saberse el más violento, el más fuerte.