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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Tengamos la fiesta en paz

Si hay una frase hecha que mejor apela al orden de manera coloquial y casi familiar es la de “tengamos la fiesta en paz”, que viene a ser un sinónimo de dejemos las cosas en orden, retomemos la normalidad, valoremos que hay cierta forma de hacer las cosas en las que nos sentimos todos cómodos. Esta afirmación sirve para zanjar una discusión familiar, una conversación en un bar o para frenar un posible enfrentamiento. En nombre de la fiesta apelamos a la restitución de la normalidad a la que identificamos con la tranquilidad y la paz.

Probablemente hace unos años, este “tengamos la fiesta en paz” hubiera sido la frase utilizada por un hombre cuando una chica, en un bar, se rebelara ante un piropo obsceno, un roce fuera de lugar o una insinuación llevada demasiado lejos. Ella, la chica insumisa, habría sido acusada de perturbar el orden y la normalidad de una noche de copas, y probablemente hubiera tenido que soportar acusaciones del tipo “está montando un pollo”, “has jodido la fiesta por ponerte feminazi” o “toda la vida ha sido así, ¿no sé por qué montas tú ahora este jaleo?” La normalidad a la que hacía referencia este imaginario era una normalidad machista en la que ni la paz ni la tranquilidad estaban garantizadas para la mitad de la población, y donde el orden se imponía como herramienta de dominación y sumisión que funcionaba gracias al imperativo del silencio. Nada de paz tenían esas fiestas y nada de normalidad ese sistema que nos tocaba tolerar.

Pero las cosas están cambiando y aunque el machismo y sus diversas formas de violencia siguen vigentes en nuestros días, la explicitación y el grito público del dolor que infringía el patriarcado en nombre de la normalidad ha tenido un efecto performativo sobre los valores de orden. Hoy sabemos que precisamente lo que perturba la convivencia es una violación en un espacio público, una mujer asesinada en un pueblo o unos niños entregados en brazos de un padre maltratador. Y lo sabemos gracias a esas valientes que trascendieron la esfera de lo privado, donde pretendían encerrar estos excesos, e hicieron público, y por ende políticos, todos y cada uno de esos abusos. Ellas revelaron el rostro abominable y la cara b de la normalidad machista: el miedo, la sumisión, las agresiones y los asesinatos que quedaban subsumidos por el silencio. Superando la vergüenza enseñaron los bastidores podridos sobre los que se sostenía una normalidad pública de mujeres con gafas para tapar puñetazos, para tapar ojeras que hablaban de noches en vela por culpa de una violación o de niñas consintiendo e interiorizando que cualquier compañero iba a ser más solvente y eficaz que ellas. Esta normalidad tenía demasiado maquillaje, demasiadas mentiras en nombre de un simulacro de paz que escondía un trasfondo terrorífico.

Pero como decía, las cosas están cambiando. Enseñar las bambalinas del sistema ha servido para explicitar que la paz y la normalidad de todos y todas pasa precisamente por condena y censurar todos estos comportamientos. Que sólo el grito feminista garantiza “una fiesta en paz” y que son precisamente ellos: violadores, maltratadores, machistas y agresores los que sobran de nuestra fiesta. Ellos perturban el orden en nombre de un sistema que se revela inaceptable porque produce demasiado dolor. Y el orden social señala a un imaginario feminista que está por consolidar y en el que valores como la seguridad, la confianza y la tranquilidad cambian de bando para empezar a señalar a otras lógicas donde el estar tranquilas se torna garantía de paz social y de normalidad democrática.

Por eso, en esta tarea de todas de reapropiación de significantes y de consolidación de imaginarios más vivibles, defendamos la consigna de “tengamos la fiesta en paz” como arma de lucha en estas fiestas del Pilar. Señalemos todas y todos los abusos y las agresiones como escenas intolerables en una sociedad moderna, feminista e inclusiva.

Si hay una frase hecha que mejor apela al orden de manera coloquial y casi familiar es la de “tengamos la fiesta en paz”, que viene a ser un sinónimo de dejemos las cosas en orden, retomemos la normalidad, valoremos que hay cierta forma de hacer las cosas en las que nos sentimos todos cómodos. Esta afirmación sirve para zanjar una discusión familiar, una conversación en un bar o para frenar un posible enfrentamiento. En nombre de la fiesta apelamos a la restitución de la normalidad a la que identificamos con la tranquilidad y la paz.

Probablemente hace unos años, este “tengamos la fiesta en paz” hubiera sido la frase utilizada por un hombre cuando una chica, en un bar, se rebelara ante un piropo obsceno, un roce fuera de lugar o una insinuación llevada demasiado lejos. Ella, la chica insumisa, habría sido acusada de perturbar el orden y la normalidad de una noche de copas, y probablemente hubiera tenido que soportar acusaciones del tipo “está montando un pollo”, “has jodido la fiesta por ponerte feminazi” o “toda la vida ha sido así, ¿no sé por qué montas tú ahora este jaleo?” La normalidad a la que hacía referencia este imaginario era una normalidad machista en la que ni la paz ni la tranquilidad estaban garantizadas para la mitad de la población, y donde el orden se imponía como herramienta de dominación y sumisión que funcionaba gracias al imperativo del silencio. Nada de paz tenían esas fiestas y nada de normalidad ese sistema que nos tocaba tolerar.