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Estamos en guerra. No hay duda. Pero acaso nuestra guerra no sea la misma que la de Hollande. Las muertes, terribles, de París o Beirut nos obligan a enfrentarnos a algunas preguntas.
Hay algo obsceno en hablar de la muerte de otros. En hablar de la muerte, cualquiera que sea. La muerte es siempre de otro. Es imposible hablar de la muerte propia. El primer impulso debiera ser guardar silencio ante la tragedia ajena. Aunque sólo fuera por mantener un mínimo de decoro.
Palabras
Decía Deleuze que Foucault había sido el primero en enseñarnos la vergüenza de hablar en nombre de otros. Este debiera ser el imperativo categórico de la ética de cualquiera que escriba. Nunca hablar en nombre de otros. Menos aun cuando esos otros no pueden ya disentir, contestar ni respondernos. Las voces de los muertos no dicen sino el silencio. El parloteo acerca de lo que quien ya no está hubiera dicho impide que escuchemos su silencio, ese silencio definitivo que la muerte arrastra como un decir último: texto borrado, palabra tachada.
No hablar en nombre de otros. Menos aún de las víctimas. Nuestro deber no es, como creyera Camus, hablar por aquellos que no pueden hacerlo, sino, justo al contrario, respetar su palabra, incluso la que no puede, no podrá ya nunca, llegar a ser dicha. Tal es nuestra tarea: exigir el respeto ante esas voces que los asesinatos han acallado, el respeto ante la voz que permanece ahora en silencio, que dice el silencio, de una vez y para siempre, definitiva.
Y, sin embargo, es sobre este silencio, contra él, que se multiplican las palabras. Se guarda un minuto de silencio por las víctimas, pero sólo para reiniciar el parloteo con más fuerza, en voz más alta, sólo para mejor olvidar que los muertos ya no dicen nada, que dicen justo eso, nada. Al intervalo de silencio le siguen sonoras declaraciones, grandes hombres diciendo grandes palabras. “Estamos en guerra”. François Hollande lo afirma con tono contundente, alto y claro, con la teatralidad propia de un jefe de Estado. Sus palabras quieren tener un carácter performativo. Y acaso lo tengan. Como aquellas que se declaman en la apertura del curso escolar o en los rituales de matrimonio. Son palabras mágicas, que hacen existir aquello de lo que hablan. “Estamos en guerra” —e, inmediatamente, la guerra comienza, y nosotros nos vemos envueltos en ella.
Guerra
No hay duda. Estamos en guerra. Sin embargo, tras la declaración de Hollande surge una batería de preguntas. Preguntas que me hago a mí mismo, pero que acaso todos debiéramos hacernos. ¿Cuál es tu guerra? ¿Quiénes son tus enemigos? ¿Contra qué combates? ¿Quiénes son tus aliados? Y, tal vez lo más importante, ¿cuáles son tus objetivos? ¿Por qué luchas?
Cuando un jefe de Estado convoca a la unidad frente a los enemigos de la nación, sabemos que lo que busca son reclutas. La cuestión es, la guerra de Hollande, ¿es tu guerra? Cuando los jefes de Estado europeos nos llaman a la guerra en nombre de la democracia y de la libertad, ¿hablan de la misma democracia y la misma libertad que nosotros? ¿Qué significan para ellos esas palabras? Decía Blanqui, el radical francés que inspiró la mayor parte de los movimientos insurreccionales del París revolucionario —el único París que amamos—, que la palabra “democracia” es una palabra de goma, una de esas palabras que pueden significar casi cualquier cosa y que cada uno utiliza para lo que le da la gana. Los jefes de Estado europeos se llenan la boca con la palabra “libertad”, mientras cierran fronteras, restringen los derechos civiles y llenan las calles de nuestras ciudades de militares y policías.
El Estado Islámico es nuestro enemigo. De eso no cabe duda. Sin embargo, no por ello los Estados europeos, americano y ruso son nuestros aliados. Ni Hollande ni Obama ni Putin. Menos aún Rajoy o Pedro Sánchez. En Siria nuestros aliados contra el ISIS son las guerrillas kurdas de Kobane. En París, los Indígenas de la República. El grito de “¡No a la guerra!” no es una proclama pacifista. Es nuestro grito de lucha.
Estamos en guerra. No hay duda. Pero acaso nuestra guerra no sea la misma que la de Hollande. Las muertes, terribles, de París o Beirut nos obligan a enfrentarnos a algunas preguntas.
Hay algo obsceno en hablar de la muerte de otros. En hablar de la muerte, cualquiera que sea. La muerte es siempre de otro. Es imposible hablar de la muerte propia. El primer impulso debiera ser guardar silencio ante la tragedia ajena. Aunque sólo fuera por mantener un mínimo de decoro.