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Últimamente escucho una especie de rendición ante los hombres buenos que nace de mujeres que sienten vergüenza por la lucha que otras están llevando a cabo en pro de una sociedad más equitativa y justa con todos.
Se escriben cartas pidiendo perdón a los hombres buenos, por la aberrante distorsión que parece ser generan las mujeres denominadas “feminazis”. He escuchado a amigas exponer cómo algunos de sus amigos se sienten intimidados y perdidos ante la mujer actual y cómo les es difícil tratar con ella, relacionarse, mantener una relación sentimental. He oído a hombres y mujeres lamentarse de la suerte de los hombres de hoy en día, con un nivel de patetismo tal, augurando que llegará el día en el que tendrán que acabar pidiendo perdón por tener la condición de ser hombres.
¿Pedir perdón a los hombres buenos? ¿Precisamente a los hombres buenos? ¿A los hombres que nos han apoyado, que han creído en nosotras? ¿A los hombres que saben relacionarse con las mujeres en igualdad de condiciones? ¿A los hombres que no temen que una mujer les haga sombra? ¿A los hombres que no temen dar espacio y libertad a las mujeres? ¿A los hombres que saben admirar a las mujeres? ¿A los hombres que no les importa compartir con las mujeres, crear con las mujeres, luchar con las mujeres? ¿A los hombres que saben ver en las mujeres a seres humanos y no vientres o vaginas o pechos o labios carnosos o putas o viciosas o salidas o perras o criadas o seres débiles que hay que proteger para sentirse más viriles o seres cándidos o seres frágiles o feminazis o machorras? A los hombres buenos no hay que pedirles perdón, ellos no son los que se sienten heridos o intimidados. A los hombres buenos hay que darles las gracias.
Trabajo en ámbito rural, algo que me lleva a conocer la realidad de muchas mujeres en los pueblos. Más allá del olor a pan recién hecho, del escenario bucólico de los huertos, de los recuerdos de una infancia idílica, la realidad de las personas que viven en los pueblos de lunes a viernes no es de una ensoñación perfecta como todas esas evocaciones quieren hacernos creer, ni todas las mujeres, por ejemplo, gozan de la máxima calidad de vida sin hipotecar muchos aspectos que podrían hacerlas infinitamente más capaces, más libres, desarrollando profesiones o facetas todavía por descubrir.
Los perfiles laborales en el pueblo están muy marcados, principalmente, porque las opciones que existen no son tantas como en una urbe. El sector primario, agrícola y ganadero, es un sector de hombres. Tanto es así que, para favorecer la incorporación de las mujeres al mismo, surgen ayudas económicas destinadas a fomentarlo. Algo que, en muchos casos, no se ha usado para tal fin y que ha servido para designar a las mujeres de unidades familiares de hombres, que ya constan como trabajadores de estos oficios, como agricultoras o ganaderas sin serlo, sin ejercer esa labor, con el fin de beneficiarse de un aporte económico que estaba destinado a posibles mujeres que pudieran ver en la agricultura y la ganadería un ámbito digno para ganarse la vida. Así, unas ayudas que sirven para dar un empujón a las mujeres hacia el trabajo en el sector primario (llevar las cuentas no es ser agricultora o ganadera) terminan siendo usadas, en muchos casos, para todo lo contrario. De este modo, pululan en las estadísticas índices de mujeres que constan como agricultoras o ganaderas, pero que no pisan un campo, desconocen cómo se pone en marcha un tractor o cómo funciona el sistema digestivo de una oveja. Resultado: seguimos teniendo un espacio acotado a los hombres, donde las mujeres son utilizadas nominalmente a beneficio de unos cuantos, sin pensar en las consecuencias que eso supone para otras mujeres que sí son agricultoras o ganaderas o que sí quieren serlo.
Hace un tiempo una mujer del territorio en el que trabajo comenzó a desarrollar un producto agroalimentario transformado. Ella se encargaba de buscar la materia prima, de elaborarlo, de hablar con proveedores, de lidiar con los morosos, de venderlo. Siempre la vi como una mujer extraordinaria. Desfilaba por la carretera con su vehículo cargado de producto, transmitiendo fuerza, valor, independencia y mucha seguridad. Un día su matrimonio comenzó a hacer aguas y ella no dejaba de repetir: “Yo sola no puedo con este negocio”. Ella, que con todo podía sola, era incapaz de verse, de reconocer su fuerza y su valía, y llegó a creer lo que otros le decían sin servirle su propia experiencia. Socialmente, culturalmente y de manera tradicional existe un ideario construido sobre lo que somos o no somos los hombres y las mujeres, algo que puede generarnos inseguridades y miedos totalmente infundados.
Pero no solo eso, el mundo rural ha cambiado mucho. Los modos de ser mujer hoy en día en los pueblos son muy diversos. De partida, comparten un mismo espacio mujeres de edades avanzadas, que han vivido con muy pocas opciones y menos oportunidades, con mujeres de generaciones jóvenes que cuentan con un universo de posibilidades, avances o herramientas para ser lo que quieran ser. Pervive un índice importante de mujeres que no buscan trabajo fuera del hogar, que se ocupan de las tareas domésticas y de la crianza de los hijos, generándose, en los últimos años, un nuevo movimiento migratorio curioso: cuando el polluelo abandona el nido para cursar estudios superiores en la ciudad, la madre se va con él, iniciando el proceso de abandono del pueblo de toda una familia de manera paulatina. La ligazón con el pueblo es muy débil. No hay un desarrollo profesional y quizá tampoco una implicación social activa de la mujer en el mismo.
La mujer rural hoy en día es de origen marroquí, rumana, ucraniana, argelina, guatemalteca, nicaragüense, etc., de culturas diversas y tradiciones propias; son mujeres de otras zonas de España que llegan a los pueblos, con familia o sin ella, en busca de un futuro mejor. Ni unas ni otras cuentan con una red de apoyos familiares que les ayuden a cuidar de los hijos cuando tienen que desplazarse en autobús a la ciudad o al pueblo grande más cercano para sacarse el carné de conducir que les ayudará a tener un trabajo que requiere itinerancia o que cuiden de los niños mientras ellas hacen los cursos de formación exigidos para desempeñar según qué trabajos.
La mujer rural debe de aprender a derribar las barreras impuestas por la tradición, los tópicos y la ocupación masculina de espacios y comenzar a exigir, por ejemplo, un lugar en los ayuntamientos, no sólo como administrativo, sino como representante de los pueblos, como alcaldesas, como presidentas de las comarcas; la mujer rural de hoy tiene la fuerza de nuestras abuelas, que embarazadas iban al campo a trabajar, a hacer gavillas, en la vendimia…que cuando se ponían de parto parían solas en la cuadra; las mujeres rurales han sido mujeres curtidas por el trabajo, de una fuerza física y mental descomunal, algo que, estoy segura, nos sigue perteneciendo a las mujeres actuales. Esa fuerza es la que debe valernos para exigir nuestro espacio en el sector primario, lo que puede traernos nuevos modos de cultivos y de cría de ganado, alternativos a la producción intensiva e independientes de las integradoras; esa fuerza y esa reivindicación de un espacio propio, puede generar proyectos novedosos en el sector agroalimentario, en cualquier sector. La valorización de la mujer es imprescindible para la supervivencia del mundo rural, pero no por la condición de mujeres parideras que traerán nuevos pobladores, sino por el poder de reinventar la ruralidad y de crear un nuevo modo de vivir en los pueblos.
Le toca al hombre ayudar a visibilizar a las mujeres del mundo rural; favorecer su empoderamiento; ayudar a que se empatice con la historia de las mujeres, con la nueva realidad de las mujeres; les toca dejar de ofenderse cuando las mujeres exigen un espacio propio en el ámbito de lo público; les toda dejar de sentirse intimidados cuando se advierten situaciones de machismo, les toca entender que esto no es una pugna entre hombres y mujeres, sino que es la defensa de los derechos de la mujer, de las oportunidades de la mujer, no siempre defendidos, no siempre presentes; les toca entender que la igualdad no se gana en un ring y que tampoco es una carrera con un mismo punto de partida. Les toca a los hombres también ayudar a visibilizar a las mujeres, por ese punto de partida discorde; les toca darles un pequeño empujón diciéndoles que valen mucho, que lo que hacen es importante, llenando escenarios de premios, por poner un ejemplo, en torno a los alimentos de Aragón, con tantas mujeres como hombres galardonados. Les toca a hombres y mujeres comenzar a ver el verdadero valor de las mujeres, algo que saben de sobra los hombres buenos.
Últimamente escucho una especie de rendición ante los hombres buenos que nace de mujeres que sienten vergüenza por la lucha que otras están llevando a cabo en pro de una sociedad más equitativa y justa con todos.
Se escriben cartas pidiendo perdón a los hombres buenos, por la aberrante distorsión que parece ser generan las mujeres denominadas “feminazis”. He escuchado a amigas exponer cómo algunos de sus amigos se sienten intimidados y perdidos ante la mujer actual y cómo les es difícil tratar con ella, relacionarse, mantener una relación sentimental. He oído a hombres y mujeres lamentarse de la suerte de los hombres de hoy en día, con un nivel de patetismo tal, augurando que llegará el día en el que tendrán que acabar pidiendo perdón por tener la condición de ser hombres.