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Casi cuarenta años han pasado desde la aprobación de la Constitución española y de la elección de los primeros ayuntamientos democráticos tras la Dictadura. En ese tiempo, ninguna corporación del Ayuntamiento de Zaragoza había considerado preciso recordar que buena parte de sus antecesores en el último ayuntamiento democrático, el de 1936, habían sido asesinados por los rebeldes fascistas a las pocas fechas del Golpe de Estado del 18 de julio. Ese olvido, dejación o como queramos denominarlo, ha tenido que ser reparado por una iniciativa del actual grupo de gobierno de Zaragoza en Común, poniendo así punto final a una situación realmente vergonzosa.
El acto de descubrimiento de una placa con el nombre de los asesinados resultó de una gran emoción, pues en él participaron algunos descendientes de quienes perdieron la vida por el simple delito de haber sido elegidos por sus conciudadanos para representarles. Pero también sobrevoló el mismo, al menos yo así lo entendí, un cierto sentimiento de estupor, al volver a constatar lo tremendamente difícil que resulta en este país recobrar la memoria democrática. Extirpar la memoria material, que no histórica, de la ominosa Dictadura, los monumentos que ensalzan una página de sangre y odio protagonizada por la derecha de este país, es una tarea tremendamente complicada, a pesar, incluso, de las leyes promulgadas, como puede comprobarse todavía en el lateral del coro de la Basílica de El Pilar, donde aún se ensalza la Guerra Civil, calificándola como liberadora de la patria. Conseguir colocar a escasos metros de ese monumento a la barbarie otro monumento a la justicia ha costado, lo hemos dicho, cuarenta años.
Hablaba de la necesidad de extirpar la memoria material, pero no la histórica, de la Dictadura. Pues si de algo andamos necesitados es de recuperar la historia de la Dictadura, de la represión que la acompañó, de la barbarie y miseria que instaló, para que las nuevas generaciones no hablen de ella con la inmensa frivolidad con la que actualmente se habla. Para que no volvamos a escuchar simplezas que tienden a repartir las responsabilidades por igual entre golpistas y gobierno legítimo, en un esfuerzo de equiparación como estrategia para borrar las huellas sangrientas de quienes conculcaron la legalidad y acabaron con la democracia. A diferencia de lo ocurrido en muchos otros lugares, donde la recuperación de la democracia ha ido paralela a un ejercicio de reparación histórica y de repulsa hacia la barbarie, la gatopárdica transición española, diseñada para que nada cambiara con la apariencia de tiempos nuevos, se ha construido bajo la consigna del olvido del pasado democrático y, paradójicamente, la omnipresencia de la memoria de la Dictadura.
La recién instalada placa de la plaza del Pilar es un ejercicio de exaltación de nuestra historia democrática y de las personas que perdieron la vida en su defensa. Causa estupor que tras varias corporaciones dirigidas por el PSOE haya que haber esperado hasta ahora para plasmar esta iniciativa. Sobre todo cuando un alcalde socialista, Juan Alberto Belloch, no tuvo reparo en generar una tremenda polémica para acabar imponiendo la figura de Escrivá de Balaguer en el callejero zaragozano. Este es un buen ejemplo de las dificultades con que se encuentran los gobiernos municipales del cambio, pues entre sus tareas se encuentran, en demasiadas ocasiones, promover medidas que nadie ha tenido el coraje o la decencia de promulgar a lo largo de cuarenta años.
Cada vez resulta más evidente que los cuarenta años de Dictadura se han prolongado en cuarenta años de cobardía o de complicidad en los que los partidos del régimen de la restauración borbónica no han tenido otro objetivo que el mantenimiento del statu quo, para lo que se han afanado en un proceso de desmemoria o de falseamiento de la historia. Por ello, ante la iniciativa del actual Gobierno de la ciudad de Zaragoza no cabe más que congratularse y pensar que ya era hora.
Casi cuarenta años han pasado desde la aprobación de la Constitución española y de la elección de los primeros ayuntamientos democráticos tras la Dictadura. En ese tiempo, ninguna corporación del Ayuntamiento de Zaragoza había considerado preciso recordar que buena parte de sus antecesores en el último ayuntamiento democrático, el de 1936, habían sido asesinados por los rebeldes fascistas a las pocas fechas del Golpe de Estado del 18 de julio. Ese olvido, dejación o como queramos denominarlo, ha tenido que ser reparado por una iniciativa del actual grupo de gobierno de Zaragoza en Común, poniendo así punto final a una situación realmente vergonzosa.
El acto de descubrimiento de una placa con el nombre de los asesinados resultó de una gran emoción, pues en él participaron algunos descendientes de quienes perdieron la vida por el simple delito de haber sido elegidos por sus conciudadanos para representarles. Pero también sobrevoló el mismo, al menos yo así lo entendí, un cierto sentimiento de estupor, al volver a constatar lo tremendamente difícil que resulta en este país recobrar la memoria democrática. Extirpar la memoria material, que no histórica, de la ominosa Dictadura, los monumentos que ensalzan una página de sangre y odio protagonizada por la derecha de este país, es una tarea tremendamente complicada, a pesar, incluso, de las leyes promulgadas, como puede comprobarse todavía en el lateral del coro de la Basílica de El Pilar, donde aún se ensalza la Guerra Civil, calificándola como liberadora de la patria. Conseguir colocar a escasos metros de ese monumento a la barbarie otro monumento a la justicia ha costado, lo hemos dicho, cuarenta años.