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A pesar de la rapidez con la que se repone el ser humano y de que nos suene ya como un mal sueño, no hace tanto parecía que el mundo se acababa. Un virus desconocido hasta entonces mató a cerca de 15 millones de personas en todo el planeta, según la OMS. De tamaña crisis aprendimos varias cosas: la fragilidad de la vida, la importancia de las vacunas, de las medidas de autoprotección y que había que salvar la hostelería.
La libertad en forma de cañas dio un gran rédito electoral a la presidenta de la Comunidad de Madrid, por ejemplo, que como buena estratega política supo ver que daba más votos abrir los bares que preocuparse por los mayores en las residencias. En Aragón hubo momentos en los que uno no podía juntarse con varios familiares en casa pero sí en un bar. Y por aquello de mantener las distancias, las terrazas se doblaron e invadieron la calzada. En mi barrio no hay manera de aparcar, pero puedes echarte unas cervezas donde antes dejabas tu coche. Cuatro años después de la pandemia, podemos convenir en que aquel dopaje a la hostelería ha hecho que parte de ella mute, como lo hacen los virus, en otra cosa parecida pero peor que, con gran acierto, una amiga bautizó como hostilería.
La hostilería zaragozana es, por ejemplo, la autora del cañicidio. En esta ciudad es cada vez más difícil beberse una caña porque o directamente te sacan una copa sin preguntar o te explican que hasta cierta hora puedes beberte una caña pero que cuando ellos dicen ya toca copa. Amén. Tampoco es fácil tomar un café a la hora del café en lugares llamados 'Loquesea café', porque por lo visto puedes beberlo dentro del bar, pero no en la terraza, ni siquiera aunque lo acompañes de lo que, en definitiva, quieren que pidas, un copazo.
El último hit hostilero es el de servirte la copa en un vaso de plástico y, además, cobrártelo. Reutilizar vasos es algo a lo que ya estamos acostumbrados en festivales o grandes eventos al aire libre, se reduce el uso de plástico y se evitan toneladas de basura, pero ¿en un bar?. Otra muestra más, como el cañicidio o la deslocalización cafetera, de que el cliente ya no importa. La bula pandémica ha dado superpoderes a ciertos hosteleros que han mutado en algo así como el abusón de clase. Vivo en el miedo de pedir unas bravas y que me saquen una ración de caviar de beluga porque les renta más. Quien tiene un negocio sabe que éste no se mantiene con el que entra por la puerta sino con el que vuelve. Lo ponen muy difícil, pero bueno, salvemos la hostelería y que Dios nos pille confesados.
A pesar de la rapidez con la que se repone el ser humano y de que nos suene ya como un mal sueño, no hace tanto parecía que el mundo se acababa. Un virus desconocido hasta entonces mató a cerca de 15 millones de personas en todo el planeta, según la OMS. De tamaña crisis aprendimos varias cosas: la fragilidad de la vida, la importancia de las vacunas, de las medidas de autoprotección y que había que salvar la hostelería.
La libertad en forma de cañas dio un gran rédito electoral a la presidenta de la Comunidad de Madrid, por ejemplo, que como buena estratega política supo ver que daba más votos abrir los bares que preocuparse por los mayores en las residencias. En Aragón hubo momentos en los que uno no podía juntarse con varios familiares en casa pero sí en un bar. Y por aquello de mantener las distancias, las terrazas se doblaron e invadieron la calzada. En mi barrio no hay manera de aparcar, pero puedes echarte unas cervezas donde antes dejabas tu coche. Cuatro años después de la pandemia, podemos convenir en que aquel dopaje a la hostelería ha hecho que parte de ella mute, como lo hacen los virus, en otra cosa parecida pero peor que, con gran acierto, una amiga bautizó como hostilería.