El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
El más grave efecto de la depresión, el suicidio, ha sido un tabú para los medios de comunicación durante décadas por miedo a provocar un efecto llamada. Sin embargo, la estrategia del silencio se ha mostrado ineficaz, como manifiesta el crecimiento, año tras año, de los casos. Unido a ello, la multiplicación de trastornos mentales desatada por la pandemia del covid-19 y sus confinamientos, han influido en el cambio de las políticas de salud mental. En el 2021 la Organización Mundial de la Salud revisó y actualizó el Plan de acción integral sobre salud mental 2013-2030 y en nuestro país las políticas sanitarias al respecto han cambiado diametralmente.
El suicidio de la conocida actriz Verónica Forqué no solo fue difundido con gran amplitud en los medios de comunicación nacionales, sino que sirvió también para iniciar una campaña mediática de sensibilización ante esta cruda realidad, que supone la principal causa de muerte no natural entre nuestros jóvenes, y eso que no alcanzamos las cifras de los países del centro y norte de Europa.
Nuestro gobierno, dentro del “Plan de salud mental 2021-24”, puso en marcha en mayo un teléfono gratuito, “Línea de atención a la conducta suicida”, que el primer mes atendió a más de 15.000 llamadas. Iniciativa de indudable interés, pero que llega con retraso y pasando por alto las ya existentes, como el teléfono “Cruz Roja te escucha”, en funcionamiento desde abril de 2020 para dar apoyo psicosocial a los miles de casos desencadenados por la pandemia; el “Teléfono de la esperanza”, activo desde comienzos de los años setenta del siglo XX y fundado por un español; o la Fundación Española para la Prevención del Suicidio y la Asociación para la Prevención del Suicidio “La Niña Amarilla”, por citar los principales.
Si la mayor parte de los suicidios tienen detrás un problema de salud mental, al buscar las causas de éstos seguimos poniendo el énfasis en la parte biológica: desarreglos en la química hormonal, en el sistema nervioso, y factores hereditarios. Sin embargo, al señalar medidas preventivas (aparte de las aplicables a cualquier problema de salud: comer de modo saludable, evitar la vida sedentaria, evitar el consumo de drogas, tabaco y alcohol), apuntamos en tres direcciones muy alejadas de la genética y de los fármacos. La primera son las conexiones con los demás: cuidar las relaciones familiares, las de amistad y potenciar la autoestima. La segunda es la necesidad de un apoyo externo especializado, una atención psicológica. La tercera es la prevención y gestión del estrés. Por tanto, los factores que intervienen en la buena salud mental son múltiples y, sin excluirlos, van más allá de la biología y los sistemas sanitarios. Por supuesto, quien ahora está enfermo necesita una ayuda urgente y ha de ser proporcionada por el sistema de salud, que en muchas ocasiones también lo medicará, pero ello no basta ni es solución definitiva. Hemos de tener claro que son necesarias medidas transformadoras de buena parte de las dinámicas socioeconómicas actuales si queremos revertir la curva ascendente.
Las relaciones personales y sociales son una pieza clave para no caer en el bucle del ensimismamiento, para no recocernos en nuestro propio jugo y para potenciar la autoestima. Compartir nuestros problemas y descubrir que los de otros son casi idénticos, es una higiénica medida. A quien nos diga: mal de muchos, consuelo de tontos; es decir, que así no se arregla nada, le recordaremos que este refrán es la versión individualista y torpemente pragmática del más antiguo: mal de muchos, consuelo de todos. Porque sabernos una parte más de un sufrimiento compartido ofrece tremendo consuelo, nos hace ser solidarios con los otros y nos saca del ciego creer que algo me sucede precisamente a mí. Además, dialogar y compartir los problemas propios también nos brinda recetas para sobrellevarlos y perspectivas nuevas para transformarlos.
Respecto a la necesidad de apoyo externo, tanto al paciente como a la familia, es decir, la necesidad de recibir atención psicológica, nuestro país tiene una gran carencia. Tengo varias amigas psicólogas que hablan de las estrecheces de la psicología clínica en España, de cómo sus pacientes, tras una larga demora, tienen que ser atendidos en un tiempo escaso y sin la necesaria regularidad. Nuestra proporción de psicólogos clínicos es de 6 por cada 100.000 habitantes, frente a los 18 de media en la Unión Europea. Muchos de los pacientes han de ser derivados a un psiquiatra, pero la situación de esta especialidad médica es similar: tenemos 10,4 psiquiatras por cada 100.000 habitantes cuando la media europea es de 19, y tan solo el 60% de los hospitales públicos de nuestro país cuentan con servicio de psiquiatría. Según el Consejo General de psicología de España, más de la mitad de las personas con trastornos mentales que necesitan un tratamiento no lo tienen, y otro porcentaje significativo no recibe el adecuado. Los 100 millones de euros extras anunciados por el gobierno para el “Plan de salud mental 2021-24”, son por completo insuficientes, tanto para recuperar los enfermos no tratados durante el confinamiento de la pandemia, como para hacer frente a la multiplicación de trastornos desatada por ella. Más aún si tenemos en cuenta que dentro de dicho plan está incluido el gasto de la “Línea de atención a la conducta suicida”.
La tercera línea señalaba la prevención y gestión del estrés, un factor en el cual la presión social y económica es decisiva. Ni todos podemos aguantar el mismo grado de estrés, ni lo gestionamos de la misma manera, pero en nuestra sociedad todos somos víctimas de unas circunstancias estresantes, e incluso neurotizantes. Ya en los años treinta del pasado siglo, Karen Horney, psicóloga pionera en el feminismo psicoanalítico, publicó La personalidad neurótica de nuestro tiempo, donde tiene en cuenta el peso de los factores sociales y culturales sobre los trastornos mentales. A mitad de dicho siglo, otro psicólogo, Erich Fromm, preguntaba en su Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, si una sociedad podía estar enferma, y señalaba a la de su momento como neurótica y neurotizante.
Olvidar esta multifactorialidad y especialmente el gran peso de nuestras dinámicas socioeconómicas, lejos de acercarnos a las soluciones, prolongará la ascendente curva de los problemas mentales. Sobre todo, no apliquemos en este ámbito los esquemas del economicismo imperante, que hace responsable a cada cual de su éxito o fracaso. Por tal camino acabaremos culpando al suicida por no acudir al psicólogo y a los teléfonos de atención, o por no gestionar adecuadamente su estrés; culparemos al esquizofrénico por no tomar meticulosamente su medicación; y a quien padece fobias por no superarlas mediante constancia y autoconvencimiento.
No pretendo eximir a nadie del grado de responsabilidad que le corresponde, pero si en los países del primer mundo la salud mental ha ido empeorando de modo exponencial a lo largo del siglo veinte, especialmente en su segunda mitad; si la neurosis, que está detrás de la mayor parte de los casos de suicidio, resulta tan común entre nosotros que puede pasar desapercibida; si la vida urbana con su ritmo frenético dificulta todo encuentro familiar y amistoso, empujándonos hacia la soledad y el aislamiento; si nuestras sociedades postmodernas y sus herramientas de comunicación prolongan indefinidamente la disposición al trabajo; si la saturación de información y la agobiante demanda de las redes sociales impiden la reflexión y el análisis, incluido el de nuestras circunstancias y estados de ánimo; si las crisis económicas provocan continuos retrocesos en las condiciones de vida de la mayor parte de la sociedad; si el futuro se nos ofrece cada vez más oscuro; entonces, ¿cómo no vamos a estar mentalmente enfermos?, y ¿cómo va a ser la salud mental solamente cuestión de genética y de atención psicológica?
En 1983 Franco Battiato ya cantaba en “Un´altra vita”: no sirven tranquilizantes o terapias, se quiere otra vida.
El más grave efecto de la depresión, el suicidio, ha sido un tabú para los medios de comunicación durante décadas por miedo a provocar un efecto llamada. Sin embargo, la estrategia del silencio se ha mostrado ineficaz, como manifiesta el crecimiento, año tras año, de los casos. Unido a ello, la multiplicación de trastornos mentales desatada por la pandemia del covid-19 y sus confinamientos, han influido en el cambio de las políticas de salud mental. En el 2021 la Organización Mundial de la Salud revisó y actualizó el Plan de acción integral sobre salud mental 2013-2030 y en nuestro país las políticas sanitarias al respecto han cambiado diametralmente.
El suicidio de la conocida actriz Verónica Forqué no solo fue difundido con gran amplitud en los medios de comunicación nacionales, sino que sirvió también para iniciar una campaña mediática de sensibilización ante esta cruda realidad, que supone la principal causa de muerte no natural entre nuestros jóvenes, y eso que no alcanzamos las cifras de los países del centro y norte de Europa.