El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Reconozco y asumo mi admiración cada vez mayor hacia la ciencia y hacia el arte, porque mientras la primera, afortuna o desafortunadamente, todavía no puede garantizarnos la inmortalidad, sí nos garantiza un profundo respeto hacia la vedad; el arte, por su lado, nos enseña a ver las verdades más profundas del ser humano, esas que ni siquiera somos capaces de revelarnos a nosotros mismos y que a veces nos hacen huir de nuestra propia piel.
Hace tan sólo unos días una pesadilla invadió mis sueños, alguien me comunicaba que Trump había apretado el botón -soy de las que creció en los años de lo que se dio en llamar la Guerra Fría, donde la sombra de un enfrentamiento entre Rusia y Estados Unidos congelaba nuestro aliento de jóvenes huidizos y libres, y donde siempre había un botón que un bando u otro podía apretar en cualquier momento y hacer saltar todo por los aires-, por eso cuando en mi sueño alguien me dijo que Trump había apretado el botón, supe que era el final. El final. Luego desperté y la vida continuaba, aun no había amanecido, pero los eslóganes vacíos inundaban los titulares de las primeros boletines informativos. La vida, sin duda, era igual que ayer y cada cual jugaba a su metáfora de vencedor, aun sabiéndose el mayor de los perdedores, el mayor de los truhanes o el mayor de los farsantes. Entonces jugué al cuento de Samuel y el León: “El León ha mudado su aspecto y su piel y juega en la ciudad de los rascacielos a salvar vidas, a ser el número uno y sobre todo juega a proteger a Samuel. Samuel quiere al León, porque el León es bueno, el León le dice lo que él quiere oír y Samuel está feliz, se siente protegido, de repente hay alguien que piensa por él y en él. Un día el León le dice a Samuel que vuelva con él a la selva, que la selva es hermosa y que en las selva descubrirán infinidad de cosas nuevas. Samuel acepta y se va a la selva con el León y el León muda de nuevo su piel y entonces Samuel siente miedo porque, aunque el verde es vertiginoso y el juego con el horizonte una ilusión, el León ya no es el mismo y Samuel comprende que el León va a comerse a Samuel y Samuel tiene miedo, pero a la vez siente lástima por el León, porque cree y ama al León, pero el León ya ha olvidado sus promesas y las palabras con las que cautivó a Samuel y simplemente se lo come, porque es lo que el León sabe hacer”.
A veces es como si Samuel fuéramos todos nosotros, que, cada vez más infantilizados, necesitamos creer en cuentos donde el León es nuestro gran salvador y no el depredador que realmente es. A veces todos somos Samuel, porque necesitamos vivir en el engaño de que el León cambiará las cosas, cuando las cosas solo las cambia el futuro si acaso hemos sido capaces de intervenir en él. Por eso admiro la ciencia, porque construye futuros mejores, y por eso admiro el arte, porque desnuda todas nuestras miserias de pequeños samueles.
Reconozco y asumo mi admiración cada vez mayor hacia la ciencia y hacia el arte, porque mientras la primera, afortuna o desafortunadamente, todavía no puede garantizarnos la inmortalidad, sí nos garantiza un profundo respeto hacia la vedad; el arte, por su lado, nos enseña a ver las verdades más profundas del ser humano, esas que ni siquiera somos capaces de revelarnos a nosotros mismos y que a veces nos hacen huir de nuestra propia piel.
Hace tan sólo unos días una pesadilla invadió mis sueños, alguien me comunicaba que Trump había apretado el botón -soy de las que creció en los años de lo que se dio en llamar la Guerra Fría, donde la sombra de un enfrentamiento entre Rusia y Estados Unidos congelaba nuestro aliento de jóvenes huidizos y libres, y donde siempre había un botón que un bando u otro podía apretar en cualquier momento y hacer saltar todo por los aires-, por eso cuando en mi sueño alguien me dijo que Trump había apretado el botón, supe que era el final. El final. Luego desperté y la vida continuaba, aun no había amanecido, pero los eslóganes vacíos inundaban los titulares de las primeros boletines informativos. La vida, sin duda, era igual que ayer y cada cual jugaba a su metáfora de vencedor, aun sabiéndose el mayor de los perdedores, el mayor de los truhanes o el mayor de los farsantes. Entonces jugué al cuento de Samuel y el León: “El León ha mudado su aspecto y su piel y juega en la ciudad de los rascacielos a salvar vidas, a ser el número uno y sobre todo juega a proteger a Samuel. Samuel quiere al León, porque el León es bueno, el León le dice lo que él quiere oír y Samuel está feliz, se siente protegido, de repente hay alguien que piensa por él y en él. Un día el León le dice a Samuel que vuelva con él a la selva, que la selva es hermosa y que en las selva descubrirán infinidad de cosas nuevas. Samuel acepta y se va a la selva con el León y el León muda de nuevo su piel y entonces Samuel siente miedo porque, aunque el verde es vertiginoso y el juego con el horizonte una ilusión, el León ya no es el mismo y Samuel comprende que el León va a comerse a Samuel y Samuel tiene miedo, pero a la vez siente lástima por el León, porque cree y ama al León, pero el León ya ha olvidado sus promesas y las palabras con las que cautivó a Samuel y simplemente se lo come, porque es lo que el León sabe hacer”.