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Soberanía tecnológica y otras cosas tropicales

Los procesos de inversión en infraestructuras tecnológicas que necesitan nuestras ciudades para avanzar hacia una economía del conocimiento se encuentran con notables problemas de financiación. La privatización de la explotación de estos recursos comunes, como contrapartida de la financiación, tiene efectos lesivos sobre las posibilidades de la ciudadanía y del sector público de aprovechar estos avances y de empoderarse para su gestión democrática

La transición económica de nuestras ciudades, necesitadas de encontrar nuevos sectores de actividad, empleo y producción rentable, requiere a menudo de fuertes inversiones en infraestructuras. Algunas son una extensión virtual de las infraestructuras de la era industrial, como las conexiones wi-fi, y es fácil mostrar el beneficio colectivo de su implantación. Otras infraestructuras tienen un sentido menos claro que incluso repele tal nombre. Por ejemplo, tener acceso a mejores datos de eficiencia y consumo energético de nuestros edificios mejoraría mucho la planificación familiar y urbana, y fomentaría esa necesaria línea de rehabilitación y economía verde. Un avance de este tipo (bien expuesto, claro) parece rentable, pero también costoso, debido a los sensores que habría que colocar, los servidores y sistemas necesarios para guardar y procesar esos datos y la inteligencia requerida para hacerlos útiles.

Aunque la posibilidad de esta riqueza social se imagina al alcance de la mano, la ausencia de capacidad financiera (y de liderazgo) del sector público hace que la mayor parte de las infraestructuras necesarias (levantadas o por levantar) para lanzar estos nuevos ciclos de producción solo puedan desplegarse bajo una titularidad privada que limita el potencial beneficio social de sus productos. No está de más recordar que la materia prima de la que se nutren las ciudades (y los procesos de las smart cities más que ningún otro) es la misma productividad social difusa, es decir, lo común.

Austeridad no significa tanto ahorro como ausencia de inversión. Algo que es fatal para una transición económica, por muy alta que la propuesta se sitúe entre las prioridades del programa electoral. En un contexto de austeridad (y de favorecimiento de las oportunidades de negocio, todo hay que decirlo) una fórmula común de financiación de las inversiones para la administración pública es la concesión de los réditos de la gestión. Conforme a esta fórmula, la entidad empresarial hace operativa una infraestructura dada a cambio de explotarla durante un periodo de tiempo más o menos extenso, prorrogable, intenso, etc. Solución financiera clásica y bastante obvia, el citado modelo abre, a su vez, dos nuevos problemas, si nos ceñimos a esta cuestión de cómo puede relanzarse en nuestro contexto la citada transición productiva.

Por una parte, la concesión tiene sus servidumbres. Buena parte de la riqueza levantada con ese avance infraestructural queda cerrada a la exclusividad de la explotación y del control del financista. Puede que la ciudadanía en su conjunto no pudiera explotar esos datos de manera directa (aunque también puede que sí; depende del caso) pero, en cualquier supuesto, al no tener acceso a los mismos, al venir de este modo restringida la información, va a ser difícil que participe en las decisiones sobre el uso de esos datos. ¿Debería tener el tranvía una segunda línea? ¿Por dónde debería pasar? Pues salvo que queramos tomar estas decisiones sacrificando cabras o según el vuelo de las palomas, sería bueno que la ciudadanía contara con datos precisos acerca de los viajeros que se mueven por tal itinerario o por cual línea de bus. Tampoco podrán participar demasiado en la orientación de esa transición económica para que ésta se dirija al beneficio del común ni en aprovechar las oportunidades de negocio o de utilidad que ofrezca.

Por otra parte, y dado que los ecosistemas de trabajo y explotación que se desarrollan son privativos y operan como cajas negras, no suelen garantizar mecanismos de transferencia tecnológica hacia el sector público y hacia la ciudadanía en general. Pasado el tiempo de la concesión, es poco probable que la ciudadanía y la administración sepan mucho más de lo que sabían sobre el servicio o las infraestructuras concesionadas y tampoco lo es mucho más que así puedan recuperar el protagonismo en la gestión de servicios que serán esenciales para la vida de las ciudades en un futuro muy próximo. Un conocimiento cerrado no nos permite aprender, de modo que aumenta nuestra dependencia tecnológica.

Resulta paradójicamente colonial que la soberanía tecnológica solo aparezca en las agendas políticas de los países del Sur, cuando cada proceso de innovación tecnológica al que se enfrenta una administración en los países del Norte destapa no pocas vergüenzas de desempoderamiento y de dependencia tecnológica de este estilo. La soberanía (dígase autonomía) en este terreno es una cuestión de interés general, más que una cuestión de Estado, en el sentido de que no puede alcanzarse solo por arriba, contando solo con buena capacidad técnica y financiera por parte de los cuerpos expertos de la función pública. En la ciudad de la producción basada en los comunes estas distancias solo operan como brechas.

David Vila

@dabivv

Los procesos de inversión en infraestructuras tecnológicas que necesitan nuestras ciudades para avanzar hacia una economía del conocimiento se encuentran con notables problemas de financiación. La privatización de la explotación de estos recursos comunes, como contrapartida de la financiación, tiene efectos lesivos sobre las posibilidades de la ciudadanía y del sector público de aprovechar estos avances y de empoderarse para su gestión democrática

La transición económica de nuestras ciudades, necesitadas de encontrar nuevos sectores de actividad, empleo y producción rentable, requiere a menudo de fuertes inversiones en infraestructuras. Algunas son una extensión virtual de las infraestructuras de la era industrial, como las conexiones wi-fi, y es fácil mostrar el beneficio colectivo de su implantación. Otras infraestructuras tienen un sentido menos claro que incluso repele tal nombre. Por ejemplo, tener acceso a mejores datos de eficiencia y consumo energético de nuestros edificios mejoraría mucho la planificación familiar y urbana, y fomentaría esa necesaria línea de rehabilitación y economía verde. Un avance de este tipo (bien expuesto, claro) parece rentable, pero también costoso, debido a los sensores que habría que colocar, los servidores y sistemas necesarios para guardar y procesar esos datos y la inteligencia requerida para hacerlos útiles.