El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
A mis 43 años todavía miro hacia atrás cuando abro el portal de mi casa las noches que vuelvo sola. Todavía miro la hora cuando quedo con amigas y cabe la posibilidad que me toque andar por calles poco seguras. Todavía saco el llavero del bolso mucho rato antes de llegar a casa y pongo las llaves entre los dedos de mi mano a modo de arma defensiva; por si acaso.
A mis 43 años todavía tengo que aguantar que me miren de arriba abajo y me susurren, casi rozándome físicamente, todo lo que harían con mis piernas, mi culo o mis tetas. Todavía tengo que estar atenta en colocarme pegada a una de las paredes del transporte urbano si me toca ir de pie; es la única forma de evitar refrotes.
A mis 43 años todavía se me impone la obligatoriedad social de responder a preguntas sobre mi (no) maternidad. Todavía soy objeto sobre el que opinar y catalogar en función de esa decisión íntima y personal. Eso sí, a los 43, cambia ligeramente la evaluación sobre mi reproducción; ahora se me acosa y acusa con un constante: “¿Estás segura que no te has arrepentido?”.
A mis 43 años todavía me siento señalada si voy con un vestido demasiado corto, el pelo sin teñir, el tacón demasiado alto o bajo y los labios demasiado rojos. Todavía tengo complejo si mi barriga se hace notar en mis camisetas ajustadas. Todavía sufro a diario por no ser capaz de de-construirme ante la tortura de la depilación.
A mis 43 años todavía llevo el coche al taller y por más que yo sea la propietaria, quién pregunta y conduce, las respuestas van dirigidas a mi compañero. Si estoy buscando garaje todavía se dirigen a él para preguntarle la marca del coche que tiene. Todavía cuando cuento que hemos marchado el fin de semana con la furgoneta, sólo es a mí a quién preguntan “¿tú conduces? Qué bien, así podrás turnarle”.
A mis 43 años todavía padezco techo de cristal en mis militancias sociales y políticas. Todavía tengo que ser explicada por un hombre inmediatamente después de una intervención. Todavía sigo escuchando que lo de la igualdad no toca ahora y hay otras revoluciones mucho más prioritarias. Todavía no.
A mis 43 años todavía se espera de mí que, de aquí en adelante, sea yo quien cuide de mis mayores y de la familia. Todavía se me considera la única sujeta posible a ejercer el rol de sostenedora de la vida. Todavía se me juzga si expongo que no es lo que me apetece hacer y que si lo hago no debe ser por imposición de roles. Será porque quiero.
A mis 43 años recién cumplidos me sorprendo a mí misma por haber avanzado muy poco en los todavía que tenía por delante hace veinticinco años. Por haber sido tan ilusa de pensar que aquella lista, a estas alturas, habría disminuido considerablemente.
Me siento frustrada, enrabietada y confusa. Me preocupa no haberme librado de tantos todavía y de tener que estar preparada para defenderme de los que vendrán - “más acordes”- a mi edad. Me jode haber avanzado tan poco, me encorajina no haber conseguido eliminar la herencia de tantos todavía para mis dos sobrinas.
Cuando llevas toda la vida adulta sorteándolos, enfrentándote, sufriéndolos y desafiándolos a costa de todo, los todavía pesan igual que un saco de cemento. Te hacen crujir los huesos por el peso y te maquillan con un polvo gris pegajoso e ignominioso.
Pero hay muchos todavía que son perdigones de sin embargo. Así que, aún me queda mucha vida, aún me queda mucha rabia, aún me queda mucha lucha, aún me queda mucha mala baba, aún me queda mucha pedagogía, aún me queda mucho por construir y otro tanto por derribar y, sobre todo, aún me queda mucho por celebrar.
Al fin y al cabo, todavía tengo 43 años.
A mis 43 años todavía miro hacia atrás cuando abro el portal de mi casa las noches que vuelvo sola. Todavía miro la hora cuando quedo con amigas y cabe la posibilidad que me toque andar por calles poco seguras. Todavía saco el llavero del bolso mucho rato antes de llegar a casa y pongo las llaves entre los dedos de mi mano a modo de arma defensiva; por si acaso.
A mis 43 años todavía tengo que aguantar que me miren de arriba abajo y me susurren, casi rozándome físicamente, todo lo que harían con mis piernas, mi culo o mis tetas. Todavía tengo que estar atenta en colocarme pegada a una de las paredes del transporte urbano si me toca ir de pie; es la única forma de evitar refrotes.